Parte II




Capítulo IX


Nápoles, 30 de octubre de 1500.

Las galeras partieron del puerto de Nápoles impulsadas por el viento frío del norte que anticipaba la llegada del invierno. David, de pie sobre el desembarcadero, vio con nostalgia las naves que salían al mar. Una ráfaga fresca le azotó el rostro. Echaba de menos sus viajes, los días pasados en el mar en compañía de Giovanni. Se sentía intranquilo en tierra y se aburría en la quietud de Nápoles. No le gustaba el trabajo en los depósitos. Por la mañana había terminado de disponer el cargamento en las bodegas de las naves y examinado la mercancía que llevarían a Venecia. Era la última flota que saldría antes de la llegada del invierno. Los viajes se interrumpían entonces durante la estación de las tormentas y se reanudaban con la llegada de la primavera. Podría haber peligro: las galeras debían navegar por estrecho de Otranto donde los turcos habían ocupado las islas venecianas de Corfú y Cefalonia. David recordaba Corfú; allí había aprendido, en la barca del griego Mitrakis, las artes de navegar; recordaba que, por las noches, desde la pequeña casa de la colina, veía los fuegos de los campamentos turcos al otro lado del canal. Se estaba combatiendo ahora en esas islas. El rey Fernando de Aragón había enviado un ejército al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba en ayuda de los venecianos y todavía continuaba la lucha. En la corte se decía que el rey Fadrique de Nápoles estaba en tratos con el sultán turco y con ello ponía en peligro a la cristiandad. Isaac Abravanel, que tenía amistades en la corte de Fadrique y que además había hecho tratos con los barones y nobles del reino, pensaba que habría problemas. Tanto el nuevo rey de Francia, Luis, y Fernando de Aragón, pretendían el trono, y el Rey de Nápoles era un gobernante débil…

—Volvamos a las barracas —dijo Aarón Abulafia interrumpiendo los pensamientos de David—. Debemos completar los libros de embarque. Nos espera todavía mucho trabajo.

David miró a su amigo. Recordó la primera vez que lo había visto encadenado en la galera junto a su padre, recordó como había hablado con Isaac Abravanel para que los rescatara, aunque eran conversos. Finalmente, ya en Nápoles, Aarón Abulafia y su padre habían vuelto a la religión de sus ancestros. Ahora trabajaban para la Compañía.

Subieron por las estrechas y empinadas callejuelas hasta los almacenes para terminar con el trabajo de la jornada.

 

 

 

Por la tarde, Shoshana había despedido con una sonrisa a David y lo había acompañado hasta la puerta de la casa. Siempre lo hacía así, desde el primer día de casados. Aunque había transcurrido poco más de un año de la boda, a David le parecía que ya había pasado mucho más tiempo.

El viento del norte había cesado. David, junto con Judah Abravanel subió por las tortuosas calles de Nápoles, que el sol de la tarde calentaba. La cita era en la imprenta de Soncino. Los encuentros tenían lugar una vez cada semana. Soncino había emprendido la traducción a la lengua romance de Castilla de la Guía de Perplejos de Moché ben Maimón. Había algunos pasajes de los originales en hebreo y en árabe cuyo significado quería aclarar.

Caminaron a lo largo del muro, entraron en la imprenta donde los envolvió el olor de la tinta. Pasaron al gran patio del fondo donde ya esperaban, sentados en pequeños taburetes, bajo una frondosa higuera, Isaac Abravanel, Soncino y Moisés Alhadeff. Sobre una mesa baja había dispuestos vasos de limonada y una fuente de dátiles, pasas de uva y nueces.

David estaba orgulloso de ser admitido, a pesar de su juventud, en estas reuniones de los hombres más sabios de Sefarad. Isaac Abravanel era quién insistía en que él estuviera presente, tal vez por sus conocimientos del griego, pero también Judah Abravanel sabía ese idioma. Lo importante era que David escuchaba las discusiones que se producían en el patio de la imprenta, pero rara vez intervenía.

Cuando todos se acomodaron alrededor de la pequeña mesa, Soncino planteó el problema que lo preocupaba:

—Según dice Maimónides, el verdadero y único profeta es Moisés, es él quién recibió la revelación de Las Leyes directamente de Dios en el Monte Sinaí. El resto de las profecías es obra de los hombres. Dice, además, que para ser un profeta hay que prepararse con el estudio de La Ley y también en la ciencia, la ciencia de Aristóteles, la ciencia de los griegos, y entonces, a un hombre que está así preparado, Dios lo bendice y, tal vez, le da el poder de la profecía.

—Todo lo que hacen los hombres es obra del Señor —replicó con disgusto, en tono apasionado, Isaac Abravanel—. El Señor pone las palabras en la boca de los profetas que son sus hijos preferidos.

—Pero Maimónides, en la Guía de Perplejos, dice que los profetas, en sus relatos, hablan con alegorías —replicó Soncino—, son obras de los sueños y del pensamiento humanos. Son obra de los hombres.

—A los hombres le cabe el amor a Dios, porque Dios es amor a los hombres y a su pueblo, Israel —intervino Judah—. La unión del Creador y lo creado a través del cumplimiento de La Ley hacen que El Creador ame a sus criaturas y entonces ese amor se derrama sobre el pueblo. Ese amor fluye al pueblo en boca de los profetas y es la palabra del Señor que habla por sus bocas.

—Los sufrimientos de nuestro pueblo nos hacen creer que los días del Mesías están cerca —dijo Isaac Abravanel—. ¡Pronto llegará! Como dice en el Libro de Daniel: "los judíos dispersos volverán a la tierra de Israel y El Mesías reinará sobre la humanidad".

David contempló a su tío: los años le pesaban en el rostro, como si marcaran el sufrimiento del pueblo en el exilio. Una nube oscureció el poniente sol de otoño.

En ese momento entró Salomón de Córdova diciendo:

—Llegaron noticias de España, y temo que no son buenas nuevas para los nuestros.

—¡Habla de una vez, en el Nombre de Dios, Salomón! —urgió Isaac Abravanel.

—Las nuevas provienen de Granada. El rey Fernando firmó un acuerdo con el rey de Francia en el que se reparten el Reino de Nápoles.

—¡Eso no es posible! —exclamó Judah.

—Las noticias las han dado algunos de los nuestros de España y podemos confiar en ellos: es un mensaje de Meir Melamed…

—¿Qué pasará con el rey Fadrique? —interrumpió David.

—En la corte de Nápoles todavía no se conoce este tratado. Habrá problemas para los nuestros —dijo con tristeza Isaac Abravanel.

Una nube negra, del norte, oscureció el resplandor del sol que se ponía, cubriendo con una ráfaga de aire helado el patio de la higuera.






Capítulo X



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