Parte II




Capítulo VII


Mar Egeo, 27 de julio de 1496.

—Mira, David, ya se ve la costa de Rodas —exclamó Giovanni—, en pocas horas desembarcaremos en la isla —y agregó—: puedes llevar el timón algún tiempo más, luego yo haré la entrada al puerto.

La silueta de la isla de Rodas se veía nítida en el horizonte donde se confundían el mar y el cielo. La nueva galera de la Casa Corradi, que David había visto construir en el Arsenal de Venecia, navegaba gallarda, impulsada por un viento franco que la conducía hacia la isla del Mediterráneo. Estaba vestido con un jubón azul y calzas rojas, como los marinos venecianos. Habían urdido con Giovanni, con el acuerdo de Lucas Corradi, hacerse pasar por cristiano, con el nombre de David Corradini. De esta manera podía aprender el arte de navegar las galeras, burlando la prohibición que La Serenísima había impuesto a los extranjeros. Cuando estaba al timón de esta gran nave, tenía una sensación diferente a la que había sentido navegando en la pequeña balandra de pesca, junto a Mitrakis. La galera respondía con retardo a los movimientos de la barra del timón. El rumbo cambiaba lentamente, con suavidad. El viento fuerte, que soplaba del través, empujaba la nave; era fácil entonces mantener la derrota hacia la isla.

"Rodas es hermosa" le había dicho Giovanni, y luego le había contado acerca de los Caballeros Hospitalarios que gobernaban la isla en nombre del Papa.

Los cruzados habían sido desalojados de Tierra Santa por el avance incontenible de los ejércitos turcos. En su retirada se habían establecido en la isla de Rodas y eran, por el momento, la avanzada de la cristiandad en oriente.

La ciudad estaba fortificada con grandes murallas que ya habían resistido a los ataques de una fuerza naval turca, algunos años atrás. Sucedió entonces que, luego de un largo sitio, los turcos fueron rechazados. Los Caballeros Cruzados esperaban, desde la fortaleza de Rodas, vencer al los infieles y reconquistar Jerusalén.

 

 

 

La galera entraba al puerto impulsada por los golpes de cincuenta remos rojos. A continuación la seguían las demás naves de la flota veneciana que habían navegado en escuadra en previsión de algún ataque turco.

Bajo la atenta mirada de Claudio Carpio, capitán de la nave, Giovanni hacía su primera entrada a un puerto al timón de la galera. David, recostado contra la borda de la toldilla de popa, contemplaba las fortificaciones de la ciudad. A estribor vio la torre de San Nicolás, que todavía conservaba en sus almenas derrumbadas, las huellas de las bombardas turcas. Vio los molinos de viento girando en el desembarcadero. Le recordaron los del puerto de Nápoles.

La galera atracó con una impecable operación ejecutada por Giovanni ante la mirada aprobadora de los maestros de la compañía.

Una muchedumbre de cargadores griegos esperaban en el muelle listos para ayudar en la descarga de las naves. Algunos chiquillos andrajosos correteaban entre las piernas de los mayores. Había un grupo de cruzados vestidos con túnicas rojas con una cruz blanca en el pecho, prenda que caracterizaba a la Orden de los Caballeros Hospitalarios. Esperaban con ansiedad a las galeras que traían provisiones y noticias para la guarnición de la isla. Más allá, separados del resto, se encontraba un grupo de judíos, de barbas tupidas, con largas túnicas y sombreros negros.

 

 

 

David descendió de la nave junto a Giovanni y el Capitán Carpio. En tierra los esperaba un caballero que los condujo al interior de la ciudad amurallada. Entraron por la puerta de Santa Catalina que estaba defendida por cuatro grandes torres. Se encaminaron por la Calle de los Caballeros, flanqueada por elegantes edificios de dos plantas, construidos en piedra. Entraron en el que quedaba al final de la calle. Esperaron en el gran salón mientras el cruzado que los había conducido hasta el albergue se dirigió al piso superior para anunciar la llegada de los visitantes.

Un caballero de porte aristocrático, ataviado con una túnica de seda azul, que tenía bordada en el pecho una pequeña cruz blanca de ocho puntas, bajó por la majestuosa escalera de piedra.

—Soy el Almirante Sforza —se presentó—, estoy al mando de las guarnición de Italia. ¡Seáis bienvenidos!

—Soy Giovanni Corradi, me acompaña el capitán Carpio que está al mando de nuestra flota y David, mi ayudante.

—Seréis mis huéspedes, podéis alojaros en nuestro modesto albergue, que es albergue para todos los peregrinos toscanos a Tierra Santa.

—Estamos agradecidos por vuestro convite —contestó Giovanni—, es bueno dormir en tierra firme luego de tantos días en el mar.

—Esta noche, el Gran Maestre de los Caballeros Hospitalarios, Pierre D’Aubuisson, ofrecerá un banquete para todos los caballeros. Tendré el honor de que seáis mis invitados.

 

 

 

El gran salón del castillo de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén resplandecía a la luz de cientos de luminarias. Las mesas estaban dispuestas en dos filas y los cruzados, ataviados con sus túnicas rojas o vestidos con los hábitos azules, de acuerdo a su rango, estaban agrupados según las lenguas de los países de origen. Eran las lenguas de Francia, Auvernia y Provenza, Aragón y Castilla, Italia, Inglaterra y Alemania. Cada lengua estaba capitaneada por un "Pilar" con un cargo de distinción, estaban alojados en un albergue especial y tenían asignado una parte de la muralla a defender. Sentado en la cabecera de la mesa de Italia estaba El Almirante Sforza, que los había recibido esa tarde. Tenía a su cargo la flota de galeras de los cruzados.

El Gran Maestre de la Orden, Pierre D’Aubuisson, presidía el banquete. Era un hombre que pasaba la cincuentena, de espléndido porte marcial. Su figura imponía respeto.

Los ayudantes de la cocina comenzaron a traer, en bandejas de plata, carnes de cordero y aves de cacería, y, en jarras de peltre, vinos rojos de la isla. La espléndida vajilla relucía a la luz de las candelas.

Al final de la comida, Pierre D’Aubuisson se puso de pie y se dirigió a la concurrencia:

—Caballeros de la Orden de los Hospitalarios, distinguidos huéspedes, estamos reunidos en este día porque se cumplen dieciséis años del milagro. En el mes de Mayo del año de Nuestro Señor de mil cuatrocientos ochenta, un ejército turco de cuarenta mil hombres desembarcó en las playas cercanas a la antigua Acrópolis poniendo sitio a la ciudad. Nuestros valientes caballeros resistieron el asalto. Los cañones del enemigo bombardearon día y noche la ciudad. Al cabo de algunas semanas las defensas todavía resistían. Entonces los infieles concentraron ocho bombardas pesadas contra el Muro de los Hebreos, que estaba defendido por los Caballeros de Italia. Luego de una semana de descargas continuas de la artillería el muro cedió y por allí penetraron miles de turcos portando sus cimitarras y la bandera de la medialuna. Los Caballeros Italianos se replegaron hacia el interior de la ciudad batiendo su retirada valientemente junto con los habitantes judíos del barrio. ¡Entonces se produjo el milagro! ¡Cuando los turcos estuvieron delante de la sinagoga, El Señor les mandó a nublar el entendimiento! ¡Cuando estaban por lograr una victoria se desconcertaron y comenzaron a retroceder en pánico! Nuestros valientes caballeros, al darse cuenta del terror de los turcos, arremetieron contra ellos haciendo una matanza. Los muertos que quedaron sobre la muralla de los judíos sumaban millares. Por la tarde el mar se cubrió con las velas de las galeras turcas que emprendían la retirada. Entonces todas las campanas de las iglesias de Rodas repicaron. En el lugar de la vieja sinagoga construimos dos iglesias que conmemoran el milagro: la Católica Romana de Nuestra Señora del Milagro y la Iglesia Griega de San Pantaleón. Oremos ante Nuestro Señor Jesú Cristo al rememorar el prodigio de Dios.

Los Caballeros se pusieron de rodillas y comenzaron a rezar. David también se arrodilló.

 

 

 

Desde la Colina de La Acrópolis podía ver toda la ciudad de Rodas. Soplaba una brisa fresca del mar, pero el sol de la mañana de verano presagiaba un día caluroso. David se apoyó contra el mármol frío de una columna del antiguo templo griego. Una de las que todavía permanecía en pie. Restos de ruinas caídas asomaban entre la densa maleza. Sintió en sus manos el áspero contacto de la piedra gastada por los siglos. ¿Cuántos años tendría el templo? ¿Qué dioses se habían adorado bajo sus techos ahora derruidos? Dioses paganos, dioses representados por estatuas, dioses condenados en la Torah; antiguos dioses a los que ya no se les rendía culto. ¿Se habría construido en vida de Platón o de Aristóteles? ¿Sería más antiguo tal vez?

La voz del Almirante Sforza resonó entre las piedras:

—Aquí arriba estaba el puesto de observación del ejército turco, y allí abajo, las tiendas del campo enemigo. Era tan extenso que llegaba desde el pie de esta colina hasta el Puerto del Mandraki.

—¿Y las galeras turcas donde se encontraban? preguntó Giovanni.

—Estaban varadas a lo largo de la playa, desde aquel promontorio hasta el puerto, cerca de la ciudad —contestó El Almirante—. Cerraban la boca del Puerto del Mandraki y del Puerto del Comercio. Nuestra flota no podía salir. Sólo una barca pequeña, en alguna noche oscura y tormentosa conseguía burlar el asedio y traer o llevar noticias a los cristianos de las otras islas.

—Mientras duró el sitio, ¿cómo hacía la población para alimentarse? —preguntó David mirando hacia las altas murallas de la ciudad, que, desde la distancia, parecían invencibles.

—Teníamos en los sótanos del castillo, y en verdad siempre tenemos —aclaró el Almirante Sforza—, porque un ataque turco puede suceder en cualquier momento, grandes provisiones de trigo, carnes saladas, harina, agua en las cisternas y vinos en las bodegas. Hay vituallas para resistir un asedio de un año. En los arsenales guardamos pólvora, armas y municiones para pertrechar varios ejércitos.

¿Por donde penetraron los turcos? ¿qué parte de las murallas derribaron?

—Aquellos pequeños montes de roca y arena que pueden ver a lo lejos, frente a las murallas, marcan los emplazamientos de las bombardas turcas —dijo El Almirante—. Las defensas que miran hacia el puerto y hacia esta colina son las más fuertes. Los cañones turcos no pudieron derribarlas. Fue del otro lado, del lado del barrio hebreo, por donde los turcos abatieron el muro y penetraron en la ciudad. Era la parte más débil de las murallas la que defendíamos nosotros, los italianos. Pero ahora hicimos construir otras fortificaciones. Podéis ver la nueva Torre de Italia, si distinguís bien veréis flamear allí nuestros estandartes.

David vio a lo lejos las banderas y la torre, levantó la mirada y, más allá del mar, divisó las costas del continente. Entre las nubes emergían las colinas de Asia, lejana y misteriosa, tierra donde señoreaban los turcos, tierra donde estaba Jerusalén.

—Bajaremos hacia la ciudad por la costa y les mostraré los restos de los campamentos. Todavía se distinguen sus calles, los lugares donde levantaban las tiendas de campaña y los sitios donde tenían emplazada su artillería.

Giovanni y el Almirante iniciaron el descenso; David se aproximó al borde del acantilado y gritó:

—¡Seguid! ¡Yo permaneceré acá un tiempo más observando las ruinas del templo. Luego me reuniré con vosotros!

Contempló el hermoso panorama. En la distancia, el azul oscuro del mar se enlazaba con el cielo claro, trasparente. La ciudad amurallada se veía diáfana allá abajo. Podía distinguir, iluminadas por la luz extraña de las islas, luz como la de Corfú, las pequeñas figuras humanas que se afanaban en sus diarios quehaceres. Mujeres vestidas de negro traían agua en cántaros desde una fuente que estaba oculta por un muro. Un carro cargado de sandías entraba por la puerta de San Juan, defendida por dos torres almenadas.

Caminó entre las ruinas. Junto a una columna truncada, que aún permanecía de pie, encontró una cesta con frutas maduras y flores recién cortadas. ¿Sería una ofrenda? ¿Ofrenda al Viejo Dios pagano traída por algún pastor o alguna campesina? ¿Sería señal de que el antiguo culto todavía permanecía vivo?

Miró a Giovanni que descendía por la colina junto al Almirante. Ellos adoraban a Cristo, El Mesías, Hijo de Dios, hijo del mismo Dios de Israel. A lo lejos vio la costa del Asia, donde señoreaban los ismaelitas, que reverenciaban al profeta Mahoma, profeta del mismo Dios. David creía en la Ley de Moisés, pero vivía con otros hombres que profesaban distinta fe y para aprender el arte de la navegación simulaba ser cristiano. ¿Quién estaría en lo cierto? Si la Ley de Israel era verdadera, entonces ¿eran falsas las creencias de Giovanni, del Almirante Sforza, de Pierre D’Aubuisson? ¿Por qué se hacía estas preguntas? Giovanni estaba seguro de su fe, no dudaba. El humilde pastor que había hecho ofrendas a un dios pagano tampoco se cuestionaba su fe: con sencillez ofrendaba al dios en quien creía.

El sol estaba alto en el cielo. Se puso de pie y comenzó el descenso hacia el mar; caminó por la playa solitaria hacia la ciudad. Hacía calor. Sintió la tentación de nadar en el mar trasparente. Se desvistió y se arrojó al agua. Estuvo algún tiempo nadando. Luego salió, se secó al sol del mediodía, se puso sus ropas y reanudó el camino. Cruzó los prados en donde habían acampado los ejércitos turcos durante el sitio del año mil cuatrocientos ochenta. Rodeó las altas murallas hasta el puerto de pescadores del Mandraki. Estaba desierto. Las barcas habían salido y no regresarían hasta poco antes de la puesta de sol. Continuó su camino por los embarcaderos que conducían hasta el Puerto del Comercio. Allí la actividad era intensa. Varias de las galeras venecianas estaban siendo descargadas. El ir y venir de los estibadores griegos era incesante. Los mercaderes ofrecían a los marinos gran variedad de frutos de las fincas de la isla. Había tiestos y canastas de mimbre abarrotados de pepinos, tomates, sandías, melones y pan fresco. Había cántaros con aceite de oliva y odres con el vino áspero de Rodas.

David compró a una campesina dos hogazas de pan negro y pepinos en agua salada. Caminó por el desembarcadero de los molinos en dirección a la torre de San Nicolás que se erguía imponente hacia el lado del mar. Se sentó bajo la angosta sombra de la torre y comió con voracidad. El sol caía vertical, implacable. Miró hacia el puerto. La actividad disminuía. Los cargadores se encaminaban a los depósitos con sus carros repletos de mercancías. Todos buscaban refugiarse del sol ardiente. Tenían prisa por llegar a sus casas, tomar un frugal almuerzo y dormir durante las horas de más calor. La ardua jornada había terminado. Los muelles quedaron desiertos. Miró las grandes murallas de Rodas y pensó en el ataque turco. ¿Cómo habrían podido derribarlas? Se puso de pie y se encaminó hacia la ciudad.

Continuó su marcha bordeando los altos muros construidos a lo largo del embarcadero del Puerto del Comercio. Los últimos mercaderes griegos entraban a la ciudad por la puerta de Santa Catalina. David pasó de largo y siguió hacia el final, donde estaba, defendida por una pequeña torre, la Puerta de los Molinos. Caminó, alejándose del mar, junto a los muros de la fortificación, por un foso seco, que podía ser llenado de agua en caso de un ataque enemigo. Más allá estaba la Torre de Italia que había visto desde la colina. La pared todavía mostraba las huellas de los impactos de las bombardas. Vio un trozo que parecía recién construido, tal vez el lugar por donde habían entrado los turcos.

A la izquierda del foso había un cementerio. Era un cementerio judío. Las sepulturas estaban cubiertas con lápidas de piedra gris. David recordó el cementerio de Córdoba, el repique de las campanas en los días previos a la expulsión. Todos los cementerios judíos se parecían, aunque estuvieran en ciudades tan alejadas como Génova, Nápoles o Rodas. La muerte igualaba a todos. Igualaba a todos los muertos judíos mientras esperaban el día de la resurrección.

Un hombre, de pie, vestido con una túnica negra, rezaba absorto junto a una tumba que todavía no tenía lápida. Su rostro estaba enmarcado por una cuidada barba y aparentaba unos treinta años. Cuando terminó su rezo se dirigió, con la cabeza gacha, hacia el sendero que bordaba la muralla. Al levantar la mirada vio a David y tuvo un sobresalto. Sintió miedo. Con un ademán de disculpas, le cedió el paso.

—Shalóm, la paz sea contigo —dijo en voz baja David.

El hombre tuvo un sobresalto.

—Tú hablas la lengua —dijo el judío, sorprendido y a la vez asustado porque un joven marinero veneciano, vestido de finos paños de color azul y rojo, le hablara en hebreo.

—Soy judío —confesó David—, provengo de Sefarad, de donde fuimos expulsados. Me llamo David de Córdova y estoy aprendiendo el arte de navegar en la flota de Venecia, luego trabajaré en los negocios de mi familia, la familia Abravanel.

—Soy Natán ben Iosef —dijo el judío—, soy médico de la comunidad. El nombre de tu familia, que Dios los proteja, son conocidos en Rodas. Es un honor para nosotros que estéis en nuestra ciudad, David.

—El gusto es mío, Natán, hace muchos meses que no hablo con un judío, para aprender a navegar galeras debo simular ser cristiano.

—Hoy es viernes, David. Cenaremos con toda mi familia cuando se ponga el sol. Sería un orgullo que me acompañes esta noche en mi humilde casa.

—Es peligroso para mi descubrirme como judío —replicó David—. Los capitanes venecianos no conocen mi origen. Está prohibido tener marineros extranjeros en la flota veneciana. El único que conoce el secreto es mi amigo Giovanni Corradi.

—Puedes venir con tu amigo Giovanni, guardaré el secreto. No te descubriremos.

Caminaron en dirección al mar hasta la Puerta de los Molinos y por ella entraron en la ciudad, al barrio judío. Recorrieron calles estrechas, con edificaciones de piedra a ambos lados, sostenidas por arcos que cruzaban las calles. David vio que las construcciones de ese barrio de Rodas eran similares a las de Córdoba, Génova, Venecia; aunque estaban construidas como las otras casas de la ciudad, todos los barrios judíos tenían un carácter —no podía expresarlo como cierto— que los distinguía, que los igualaba.

Llegaron a una vieja puerta de madera ante la cual Natán ben Isaac se detuvo.

del Shabat. Ven cuando salga la primera estrella. Conocerás a mi familia. Ven con tu amigo Giovanni.

—Aquí estaré —respondió David.

La puerta se cerró detrás de Natán pero David pudo ver, durante un momento, el pequeño patio cuadrado, colmado de plantas y tiestos con flores.

Caminó por las calles desiertas siguiendo el contorno de la muralla hasta el albergue de los Italianos. No pudo borrar de su mente durante toda la tarde la expresión de temor que había visto en la mirada de Natán cuando lo había confundido por un marinero cristiano.

 

 

 

Natán cerró tras de sí la vieja puerta de madera de su casa, permaneció algunos instantes con la espalda apoyada contra las gastadas tablas y pensó en el encuentro que había tenido con David de Córdova. Ese encuentro, en un día de duelo —hacía un mes que había muerto Iosef, su amado padre— tal vez fuera un presagio de buena suerte, pues la familia Abravanel era bien conocida en Rodas; era una buena familia, la más prestigiosa de Sefarad.

Atravesó el pequeño patio que olía a jazmín y entró en la cocina. Encontró, como todos los viernes, que su esposa Rebeca ya tenía preparado el baño de agua caliente en una tina de madera de cedro, dispuesta en el centro de la estancia.

—¡Así vivas tú, Natán! —exclamó Rebeca—. ¡Tienes el rostro demudado!

—Vengo del cementerio, mujer. Dije la oración para mi padre. ¡Que El Señor lo tenga en su libro!

—Y se te apareció el espíritu del difunto.

—Se me apareció un joven veneciano vestido de azul y rojo. Me dio un gran susto. Pensé que sus intenciones serían aviesas. Pero resultó ser marino de la Casa Corradi. Entablamos conversación porque entiende algunas palabras de griego. Lo invité a la cena del Sábado. Vendrá cuando se ponga el sol.

Rebeca palideció. Hacía muchos años que no recibía a un cristiano en su casa. Se mordió los labios para no contradecir a su marido. Lo miró un instante con mudo reproche y luego dijo:

—Ven, siéntate. Te ayudaré con la túnica. El baño ya está listo. El agua es tibia. Si esperas mucho tiempo se enfriará.

Natán se sumergió. Sintió que el calorcillo del baño ablandaba su espalda rígida. Se recostó contra la madera gastada de la tina y entonces descansó.

Rebeca se acercó al hogar que estaba contra la pared opuesta a la puerta, donde se cocía lentamente la cena del Sábado. En una sartén se freían los lenguados que había comprado Yusuf, su hijo mayor, a los pescadores del puerto del Mandraki. Los serviría esta vez con salsa de tomates sazonada con especias de oriente. En una olla hervían pepinos rellenos con arroz y carne picada y en el horno se calentaban, a fuego lento, las pequeños pastelitos de berenjenas y de carne con aceitunas. Debían permanecer calientes hasta la comida del mediodía del Sábado, cuando los hombres volvieran de la sinagoga. El fuego se mantendría encendido y las brazas se consumirían poco a poco, conservando el calor toda la noche. No estaba permitido encender fuego durante el Shabat.

Natán, sentado en la tina, de espaldas al hogar, escuchaba los sonidos bruscos de las ollas y sartenes que zarandeaba con enfado su esposa. Al rato los ruidos se hicieron mas suaves. Rebeca ya no aporreaba las tapas y las cucharas, luego, con voz queda, comenzó a entonar una canción:

—Si la mar fuera de leche
los barquitos de canela…

Natán supo que a su esposa se le había pasado el enojo.

 

 

 

Rebeca se ocupaba, junto con su hija Shulamit, de disponer la mesa en el centro del patio, debajo del naranjo. Era una cena diferente porque vendría un extranjero, y cristiano además. Colocaron un mantel blanco, luego los platos, cuchillos, y las jarras donde se serviría el vino y el agua. Cubrieron con una servilleta blanca, de seda, con profusos bordados, el pan que habían amasado por la mañana.

Escucharon la voz del bedel de la sinagoga que anunciaba la inminente llegada del Shabat mientras se acercaba por la calle gritando en repetido pregón:

—¡Encendiendo que ya es tarde! ¡Encendiendo que ya es tarde!

Shulamit se apresuró a encender las dos candelas, una en cada extremo de la mesa y luego bajó, mediante una roldana, la gran lámpara de aceite que servía para iluminar el patio. Lo hizo con el orgullo de sus doce años. Era la joven mayor de la familia y encender la lámpara era su obligación, como antes había sido la obligación de su madre.

La luz rojiza del atardecer palidecía. El patio quedaba en sombras. El aroma de los jazmines impregnaba el aire del crepúsculo y la luz de las candelas comenzaba a imponerse proyectando extrañas sombras oscilantes contra las paredes blanqueadas.

Se abrió la puerta de calle y entró Raquel, la hermana menor de Rebeca, y sus pequeñas hijas.

¡Shabat Shalóm! —Exclamó Raquel—, que la paz del Sábado sea con vosotros.

Las mujeres intercambiaron saludos y comentarios acerca de los sucedidos de la semana. Luego prepararon las fuentes con los lenguados, las adornaron con rodajas de limón, cebolla y tomates. Cuando todo estuvo pronto se sentaron a esperar el regreso de los hombres de la sinagoga. Entonces Rebeca le contó a su hermana que vendría un forastero cristiano para la cena.

 

 

 

David golpeó la vieja puerta de la casa de Natán y esperó. Hasta el momento, la trama urdida estaba resultando. Había salido con Giovanni del Albergue de los Italianos al atardecer. Se encaminaron hacia la taberna del puerto, de la que se decía que en ella trabajaban las mujeres más bonitas del Mediterráneo. Simularían pasar la velada bebiendo con algunas rameras, y, al poco tiempo, David saldría hacia el embarcadero con la excusa de tener un leve malestar y se dirigiría a la casa de Natán para la cena. Luego, David retornaría a la taberna a buscar a Giovanni y regresarían juntos al albergue. Ninguno de los marinos de las galeras debía saber que David iría a una comida en la casa de un judío. Si alguien lo denunciaba a la Inquisición correría un grave peligro.

—¡Así vivas tú, David! ¡Tu llegada alegra mi corazón! —exclamó Natán mientras lo acompañaba hasta el patio—. Pasa que te estamos esperando. Las mujeres están impacientes por conocerte.

—Aguarda —dijo David, y le contó, mientras permanecía de pie ante el portal, la astucia que habían ideado con Giovanni para ocultar su visita, y agregó que debía regresar a la taberna antes que cerraran las puertas de la ciudad.

David contempló el pequeño patio lleno de flores, donde el penetrante aroma de los jazmines le hizo recordar la fragancia perdida del jardín de su casa de Córdoba.

La mesa estaba pronta y los familiares de Natán esperaban de pie en el patio. Comenzaron las presentaciones.

—Este es el marino de la casa Corradi, David Corradini —dijo Natán, y luego nombró a los componentes de su familia en riguroso orden. Primero los varones de acuerdo a su edad y luego las mujeres comenzando por Rebeca, su esposa.

Rebeca saludó a David con una pequeña reverencia, como acostumbraban las mujeres, y esbozó una sonrisa forzada para complacer a su marido.

David admiró la rara belleza del rostro serio de la mujer, la nariz recta, los ojos verdes, el cabello claro. Estaba ataviada con un hermoso vestido de seda, que ella misma había bordado para usar en la cena de Shabat. Calculó su edad: estaría cerca de cumplir los treinta años pero parecía más joven.

Natán sirvió la copa de plata que reservaba para las grandes ocasiones. Dijo la bendición del vino y luego bebió un pequeño sorbo. A continuación pasó la copa a todos los presentes que bebieron en el mismo orden con que había hecho las presentaciones: primero los varones de acuerdo a su edad y luego las mujeres. Sirvió después el vino en jarros de arcilla cocida, adornados con flores azules, y repartió el pan que Rebeca había cubierto con un paño de seda. David se sentó en el lugar de honor, a la derecha de Natán, quien ocupaba una de las cabeceras, a su izquierda estaba Yusuf, en la otra cabecera, cerca de la entrada de la cocina estaba sentada Rebeca.

Comieron el pescado, acompañado con la salsa de tomates y cebolla, en tenso silencio. David apreció la comida, era la primera ocasión de probar un bocado sabroso, hecho por manos de mujer, luego de tantos días en las galeras alimentándose de carnes saladas y galleta. Además, había sido preparada de acuerdo al ritual judío. Mientras percibía la mirada hostil de la dueña de casa, saboreaba el pescado, que estaba delicioso, sabiendo que las mujeres judías se sentían orgullosas de su cocina. Demostrar apetito era una forma de halagarla.

Rebeca lo observaba comer y en su interior la hostilidad desaparecía. El joven marino no se comportaba como el extranjero altanero que ella había imaginado, hasta en la forma de comer percibía maneras familiares.

Yusuf miró a su padre interrogativamente como pidiéndole permiso para hablar. Natán hizo una seña afirmativa con la cabeza que David comprendió de inmediato. Era como el permiso que había solicitado a Salomón de Córdova tantas veces en las cenas de su casa de Sefarad.

—¿De qué ciudad de Italia vienes, David —dijo Yusuf rompiendo el pesado silencio.

—Vengo de Florencia —respondió David sin titubear pues ya tenía preparada una respuesta para esta pregunta. Luego agregó—: los Corradini somos una rama pequeña de los Corradi de Venecia. Estoy aprendiendo navegación con mi primo Giovanni Corradi en su flota de galeras.

—¿Hay judíos en Florencia? —continuó Yusuf.

—Hay un barrio con muchos judíos en Florencia. También en Venecia los judíos vivían en una isla llamada La Giudeca, y ahora están poblando un distrito nuevo que se llama Ghetto, cerca de la fundición de cañones —aclaró David.

—En Florencia hay un judío muy rico y muy sabio que se llama Elías Delmédigo. ¿Lo conoces, David? —interrogó Natán.

—Con Elías Delmédigo, que dios lo guarde, y con Pico de la Mirándola aprendí el poco griego que hablo —aclaró—: el griego clásico de Platón. Con el pescador Mitrakis, en la isla de Corfú, conocí un poco del idioma del pueblo. Debéis perdonarme por lo pobre de mi lenguaje.

Las disculpas de David enternecieron a Rebeca. No era el cristiano orgulloso que había imaginado. También conocía a Elías Delmédigo, que, hacía algunos años, había cenado una tarde de sábado en ese mismo patio.

—Hablas bien el griego, David. Acá todos te comprendemos —acotó Natán, y agregó—: Cuéntanos cómo es Florencia.

Y David contó como era Florencia, contó como había nadado en el Arno, contó acerca de la plaza de La Signoría, de la majestuosa catedral de Santa María del Fiore y de las largas discusiones sobre la academia platónica con Elías Delmédigo y Pico de la Mirándola. Habló de los canales de Venecia y de las góndolas, habló del Palacio Corradi y de los judíos que había conocido en Venecia y en Corfú. Y sintió que la hostilidad de la mujer disminuía a medida que avanzaba su charla. Los niños y jóvenes escuchaban absortos y cuando concluyó, supo que se había ganado el respeto de la familia de Natán y el afecto de Rebeca.

 

 

 

La débil luz de las estrellas rivalizaba con el tenue resplandor de los faroles de aceite que iluminaban las desiertas calles de Rodas. El aire cálido de la noche tenía cierta densidad. David apresuró su paso. Debía llegar cuanto antes. Antes de que cerraran la puerta de Santa Catalina.

Entró en la taberna. A pesar de lo avanzado de la hora, algunos cruzados bebían somnolientos rodeados de prostitutas aburridas.

—¿Dónde se encuentra mi amigo Giovanni? —preguntó David al mesonero, un griego de cabellos negros y amplio bigote.

—Tu compadre veneciano está arriba —replicó el griego con una sonrisa, mientras señalaba hacia una estrecha escalera que llevaba a los cuartos de la taberna. Luego agregó—: ¿Estáis ya aliviado de vuestro mal?

—Me recosté en el embarcadero, detrás de los molinos y quedé dormido —mintió David—, pero ahora estoy repuesto. ¡Sírveme un vaso de vino! El vino terminará de curarme.

El tabernero rió de buena gana y llevó la bebida hasta una mesa.

David se sentó a esperar a Giovanni en un banco de madera. Bebió un trago. Era áspero y fuerte. Apoyó la espalda contra la pared rugosa de la taberna, estiró las piernas y entrecerró los ojos. Pensó en la reunión con la familia de Natán y en la exquisita comida que había preparado Rebeca. Comenzó a idealizar a esta familia. Pensó en cómo las familias judías se parecían. Aunque estuvieran alejadas, aunque moraran en Córdoba o en Rodas. También se parecían los barrios judíos, los cementerios judíos, las costumbres judías. Aunque las familias vivieran en ciudades distintas, a la orilla de un río o al borde del mar, aunque hablaran en idiomas diferentes, había algo que las igualaba y que él no podía definir.

Una voz ronca, que hablaba en perfecto castellano, interrumpió los pensamientos de David.

—¡Debemos actuar, esto no puede quedar así!

David entreabrió los ojos y miró hacia el lugar desde donde provenía la voz. Vio un caballero cruzado, de barba recortada en punta, hablando a otros caballeros más jóvenes, que escuchaban con atención. Las prostitutas, sentadas a una mesa que estaba cerca de la escalera, bostezaban.

David volvió a cerrar los párpados y comenzó a prestar oídos al discurso de la mesa de los españoles.

—¡Esto no debe quedar así! ¡Hay que convencer a Pierre D’Aubuisson! ¡No es posible que en una isla cristiana habiten judíos! Tienen que hacer como en Castilla y Aragón. Hay que convertir a los judíos a la verdadera fe de Cristo. Los que no quieran hacerlo deben ser expulsados. Como lo hicieron en España nuestros reyes, Fernando e Isabel. ¡Que Dios los bendiga!

David escuchó murmullos de aprobación en la mesa vecina. Abrió los ojos. Ahora estaba despierto. También en Rodas los españoles conjuraban contra los judíos.

—¡David, quieres subir! —gritó Giovanni asomado desde lo alto del descanso de la escalera. Tenía su camisa entreabierta y el pelo desordenado—. ¡Mira a la hermosa Elena! —exclamó, mientras arrastraba hacia la luz de una pálida lámpara de aceite, a una bella joven, vestida con una camisa de lino trasparente, que apenas ocultaba sus espléndidos pechos de negros pezones.

El español de la barba en punta interrumpió su discurso, movió la cabeza y miró a Elena con un gesto que David no pudo precisar si se trataba de deseo o desprecio. Tal vez fuera las dos cosas.

—No Giovanni, Ahora no, vendré por Elena alguna otra noche. Es tarde, vístete y regresemos al albergue.

David gritó esta frase en el mejor toscano que pudo articular, tratando de que no se notara su acento español.

—Ya estaré contigo —dijo Giovanni desde lo alto, atrajo a Elena hacia sí y le dio un largo beso. Luego la tomó del brazo y la introdujo nuevamente en la oscuridad del piso superior.

—¡Italianos! —dijo con su voz fuerte el caballero de la barba en punta en tonillo de encono que David, por prudencia, ignoró.

 

 

 

El sábado amaneció soleado. David salió temprano del Albergue de los Italianos. Giovanni todavía dormía. Compró en el mercado del puerto una hogaza de pan y trozos de pescado conservados con sal. Caminó a lo largo de la costa hasta Petaloudes, el Valle de las Mariposas. Subió por la ribera del pequeño riacho y se detuvo a merendar junto a la orilla de un remanso donde las aguas formaban una pequeña laguna. Comió el pan y el pescado frío. Bebió el agua fresca de la vertiente. Estaba maravillado por el enjambre de mariposas multicolores que revoloteaba sobre su cabeza centelleando a la luz del sol que se filtraba entre las hojas de los árboles.

El domingo visitó junto con Giovanni —para no despertar sospechas— la tejeduría de seda que poseía la familia de Natán. Había hermosos paños bordados que podría vender en Venecia y David pensó que servirían también para mercar a los países del norte a través de la Compañía de su familia. Acordaron entonces con Natán iniciar tratos mercantiles.

A la mañana del día siguiente las galeras levantaron anclas cuando asomaba el sol. Habían estado en la isla de Rodas algo menos de una semana pero a David le pareció que había transcurrido mucho más tiempo.

 

 

 

Podemos entonces ver a la flota veneciana, con sus velas blancas desplegadas, saliendo del puerto del Comercio. Giovanni lleva la barra del timón de la nave de la Casa Corradi. A su lado, de pie sobre la toldilla de popa, David mira hacia atrás mientras la galera se aleja de la "Isla de las Rosas" impulsada por un viento fuerte y cálido que sopla desde África. Ve el cielo y el mar azul, ve las murallas de Rodas, ve la torre de San Nicolás y, sobre el muelle del Mandraki, los molinos de viento. Ve el monte del Acrópolis donde distingue las columnas del antiguo templo recortadas contra el cielo. Recuerda el cementerio y la casa de Natán ben Isaac y a la triste mirada de Rebeca cuando supo que partiría al día siguiente. Recuerda los frutos que mercaban los comerciantes griegos del puerto. Recuerda las calles estrechas, las casas de piedra, las fuentes de agua y los patios con dibujos hechos con guijarros. Y piensa en volver, piensa que algún día regresará. Como pensaron también mis abuelos el día que partieron de esa isla a bordo de un vapor que los trajo hasta América. Creían que los aguardaba un porvenir venturoso, tendrían trabajo, ahorrarían dinero y luego podrían retornar. Pero mis abuelos, que dejaron esa isla encantada un día azul, jamás la volvieron a ver.






Capítulo VIII



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