Parte I


Capítulo VIII



Granada, 12 de abril de 1492.

—Que pase Isaac Abravanel —ordenó Fernando de Aragón.

Los guardias abrieron las puertas de la sala de los embajadores y Abravanel entró. Su rostro pálido y su barba blanca contrastaban con el negro de sus ropas. Quedó maravillado una vez más por la magnificencia de la estancia. El rey estaba sentado en su trono de marfil que había pertenecido al derrotado Abú-Abdalá. A su lado, la Reina Isabel, vestida de color púrpura, miraba con rostro serio hacia la entrada. De pie, a la izquierda del rey, se encontraban algunos personajes de la corte: el Tesorero Luis de Santángel, Juan de Lucena, miembro del Consejo de Aragón, Pedro de la Caballería y el Cardenal Mendoza.

Abravanel caminó lentamente hasta los monarcas y se hincó de rodillas delante de ellos.

—Ponte de pie y habla ya, Isaac Abravanel. Di lo que tienes que decir —instó Fernando.

Sintió un nudo en la garganta. Había pensado mucho las palabras con las que hablaría al Soberano, pero en ese momento no llegaron a su boca. Las lágrimas nublaban sus ojos. Comenzó con voz quebrada.

—Mi Señor, ten piedad de nosotros. Ten piedad de los judíos. Os rogamos que deroguéis el Edicto de Expulsión que cae sobre mi pueblo.

Calló nuevamente, la angustia le impedía seguir. La elocuencia que siempre lo caracterizaba, hoy, en este momento difícil para su pueblo, no venía en su ayuda.

—El Edicto ya está firmado —dijo Fernando—. Se pregonará el treinta de abril. Contando de esa fecha tenéis, vos y vuestro pueblo, tres meses para salir de los reinos de Castilla y Aragón y de todos nuestros territorios y principados. Tres meses es tiempo suficiente para que dispongáis de vuestros bienes y dejéis nuestras tierras. Podéis llevar muebles, ganados y útiles. No podréis sacar oro, plata, monedas y otros tesoros de nuestros reinos.

Isaac Abravanel sintió la determinación que emanaba de las palabras del rey y pensó que la partida resultaría muy difícil. Había supuesto que sería sencillo convencer a Fernando pero se había equivocado. La inminencia de este combate de voluntades aclaró sus ideas, y los argumentos, largo tiempo meditados, volvieron a ordenarse en su cabeza.

—Don Fernando, Doña Isabel, Magníficos reyes de Aragón y de Castilla, de Granada, de Sicilia. ¡Tened piedad de mi pueblo! Mi pueblo ha vivido en estas tierras de España en paz desde hace más de mil años. Ya vivían en Toledo, en Calatayud, en Córdoba, mucho antes de la caída del Templo de Jerusalén. Según consta a nuestros sabios, vinieron antes del nacimiento de Cristo, antes que llegaran los Visigodos. No tuvieron, los judíos de Sefarad, responsabilidad en la crucifixión pues ya vivían en España en tiempos de Cristo.

—Si me permitís don Fernando y doña Isabel, Yo puedo responder por vosotros a esta afirmación —dijo el consejero Lucena.

—Podéis responder —autorizó Fernando.

—Muchos judíos vinieron junto con los moros cuando conquistaron España, y también, los judíos que vivían en estas tierras apoyaron a los infieles, les abrieron las puertas de las ciudades y lucharon contra los Reyes Cristianos. ¡La actitud de vuestro pueblo en aquellas épocas no fue propicia a la causa de La Cristiandad!

Abravanel no podía responder a este argumento porque sabía que era cierto. Los judíos de aquellos tiempos dieron la bienvenida a los moros. Los recibieron como liberadores del yugo de los reyes Visigodos que habían comenzado con persecuciones. La discusión estaba transitando por caminos que no favorecían a la causa de los judíos. Cambiaría de argumentos.

—Mi rey, mi Señora Reina, agradecidos estamos de la protección que nos brindaron siempre los reyes de Castilla y Aragón, desde el comienzo de la Reconquista, desde Alfonso El Sabio, como también lo hicieron vuestros padres, que Dios los tenga en su gloria. Por esta protección nuestro pueblo pagó los pechos para los tesoros de la corona. Siempre se pagaron puntualmente y, siempre que la corona tuvo necesidades, nuestros banqueros fueron presurosos en auxilio de los tesoros reales para financiar las expediciones y las guerras de vuestros reinos.

—Responde Santángel tu sabes de los dineros del reino —dijo Fernando.

—Lo que tu dices, Abravanel, es cierto —contestó el Tesorero—, pero debes tener en cuenta que Granada ya se ha rendido, con los tesoros y las contribuciones de Andalucía, los reinos de Castilla y Aragón no requieren de los pechos de los judíos. No son necesarios ahora.

—Si me permitís señalar, mi Rey, mi Reina —continuó Abravanel—, la industria de los judíos contribuye al engrandecimiento de España. Son afamadas las tejedurías, los trabajos con el cuero, la plata y otros metales. Las traducciones de nuestros sabios, del árabe y del hebreo, engrandecieron la lengua de Castilla. Nuestros médicos sanan a vuestros súbditos y también a príncipes y hasta reyes, nuestros mercaderes fletan naves por el mar y también por el Océano. Todo esto perderéis si el edicto de Expulsión se cumple.

—Pido permiso a vuestras majestades para responder —pidió el Cardenal Mendoza.

—Hablad Cardenal —autorizó Fernando.

—Los judíos tienen frecuente trato con los nuevos conversos a la Verdadera Fe de Cristo —dijo con voz grave, Mendoza—. Los rabinos intentan que los conversos retornen a la Ley de Moisés. También, lo que es más grave, los incitan a judaizar en secreto y así pueden seguir en los puestos y sustentar los honores que lograron los conversos, tanto en los cargos del reino como en la Iglesia, cargos que están expresamente reservados para los cristianos por las leyes del Reino. Tenemos las informaciones que nos da La Santa Inquisición. Muchos conversos judaizan en secreto. Hay que separar los judíos de los conversos a la Fe de Cristo. Esto se puede lograr únicamente con la expulsión. Ya se intentó aislar las aljamas y los barrios judíos. Se levantaron muros para evitar todo contacto entre judíos y conversos, pero fue en vano. Hemos descubierto muchos cristianos que judaizaban en secreto.

Abravanel sintió que la oposición era sólida, que los argumentos a favor de la expulsión estaban bien afirmados en la corte y que la influencia de sus partidarios era mucho mayor de la que él pensaba. Pero la separación que pedía el Cardenal Mendoza era imposible. ¿Cómo se podrían separar los lazos de sangre? ¿Cómo separar padres judíos de hijos conversos? ¿Cómo separar las familias? Sería muy difícil cambiar el parecer de los Reyes. Pasaría a los argumentos personales que, tal vez, serían los que tendrían más peso.

—Permitidme, mi Rey, mi Reina, suplicaros por nuestro pueblo. Os ruego en nombre de mis servicios personales en favor de la causa de la Reconquista, en nombre de mis desvelos por abastecer a los soldados del Reino, los soldados de Castilla y Aragón. No faltaron provisiones a los guerreros durante estos diez años de lucha desde que vosotros me llamasteis para hacerlo. El Rabino Abraham Señor y mi humilde persona nos esforzamos para que no faltaran alimentos y avíos, pólvora y munición, caballos, armas, vestidos; nuestros médicos sanaron a los heridos en las batallas; nuestras provisiones calmaron el hambre de los combatientes. ¡Nunca faltó cosa alguna en los campamentos del Reino! Todo esto fue pagado con los pechos de nuestro pueblo. ¿Es ésta la forma que agradecen mis Reyes tanto sacrificio, tanto afán?

—Reconocemos vuestras tareas al servicio del Reino —contestó Isabel—, y por ello hemos dispuesto con mi Rey, don Fernando, que vos y Abraham Señor, y también vuestras familias puedan llevar de nuestros Reinos el oro, las monedas, las joyas y los tesoros que están prohibidas a los demás judíos. Os concedemos este privilegio especial en recompensa de vuestros servicios. Además, protegeremos por Orden Real a vuestro pueblo hasta la fecha de la partida, para que nadie les haga mal, ni les dañe, ni saque provecho especial de vuestra situación.

Abravanel sintió que este último argumento había conmovido a la Reina y, tal vez, a Fernando que permanecía en silencio. Usaría su argumento final que estaba dirigido al punto más débil de Fernando: la codicia y la permanente falta de fondos del Reino. Entonces dijo:

—¡Mi Rey, tened piedad de mi pueblo, derogad el Edicto! Hemos dispuesto una cantidad de trescientos mil maravedíes de oro si dejáis sin efecto la expulsión.

Se hizo un silencio en la sala y Abravanel sintió que estaba por ganar la partida. El Rey dudaba.

La puerta del Salón de los Embajadores se abrió súbitamente y entró Torquemada vestido de negro, con un gran crucifijo de plata que brillaba en sus manos. Se detuvo un instante en la puerta y luego, cuando todas las miradas de la sala se clavaron en él, avanzó a paso rápido hasta los Reyes.

—¡Judas vendió a Cristo por treinta dineros! —gritó Torquemada blandiendo el crucifijo delante de la vista de los Reyes—. ¡Si elogiaseis este hecho de Judas, vendedle entonces por trescientos mil maravedíes! Yo por mi parte abdico de toda culpa, nada se me imputará. ¡Vosotros daréis cuenta a Dios de este contrato!

Dejó el crucifijo a los pies de los Reyes y salió de la habitación con la rapidez con que había entrado, ante el asombro de la corte. El crucifijo brillaba en el piso delante de los Soberanos.

—Abravanel, vuelve dentro de una semana y tendrás nuestra respuesta —dijo Fernando, poniendo fin a la audiencia.

Isaac Abravanel supo entonces que había perdido la partida.





Capítulo IX



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