Capítulo XII
Corfú, 20 de noviembre de 1502.
David de Córdova gobernaba con cuidado la barca de pesca que salía del puerto. Oscuros nubarrones manchaban el cielo, arrastrados por el frío viento del norte, mientras las fuertes ráfagas levantaban olas de espuma blanca que le traían el recuerdo de las ovejas pastando en los prados azules del Guadalquivir. Puso proa al sur. A unas dos horas de viaje llegaría a una pequeña isla desierta donde había una caleta que estaba al abrigo de los vientos y formaba un puerto natural.
Divisó la isla antes de lo que había pensado. El viento soplaba fuerte por la popa, inflaba la vela blanca y empujaba la pequeña nave a mucha velocidad; tenía que asir la barra del timón con todas sus fuerzas para compensar el movimiento de la barca que remontaba trabajosamente las olas y, luego de estar un instante sobre la cresta, iniciaba un descenso veloz, cortando el mar.
Viró para dar un rodeo en torno a la isla y luego acercarse desde el sur. Navegó en bordadas contra el viento, hasta que quedó al reparo de la costa rocosa. Entró en la caleta de aguas calmas, varó la barca en la pequeña playa de arena blanca y aseguró el cabo de la amarra a uno de los pocos pinos que crecían próximos a la orilla. Llevó a tierra las provisiones que había traído: pescados y carne salada, pan negro, una bolsa de manzanas y los infaltables bollos de acelga.
Quería estar solo durante algún tiempo. No deseaba ver a nadie y no se explicaba la causa de este deseo. Tal vez fuera por que había escuchado hablar nuevamente griego el día que la flota de galeras recaló en el puerto de Corfú. Entonces había decidido quedarse. Se hospedaría nuevamente en la casa de Rab Nahmias mientras su amigo Aarón continuaría acompañando el cargamento hasta su destino en Creta. Cuando la flota regresara, David abordaría nuevamente la galera.
Caminó hasta el pequeño monte de pinos donde encontró un lugar con sombra para proteger las provisiones. El viento del norte había cesado y una suave brisa del sur alejaba las nubes. Se tumbó en la arena tibia, cerró los ojos y descansó.
Ya había pasado más de un año desde la tragedia de Nápoles y todavía no podía hacerse a la idea de que no vería más a Shoshana. Siempre pensaba que al regreso de algún viaje ella lo estaría esperando en la habitación de la terraza.
Luego del incendio, la familia se había trasladado a Venecia. Habían adecuado como vivienda el piso superior del depósito de la Compañía, en el Ghetto. Vivían allí Isaac Abravanel con su esposa Esther, Salomón de Córdova, Sara, David, y también Muchico con su mujer y dos hijos que habían tenido que dejar Sicilia tiempo después de la expulsión de los judíos de esa isla.
David no podía permanecer mucho tiempo en Venecia. Estar junto a todos los suyos acentuaba el dolor que lo afligía por la pérdida de su esposa.
A pesar de la salida de Nápoles los negocios de la Compañía no cesaban de crecer. Venecia era una plaza más importante que Nápoles y el mercado se tornaba cada día más vigoroso y lucrativo. Los precios de las mercancías subían a medida que los turcos afirmaban su dominio del Mediterráneo Oriental, donde el tráfico se hacía más peligroso. La Compañía había arrendado una flota de galeras a la familia Corradi y las fletaban por cuenta propia. David, junto con Aarón Abulafia, se ocupaba de dirigir las naves. Eso lo mantenía ocupado, alejado de su familia, de Venecia y de los recuerdos.
Recogió algunos troncos secos y encendió el fuego. Calentó en la sartén el pescado y un trozo de pan. Comió mientras el sol se ponía en un cielo ya sin nubes. Bebió agua de la botella de barro cocido y luego se tendió sobre la arena blanca. Vio las primeras estrellas. Se cubrió con una manta y permaneció acostado, de espaldas, mirando el cielo.
El reflejo del sol en el mar lo despertó. Había dormido profundamente. No recordaba haber soñado. Comió algunos bollos sin calentar y corrió hacia el agua. Estaba tibia; todavía conservaba el calor del verano. Nadó en el mar desierto de la pequeña caleta durante un largo rato. Salió corriendo y se tumbó sobre la manta, al sol, para secarse. Luego colocó en un saco algunas provisiones y emprendió el camino hacia el otro extremo de la isla. El sendero que subía al cerro comenzaba con una escarpada cuesta. Al cabo de dos horas de ascensión llegó a la cima. Desde allí se podía ver un panorama de excepcional belleza. El mar azul rodeaba la isla. Algunos montecillos de pinos escasos crecían en las laderas del cerro. Bandadas de gaviotas volaban en círculos en la costa, donde las olas rompían contra los peñascos. Al norte, confundiéndose con el horizonte, se veía la isla de Corfú. Hacia el este estaba la costa griega. Al sur y al oeste sólo el mar. Se sentó sobre unas rocas y descansó. Comió carne salada con una hogaza de pan y bebió de la botella de agua.
Pensó en su destino. Recordó la salida de España. Pensó en la hermosa ciudad de Florencia, en el incendio de Nápoles, en la muerte de Shoshana, en los hijos que no tuvieron, en las generaciones que no pudieron ser, y, sin motivo alguno, recordó la isla de Rodas, a la bella Raquel y a sus hijos. Sabía que los Caballeros Hospitalarios habían expulsado de la isla, a comienzos del año, a todos los judíos. ¿Qué sería de ellos? ¿Habría algún lugar en esta tierra dónde los judíos podrían formar un hogar y tener hijos sin ser molestados, donde las generaciones pudieran vivir en paz? ¡Vivir en paz como lo podían hacer los otros pueblos! ¿Era eso mucho pedir?
Comenzó a descender por la ladera opuesta de la colina hacia el extremo norte de la isla. El camino serpenteaba entre rocas y pequeños valles desiertos donde crecían algunos pastos resecos. Al cabo de algo más de una hora de marcha llegó a la costa, escarpada, con acantilados que caían a pique sobre el mar. Las olas rompían violentamente contra las rocas y levantaban nubes de espuma. Caminó pensativo por los acantilados. Las gaviotas revoloteaban a su alrededor. Vio a lo lejos unas velas triangulares que se acercaban. Calculó que en un par de horas estarían a la altura de la isla. ¿Serían de Venecia, o alguna flota turca? Subió nuevamente la cuesta de la colina. Desde lo alto las vería mejor.
Llegó a la cima en el momento que las galeras pasaban cerca de la costa. El sol había bajado en su marcha al oeste y alumbraba las naves haciendo brillar cañones y armas. Eran naves de guerra pero no desplegaban banderas; no eran de Venecia, no eran turcas. ¿Serían naves piratas? David había oído, en casi todas las tabernas donde se reunían los marinos, largas historias acerca de los saqueos de los piratas y de los corsarios, pero nunca se había topado con ellos. Si eran corsarios y se dirigían a Corfú, tenía que apurarse y dar la alarma. Tal vez desembarcarían en alguna playa desierta para atacar la ciudad en cuanto se ocultara el sol. Corrió cuesta abajo hasta donde se encontraba la barca de Mitrakis. Cargó las provisiones y se hizo a la mar rumbo al puerto de Corfú. Las velas de la flota desconocida se veían en el horizonte, muy adelante. El sol se puso incendiando el oeste y luego la oscuridad cubrió el mar.
El viento soplaba del sur. David seguía el rumbo en dirección a la estrella polar. Cuando vio las luces del puerto por babor, viró la barca y enfiló hacia allí. Evitó unas rocas que no veía pero sabía que estaban a pocas brazas de su rumbo. Llegó al desembarcadero y saltó a tierra. El puerto estaba desierto. No había señales de naves atacantes y ninguna alarma. Tal vez la flota desconocida había pasado de largo, tal vez no fueran agresores y él estaba equivocado. Se encaminó hacia la casa de Mitrakis para avisarle lo que había visto. Luego fue al distrito donde se encontraba el barrio judío. Era Shabat. Los judíos estarían rezando en la sinagoga. Últimamente había olvidado sus deberes religiosos. Luego de la muerte de Shoshana no había vuelto al Templo. Sintió el deseo de decir una plegaria. Entró en la sinagoga. Todas las candelas estaban encendidas. Reinaba el silencio. ¿Habría terminado ya la oración? Traspuso la puerta y recibió un fuerte golpe en la cabeza. Se protegió con ambas manos. Sintió otro golpe más fuerte y perdió el conocimiento.