Parte II




Capítulo XV


Rodas, 24 de diciembre de 1502.

David vio el fulgor de un relámpago y luego, oyó el sonido lejano del trueno. La lluvia caía sobre el techo de madera del albergue con un ruido incesante. Pensó que sería la noche apropiada. El Señor, bendito sea su Nombre, había traído esta tormenta para favorecer sus propósitos. Fuertes golpes de viento azotaban la noche. La lluvia, a veces, lograba penetrar por las ventanas enrejadas.

Luego de la última comida, los guardias españoles aseguraron la puerta con dos gruesas aldabas de hierro, salieron del albergue de los esclavos y se retiraron a una pequeña choza que les servía de refugio del aguacero. Los esclavos descansaban en sus jergones. Cada tanto, las pequeñas ventanas se iluminaban con la claridad de un relámpago.

Desde el día en que Amín le contó acerca de la intención de los caballeros de no liberar a los esclavos, a pesar del pago del rescate, David había resuelto escapar. Mientras urdía la evasión, había tenido que aclarar muchas cuestiones, pero la principal ya la había resuelto: recordó lo que años atrás le había contado el Almirante Sforza acerca de cómo burlaban los cruzados el asedio turco en pequeñas naves durante las noches de tormenta. Para escapar de la isla había que hacerlo en alguna barca y él sabía timonear las pequeñas embarcaciones de pesca que había en el puerto. Otro asunto por resolver era decidir cuántos prisioneros lo acompañarían. Luchó entre sus sentimientos, que deseaban liberar a la mayor cantidad de esclavos, y la razón, que le decía que todos no podrían escapar. David hubiera querido salvar a muchos, pero, al cabo de algunos días de meditar, se dio cuenta de que la huida de todos ellos sería imposible, los soldados los perseguirían por la isla y al cabo de algunos días serían atrapados y, tal vez, muertos. En cambio, si un pequeño grupo conseguía salir, luego, él podría negociar el rescate del resto de los cautivos utilizando las influencias que la familia tenía en Venecia. Concluyó entonces que deberían ser de la partida, a lo sumo, cinco o seis personas; más, harían peligrar la huida. Tendría que guardar en secreto sus intenciones porque podría haber alguna imprudencia que alertase a los cruzados. Lo que más lo inquietaba era a quién llevar. Yusuf sería de la partida, era seguro, pero, ¿llevaría a alguien más? Finalmente se había decidido a hablar con Amín. El cocinero aceptó, y llegó a la misma idea que David: no había que agregar otras personas. Pidió, eso sí, llevar a Mijal, uno de sus ayudantes, que además era su sobrino.

El resplandor de un relámpago iluminó por un instante la habitación y un trueno retumbó con violencia. David se acercó al jergón donde dormía Amín y lo sacudió suavemente para despertarlo. Tuvo que sacudirlo con más fuerza. Luego, cuando el egipcio abrió los ojos, en un susurro le dijo:

—Esta es la noche, las condiciones nos favorecen.

Amín, todavía soñoliento, asintió, y, luego de dudar un instante, con un dejo de temor en la voz, dijo:

—¿La barca resistirá el embate del temporal?

—He navegado en borrascas más duras que esta. Será difícil, la barca se sacudirá con los embates de las olas, pero lo lograremos.

Cuando creyó que el cocinero estaba más tranquilo y totalmente despierto, comenzó a disponer la organización de la huida:

—Hay que esperar que se aproxime la media noche —dijo—. Los cruzados españoles estarán congregados en la iglesia de Santa María. Allí se oficiará la misa por el nacimiento del Mesías de los Cristianos. Quedará una guardia muy reducida cuidando a los esclavos y las murallas estarán sin resguardo.

Recorrieron la barraca conversando con los cautivos. Les pidieron tranquilidad cuando escucharan ruidos y golpes y les prometieron interceder por su suerte cuando estuvieran libres.

Comenzaron a forzar las rejas de la ventana que quedaba en un extremo de la barraca, lejos del puesto de los guardias españoles. Usaron dos barras de hierro y una maza que Amín había traído desde la construcción, disimuladas entre los trastos de la merienda. Los golpes más fuertes los daban en los instantes que seguían al resplandor de los relámpagos y de esta manera el ruido se confundía con los truenos. Al cabo de una hora de trabajo habían sacado dos barrotes. Amín subió a la ventana, vio que el espacio permitía el paso de un hombre y saltó fuera. Lo siguieron Mijal y Yusuf. Finalmente David saltó de la ventana. Los esclavos que quedaban repusieron los barrotes para disimular la huida.

Encontró a sus compañeros echados contra el muro del albergue. La lluvia les había empapado las ropas. En silencio se arrastraron lentamente en dirección a la muralla, hacia la Torre de Aragón. Pasaron sin hacer ruido junto al puesto de guardia. Estaba oscuro y no se escuchaba sonido alguno. Tal vez los soldados estarían durmiendo. Siguieron arrastrándose hasta llegar al muro. Se apoyaron contra las piedras mojadas y descansaron. El mayor peligro había pasado. El lugar donde se encontraban ya no podía ser visto desde el puesto de guardia.

David condujo al grupo alejándose del muro hacia donde se hallaban las ruinas del viejo campamento turco. Allí sería fácil esconderse entre los escombros de antiguas barracas y los derruidos emplazamientos de la artillería. La lluvia continuaba cayendo torrencial. Hacía mucho frío. Llegaron al puerto del Mandraki. Estaba desierto. No se veían guardias en las murallas. Tal vez dormían en las casamatas que se elevaban de tanto en tanto sobre la fortaleza.

Se ocultaron tras una barca que se encontraba en arreglo sobre el desembarcadero. La luz de un relámpago les permitió distinguir las demás barcas de pescadores que estaban sobre la arena, próximas al agua. Había que elegir. Una de ellas le llamó la atención. Era pequeña y nueva, recién pintada de blanco con líneas azul y rojo. Pensó que el dueño estaría orgulloso de ella, que la cuidaba como a una novia. Esperó el siguiente resplandor para verla de nuevo.

—Esa —dijo entonces en un susurro, señalándola con el dedo, y, luego de un instante de reflexión, dio las órdenes para botar la pequeña nave—: Amín y Mijal empujarán por babor mientras Yusuf y yo lo haremos por estribor. Debemos impulsar todos al mismo tiempo, en silencio, cuando yo levante la mano a modo de señal.

La barca entró suavemente al mar arrastrándose por el lecho de pequeñas cantos rodados. Los fugitivos subieron de un salto a bordo, colocaron en posición los remos y la condujeron fuera de la protección del puerto. Entraron al Mediterráneo embravecido. Grandes olas que rompían en crestas de espuma golpeaban contra el pequeño casco. Dejaron de remar y David izó una pequeña vela en proa para correr el temporal. Se aferró a la barra del timón y con sus gestos tranquilizó a los asustados compañeros de huida. El viento los empujaba con fuerza hacia el continente. La barca parecía resistir el embate de la olas.






Capítulo XVI



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