Parte I




Capítulo XXI


Mar Tirreno, 4 de setiembre de 1492.

David dormitaba recostado sobre la cubierta. La sombra de la vela lo protegía del calor de esa tarde de verano. La galera avanzaba impulsada por el viento suave del oeste navegando a una distancia de dos millas de la costa italiana. Nadie se movía a bordo. La familia descansaba y la tripulación, aletargada por el calor, buscaba cualquier lugar de sombra para tumbarse. Solo se mantenía una guardia de marineros que corregía la posición de las velas ante los frecuentes cambios del viento. David cerró los ojos. El suave balanceo de la nave le provocaba somnolencia. Cerca de él, apoyado contra la borda, Aarón Abulafia miraba pensativo el horizonte, gozando de su libertad. Isaac Abravanel había convenido con el capitán de la galera el rescate de los galeotes judíos. Consiguió liberarlos luego de abonar una generosa cantidad de maravedíes. Desde el día que fueron cortadas las cadenas de Aarón Abulafia y su padre, Aarón no se despegaba del lado de David. Había jurado estar a sus órdenes para "toda la vida".

Habían pasado pocas semanas desde la partida de Cádiz. Sin embargo, a David le parecía como si hubieran pasado muchos años. Atrás quedaba la España de la Inquisición, de las hogueras, la España intolerante; quedaba el Guadalquivir y el molino, el recuerdo de las campanas que sonaron el último día en el cementerio. En el viaje había conocido mujeres: Luna, Shoshana, Esther Franco; sentía que había cambiado, que había embarcado niño y ahora era más hombre. Tenía a Giovanni como amigo. Comprendía otras lenguas: el toscano de los marineros; el latín, que, con infinita paciencia le había enseñado a leer su primo Judah, en unos gruesos manuscritos que guardaba en su arcón. Parecía que desde el fondo del viejo cofre surgía el misterio de las lenguas, como tesoros secretos, permitiéndole entablar diálogos con escritores remotos, de otras tierras, de otras épocas. Había conocido el mar, la furia y la calma del Mediterráneo; los puertos, todos tan diferentes y sin embargo tan iguales; vio las galeras cargadas de mercancías de países lejanos, los pagos con las letras de cambio, la lealtad de los mercaderes en el negocio de especias y de sedas.

David miró a Aarón Abulafia tumbado a la sombra de la vela. ¿Cuántos conversos serían judíos en secreto? ¿Cuántos se valieron de la simulación, el disimulo, la mentira para salvar sus vidas? ¿Era lícito mentir para conservar la vida? Le habían enseñado que mentir era un pecado. Hablaría con Isaac Abravanel sobre esto. La pregunta que tantas veces había oído en boca de su padre: ¿son de los nuestros? ahora comenzó a tener sentido, sentido de pertenencia. La frase "los nuestros" era pronunciada con sigilo, —la Inquisición tenía ojos en todas partes—. ¿Habrá Inquisición en Nápoles?

Aspiró el olor del mar, amaba el olor salado del mar: sería marino. Hablaría con su padre y le pediría su permiso para servir en alguna galera como grumete, querría estar cerca de su amigo Giovanni, pero la vida ahora los separaba. Él continuaría con la flota hasta Venecia. No todos los judíos desembarcaban en Nápoles, algunos continuaban hasta otras ciudades de Italia. Ciudades de nombres fascinantes: Ferrara, Ancona, Trieste. Algún día las visitaría. ¿Cómo sería la vida en estas ciudades? ¿Habría esperanza? ¿Encontrarían la paz? ¿Comenzarían nuevamente las persecuciones?

—¡David! ¡mira David! —exclamó Giovanni—. ¡Mira cuanta belleza!

Las galeras entraban en la bahía de Nápoles. La ciudad brillaba, iluminada por el sol del atardecer.






Parte II



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