Parte I


Capítulo III



Cádiz, 3 de agosto de 1492.

David se despertó atemorizado. Desde que había sabido que los expulsaban de España, comenzó a tener malos sueños. No los recordaba bien, creía haber visto llamas, cuerpos calcinados, huesos ardientes. Eran visiones que lo habían perseguido cuando pequeño, desde el momento en que le contaron que habían quemado, en un Auto de Fe, a judíos convertidos. ¿Eran judíos los convertidos? ¿o eran cristianos? Su tío, Isaac Abravanel, a quien David había consultado, le dijo que los judíos que se convertían al cristianismo ya no eran judíos. No sabía qué pensar. Abraham Señor, que era primo de su madre, que había sido el Rabino jefe de toda España, se había convertido al cristianismo hacía ya dos meses. Pero... Abraham Señor era el judío mas sabio que había conocido. ¿Ahora no era más un judío? Le preguntaría a Isaac Abravanel sobre estas cosas durante el viaje.

El cielo clareaba por el Este. Los gallos cantaban. La muchedumbre que dormía sobre el desembarcadero comenzó a despertar. Se escuchaban las voces quedas de los padres llamando a sus hijos, los llantos de niños, las plegarias dichas en voz baja.

David recitó la oración de la mañana:


"Bendito tú, Adonai, nuestro Dios, Rey del Mundo, que nos santificó con sus mandamientos, y nos encomendó sobre la limpieza de manos."


Se dirigió a la fuente con su hermano Muchico. Había ya algunos judíos esperando para lavarse. Nadie hablaba, la sensación de pesadumbre era grande.

—No estés triste, David, —dijo Muchico—. En Nápoles nos espera Moisés Alhadeff, que Dios lo bendiga. Está buscando un buen sitio donde alojar allí a la familia. El tío Abravanel ya envió cartas para que todo esté dispuesto cuando arribemos. Ni bien supo de la noticia de la expulsión, antes aún de que pegaran los bandos, hizo los arreglos para que nos reciban en Nápoles.

—¡No puedo creer que nos esté pasando esto, Muchico! —contestó David con voz triste, quebrando su aislamiento—. Sabes, cuando escuchaba narrar tragedias, siempre pensaba que eran cuentos que le pasaban a otros, no a mí.

Cuando terminaron el lavado matinal, toda la familia estaba ya levantada de sus improvisados lechos, y Sara, su madre, tenía preparado para el desayuno unos bollos de acelga y un tazón de leche de cabra recién ordeñado por Déborah, la hermana menor.

El alimento hizo que David olvidara su pesar, sabía que Isaac Abravanel tenía todo previsto. La familia partiría unida: sus tíos y tías, sus primos y una muchedumbre de sirvientes. Eran más de cuarenta personas que colmarían la capacidad de la nave.

Los varones continuaban con la estiba de la galera veneciana, acomodaban sus últimas pertenencias: jaulas con gallinas, cabras, arcones con ropajes, toneles con aceite de oliva, pequeños muebles y comida para un largo viaje. Las mujeres intentaban hacer algún orden en las reducidas cámaras de la nave, amamantaban a sus pequeños y se ocupaban de los enseres domésticos.

El sol se elevaba sobre el horizonte envolviendo la ciudad con un manto rosa. Era el tres de Agosto de 1492, el diez del mes Ab del calendario hebreo. David sabía que el nueve de mes de Ab era el día de la destrucción del templo de Jerusalén, día de duelo nacional. La tía Esther siempre decía que los nueve primeros días del mes de Ab eran adversos, días de mala suerte: no había que casarse, no era bueno iniciar una empresa, construir una casa y tampoco se podía comenzar un viaje. Son días de duelo y aflicción. Por el contrario, el diez del mes Ab era muy favorable. Por este motivo había insistido a su marido, quien pidió y obtuvo de los Reyes una dilación de la partida, que debía ser, según decía el Edicto, el treinta y uno de julio —siete de Ab—, fecha de mal agüero. La salida se aplazó hasta el tres de Agosto —diez de Ab—, que era un día muy favorable para emprender un largo viaje.

El sonido de trompetas interrumpió la faena de los judíos: cuatro soldados de Castilla y dos frailes dominicos se encaminaban al centro del embarcadero, lugar donde las casas estaban más alejadas del mar y daban espacio para una plazoleta.

—Judíos —dijo el que parecía el mayor de los religiosos—, todavía estáis a tiempo de convertiros a la Verdadera Fe. Aceptad que El Mesías ya ha llegado en Jesucristo. Todavía estáis a tiempo para alcanzar el reino de los cielos. Venid, que nosotros podemos bautizaros.

Dejó de hablar, en la espera de alguna reacción de los judíos que lo miraban en silencio. No se extrañaron de este sermón, pues, por todos los pueblos que encontraban durante el viaje hacia el puerto de Cádiz, monjes y frailes salían a su encuentro y trataban de lograr la conversión, como si esto fuera un triunfo final sobre Israel. Algunos pocos se convirtieron, la mayoría había seguido el camino al exilio.

El fraile, al no tener respuesta, continuó con su discurso. Los judíos volvieron a la tarea de cargar las naves y dejaron de escuchar.

Cuando el sol estuvo alto, quedó terminada la estiba de las galeras. Todos se hallaban a bordo. El capitán dio la orden de partida. Isaac Abravanel descendió a tierra, se arrodilló, besó el suelo, tomó un puñado de tierra y lo guardó en una bolsa que sacó de sus ropas, subió nuevamente a la nave y miró hacia la dirección del mar. David vio las lágrimas que corrían por las mejillas de su tío. Isaac dio la espalda a España, no quiso seguir mirando, sabía que no la vería más. Dos marinos soltaron las amarras. El cómitre comenzó el rítmico golpeteo del tambor que marcaba el compás de los remos. El capitán gritaba sus órdenes en un idioma desconocido. La galera, lentamente, se dirigió hacia la boca del puerto. Las otras naves comenzaron también a soltar amarras. Formarían una flota para protegerse de los piratas que asolaban el Mediterráneo. Impulsada por la fuerza de veinticinco remos por banda, la galera dejó las aguas serenas del puerto de Cádiz.

David sintió en su rostro el viento cálido y salado que venía de África. Su corazón estaba triste; miró hacia atrás, la partida de soldados y los frailes retornaban a la ciudad. Vio las defensas del puerto, las casas blancas, las colinas de la costa, la tierra amada que, tal vez, nunca más volvería a ver.

El oleaje del mar abierto balanceó la nave. A David, ese balanceo comenzó a gustarle. La galera enfiló hacia el Este. Los marineros desplegaron las grandes velas latinas, el viento las infló, la nave se escoró a babor y, poco a poco, comenzó a ganar velocidad. Un repique especial del tambor del cómitre indicó a los galeotes que recogieran los remos. La marcha se volvió serena. Solamente el viento movía la nave hacia su destino en Nápoles. David miró a proa y vio el vasto azul del mar.



Capítulo IV



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