Parte I




Capítulo XVII


Barcelona, 14 de agosto de 1492.

Las galeras estaban amarradas en el puerto de Barcelona. Habían llegado a media mañana y partirían al día siguiente, a la salida del sol. La familia de Isaac Abravanel se había reunido en el castillo de popa para un frugal almuerzo. Luego de finalizada la comida, quedaron disfrutando de la sombra de la toldilla en la calurosa tarde de verano.

El Capitán subió por la escalera que llevaba al castillo de popa donde se hallaba a Isaac Abravanel y dijo:

—Don Isaac, el Gobernador del puerto me ha encomendado deciros que desea hablar con vos a causa de unos judíos que tiene retenidos.

—Decidle que puede venir, que lo recibiré de inmediato —y luego, mirando a David, agregó—: tú, quédate, quiero que escuches lo que este hombre tiene que decir. Ya tienes edad para estar con los varones de la familia.

Las mujeres y los niños se retiraron a las cámaras para dormir la siesta y ocuparse de sus quehaceres. Los hombres permanecieron en el castillo de popa esperando el regreso del Gobernador. David estaba orgulloso de ser admitido junto a los mayores.

Al poco tiempo subió a bordo el Gobernador, seguido por dos guardias. Avanzaron a paso decidido por la cubierta de la galera hasta la toldilla de popa.

—Soy Juan Hernandez de Heredia, Gobernador del Puerto de Barcelona —se presentó el caballero—. Quiero hablar con Isaac Abravanel.

—Yo soy Isaac Abravanel. Puedes hablar en confianza delante de mi familia.

—Es un asunto delicado, señor —dijo Juan Hernandez de Heredia incómodo.

—Razón por demás para que estén presentes los miembros de mi familia.

El Gobernador dudó unos instantes, prefería una conferencia a solas con el judío, pero, en vista de que Isaac Abravanel no despedía a los suyos y que tampoco se ponía de pie, continuó:

—Unos judíos debían embarcar en nuestro puerto para dirigirse a Alger. Provienen de Calatayud. El capitán de la galera que contrataron no aceptó sus créditos y tampoco los aceptaron los mercaderes de Barcelona. No pueden regresar a Aragón, tampoco quedarse en Barcelona, el Edicto de Expulsión lo prohibe. Tampoco pueden permanecer en el puerto. De momento están acampando en el embarcadero, aquel que está mas al sur —dijo, señalando hacia un lugar no muy distante de la galera donde se veía a un grupo de personas rodeadas de bultos, arcones, y enseres domésticos.

Luego continuó:

—Esta situación no puede prolongarse… —hizo una pausa.

Isaac Abravanel lo miró fijo, las palabras del Gobernador insinuaban una amenaza, Entonces contestó:

—Y si se prolonga. ¿Qué les puede pasar?

—Pues entonces he de verme obligado a enviar a galeras a los hombres, encerrar en un convento a las mujeres y bautizar a los niños. ¡No puede haber más judíos en España!

El rostro de Abravanel se ensombreció.

—Manda que suba el mayor de los judíos. Hablaré con él y trataremos de resolver la cuestión.

Isaac Abravanel permaneció callado dando a entender que la entrevista había concluido. El Gobernador dio media vuelta y se retiró seguido de los guardias.

Los varones de la familia quedaron en la toldilla conversando sobre el incierto destino de los expulsados.

Al poco tiempo volvió a presentarse el Gobernador Juan Hernandez de Heredia acompañado por un judío.

—Isaac Abravanel, este es Iosef Cohen, de Calatayud, que es la persona de la cual os he hablado.

—Déjanos estar a solas, Gobernador.

—Aguardaré en el embarcadero —contestó Juan Hernandez de Heredia, dio media vuelta con aire marcial, descendió de la galera y esperó junto a los guardias que holgazaneaban sentados sobre toneles de aceite.

—Habla pues, Iosef Cohen —demandó Abravanel.

—Que vivas muchos años, tú y tu familia, Isaac Abravanel. Te contaré los pesares que estamos sufriendo por el Edicto de Expulsión. Nosotros somos veinte almas: un hermano y dos hermanas, todos casados y con hijos. Yo soy viudo y tengo dos hijas…

David examinó a Iosef Cohen. Era de estatura baja, tez oscura y ojos negros. Su aspecto contrastaba con los rostros claros y cabellos castaños de los Abravanel y los Córdoba. Se movía nerviosamente y hablaba rápido, en un castellano con muchas palabras catalanas que le costaba comprender.

Iosef Cohen continuaba:

—Después del infortunio de nuestra comunidad, que el Señor la asista, y que todos estos sufrimientos anuncien pronto la llegada del Mesías, vendimos nuestras propiedades a unos hidalgos de Calatayud por muy poco de lo que valían. Como no podíamos sacar oro ni monedas porque el Edicto lo prohibía, pagaron las propiedades con créditos a cobrar en Barcelona. Contratamos una galera veneciana para que nos lleve a Alger donde tenemos algunos parientes. Emprendimos la marcha con todo lo que pudimos llevar a cuestas, con mis hermanos y hermanas y sus maridos y familias. Luego de muchos días de camino llegamos a Barcelona donde nos aguardaba la nave. Cuando mostramos los créditos, el capitán dijo que eran falsos, que no podían ser cobrados, que los firmantes no tenían crédito alguno en ciudad. Hablamos con el Alcalde y nos confirmó que los compradores no tenían crédito, que debían grandes sumas al tesoro. No podíamos volver a Calatayud y hacer el reclamo, no podíamos embarcar para Alger, no sabíamos a quien acudir. Los judíos que embarcaban no pudieron llevarnos. La última esperanza se encendió en nuestros corazones cuando supimos que en estas galeras venían judíos y que entre ellos se encontraba Isaac Abravanel.

—Que vivas una larga vida, Iosef Cohen, que grandes son los infortunios de nuestro pueblo, pero en el nombre del Señor que mueve las esferas de los cielos, llevad paz a vuestra familia, que hemos colectado dineros para ayudar en estas ocasiones. En algunas galeras hay todavía espacio para vosotros. Tú y tus hijas vendrán en esta nave y los demás de tu partida irán en las otras. Salomón, encárgate de que los familiares de Iosef Cohen suban a las galeras. Iosef, preparaos para embarcar esta tarde. Zarparemos mañana por la mañana.

—Que el Dios te de salud a ti y a toda tu familia, Isaac Abravanel —dijo Iosef Cohen, arrodillándose y tratando de besar los pies de don Isaac.

Abravanel lo levantó, impidiendo esa humillación.

—Ve con Dios en paz.

 

 

 

Cuando Iosef Cohen y sus hijas subieron a la galera, el sol se ponía tiñendo la tarde del color del crepúsculo. David quedó prendado de la belleza de la que parecía mayor. Era de tez oscura y ojos negros, esbelta, su cuerpo se movía con agilidad al subir por la escala. Le recordó a Luna.







Capítulo XVIII



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