Parte II




Capítulo XVIII


Venecia, 14 de febrero de 1504.

Desde la muerte de Shoshana David nunca había vuelto a mirar a una mujer, no deseaba ningún arrimo con damas ni concurrir a bailes, realmente no podía hallar la causa que lo había llevado a aceptar al convite de Giovanni para ir a la fiesta de carnaval que la Condesa Contarini ofrecía en su palacio.

Mientras la góndola se deslizaba en la sombría noche veneciana por el Gran Canal hasta el Palacio Contarini, recordó, sin saber el motivo, aquella tarde gris de otoño, durante un paseo en barca por La Laguna, cuando había aprovechado para dialogar con su primo Judah sobre algunas cuestiones filosóficas que lo inquietaban. El viento, que soplaba del este, hacía volar la espuma blanca que levantaban las olas cuando rompían contra la larga isla de arena que separaba la Laguna de Venecia del mar. "Parece maná cayendo del cielo", había dicho en forma burlona Judah.

La barca recaló en una pequeña bahía, en la playa de arena blanca. David y su primo saltaron al agua poco profunda y empujaron la nave hasta que quedó varada. David amarró un cabo a un viejo ciprés que crecía cerca de la orilla.

—Si Dios quiere, por la tarde habrá subido la marea y será sencillo regresar a la ciudad —dijo David.

Cruzaron caminando la angosta franja de arena y se detuvieron frente al mar abierto.

—¿Dime, Judah, por que nos persiguen? ¿Por que los príncipes nos oprimen? ¿Por que nos expulsaron de España? Ahora nos quieren poner limitaciones en Venecia y también, como tu nos has contado, en Nápoles.

—Pregunta harto difícil que tu me haces David, pero trataré de responderte: Dios es inmenso, lo amamos en cuanto es conocido, pero no puede ser conocido enteramente por los hombres, ni su sabiduría se puede penetrar con el intelecto humano. Es por esta causa que no podemos conocer Sus designios.

—Tu padre, Isaac, que todo bueno tenga, me dijo que las esferas celestes rigen los destinos de este mundo y que se acerca la hora del Mesías. ¿Tú crees que esa hora está próxima?

—A lo que tú preguntas, nuestro rabí, Moisés ben Maimón, sabio de bendita memoria, dice que al final de los tiempos el alma resucitará y se unirá con El Señor, en espíritu, no en cuerpo. En cuanto al tiempo, por otra parte, como tú ya lo sabes David, Aristóteles dice que el mundo fue producido eterno; Platón argumenta que solamente la materia o caos existió siempre, pero el mundo tuvo un principio en el tiempo. Nosotros, los fieles, decimos que todo es producido por Dios de la nada, en el comienzo del tiempo.

—¿Tú piensas que, como dice Platón, los cielos se han de disolver?

—Sí.

—¿Algún sabio señaló el término de tiempo?

—Los teólogos, más antiguos que Platón, dicen que el mundo inferior se renueva y corrompe cada siete mil años; este, que nosotros vivimos, es el año cinco mil doscientos sesenta y cuatro desde el principio de la creación, cuando se acaben los seis mil años se corromperá el mundo inferior.

—¿Cómo se corromperá?

—Será por algunos elementos, tal vez por el fuego, o por el agua.

—Y los cielos, ¿cuándo se corromperán?

—Dicen que ya corrompido el mundo inferior siete veces en siete mil años, viene a disolverse el cielo y toda cosa vuelve al caos y a la materia primera. Esto viene a ser una vez pasados cuarenta y nueve mil años.

—Y este mundo, ¿ha sido hecho otra vez?

—Quizás, como dicen los sabios.

—Entonces la era del Mesías está lejos.

—Así es.

—Entonces no podemos explicar nuestras desventuras por el fin de los tiempos.

—Yo creo que no, David.

El viento soplaba más fuerte desde el mar, trayendo nubes de espuma blanca. David miró, ensimismado en sus pensamientos, las olas que rompían a lo lejos. Admiraba la sabiduría de Judah. Su primo conocía las respuestas.

Al cabo de un tiempo, David dijo:

—Pronto deberemos regresar a Venecia, se hará de noche, pero antes quisiera hacerte otra pregunta.

—Hazla.

—¿Cómo es que tú sabes tanto, Judah?

—La disposición de la sabiduría es la hermosura que Dios comunicó a las almas intelectivas cuando las produjo; el ser sabio en acto consiste en la enseñanza y en el uso de las doctrinas aprendidas de los sabios. En la escritura está el acto, que no es para servir a los presentes, sino a los que están lejos en el tiempo y ausentes de los escritores. Acerca de las cuestiones de las que tú me has interrogado, David, estoy escribiendo un libro en forma de diálogo acerca de ellos.

—¿Hay algún acto por el cual podamos salvar a nuestro pueblo de la esclavitud?

—El acto que aconsejan los sabios es el estudio y las virtudes morales, que son caminos necesarios para la sabiduría y ella es el camino de la felicidad.

—¡Tu no me entiendes, Judah!

—Sí, te comprendo. Lo que digo es que el fin es llegar a la verdadera sabiduría, cuyo consumación es conocer a Dios, que es suma sabiduría, suma bondad, y origen de todo bien. Y este tal conocimiento causa en nosotros amor inmenso, lleno de excelencia y de honestidad; porque las cosas son amadas cuando son conocidas por buenas. El inmenso Dios es amado cuando es conocido. Este es el acto que nosotros debemos hacer.

David miró la vastedad del mar y el incesante movimiento de las olas. Sólo se escuchaba el silbar del viento en los pinos de la isla.

—Judah, Volvamos a Venecia que ya es tarde —dijo David, mientras el viento soplaba, indiferente.

 

 

 

David sintió a Isabella Conti, desnuda, moverse y temblar bajo el peso de su cuerpo, tratando de prolongar el placer; sintió como la última gota de semen penetraba en la vagina de la muchacha; sintió el dolor cuando las uñas de la joven se le clavaron en la espalda y entonces lo invadió un inmenso goce; apoyó todo su cuerpo sobre Isabella que se distendía, aflojaba el abrazo y murmuraba palabras de amor al oído de David.

La lluvia golpeteaba las ventanas de la alcoba. El fuego, que estaba encendido frente a la cama, se extinguía. David estiró la sábana cubriendo el largo cuerpo de la mujer y se acostó a un lado del lecho. Isabella apoyó su talle cálido contra la desnudez de David y se durmió.

Relumbró un relámpago y rugió un trueno. Se levantó con cuidado, procurando no despertar a Isabella, arrojó unos leños a la chimenea y regresó de un salto a la cama. Isabella aun dormía. Las llamas crepitaron alumbrando la estancia.

Contempló el rostro de la mujer a la luz parpadeante del fuego. Vio la nariz recta, los ojos pintados con trazos negros, los aros colgantes de perlas, el cabello rubio, revuelto, y recordó el brillo azul de sus ojos cuando lo miraron por primera vez, el rostro oculto tras la máscara, en la fiesta de carnaval de la Condesa Contarini.

Recordó sus últimos meses pasados en Venecia. Había colaborado con su padre en el manejo de la Compañía. Los negocios prosperaban. La paz que la República Serenísima había firmado con el Sultán de Turquía había permitido desarrollar la nueva ruta de Salónica y David estaba orgulloso de haber contribuido con esa tarea.

Se había reencontrado con su amigo Giovanni, con quien pasaba largas jornadas de caza y de juego, pero era la primera vez que iba a las fiestas y diversiones galanas a las que era aficionado su amigo, desde la muerte de Shoshana.

Su preocupación por la suerte de los judíos esclavos en Rodas lo había llevado a tener varias reuniones con el padre de Giovanni, Lucas Corradi, quien le había prometido ocuparse del asunto. Le había dicho que luego de los carnavales habría una reunión del Consejo de los Diez donde plantearía el tema ante El Dogo.

Acarició suavemente el cuerpo de Isabella que dormía. La joven se volvió, quedó de espaldas a David mientras murmuraba alguna protesta incomprensible, entre sueños.

David no la amaba, ¿cómo podía amarla si recién la había conocido esa noche?

 

 

 

Se despertó cuando ya era la mañana, salió desnudo del lecho, hacía frío, el fuego se había apagado. Miró por la ventana los colores de plomo del Gran Canal. La lluvia suave seguía cayendo sobre Venecia.

Isabella Conti dormía. La sábana se había deslizado al piso de mármol rosado, y el cuerpo desnudo de la joven yacía encogido en una esquina del lecho. David no supo qué estaba haciendo en esa cámara extraña. Pensó en Shoshana. La había defraudado. ¿Qué estaba haciendo allí con una hermosa desconocida?

Tapó a la muchacha con la sábana para ocultar su desnudez. Se vistió de prisa, salió de la cámara, bajó por oscuras escaleras, atravesó largos pasillos donde somnolientos criados, que ordenaban los vestigios de la fiesta, le señalaron la salida.

 

 

 

Por la tarde, en la cocina de la casa del Ghetto, mientras escuchaba los dichos de la tía Esther, recibió una carta con el sello de Giovanni.

Luego de un comentario sobre la fiesta de disfraces, y una descripción detallada de las virtudes de la dama que lo había acompañado esa noche, decía: "…por otra parte, mi padre me encargó que te comunicara que la Señoría no puede, por el momento, debido a importantes alianzas que garantizan la seguridad de la República, interceder por la libertad de los esclavos judíos de Rodas ante el Gran Maestre de los Caballeros Hospitalarios…"

La lluvia seguía cayendo, silenciosa, sobre los canales de Venecia.






Capítulo XIX



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