Parte II




Capítulo XX


Salónica, 7 de marzo de 1508.

Las celosías de madera oscura ocultaban de miradas indiscretas unos brillantes ojos azules. David, a veces, distinguía, en la casa vecina, en la penumbra de una ventana, nada más que el contorno de un rostro pálido, otras, el cabello color paja y ojos que reflejaban la luz de una candela.

Hacía ya cuatro años que David ocupaba los dos cuartos del piso superior de la casa que compartía con la familia de Natán. Su alcoba tenía dos ventanas. Por una de ellas se veían los techos de tejas que descendían en pendiente hacia el azul del mar Egeo; por la otra se veían los fondos de las casas vecinas y al patio de Natán, cuya familia ocupaba el piso inferior. Habían alquilado la casa a un propietario turco que la había recibido, tiempo atrás, en pago por sus servicios durante la campaña de conquista de la ciudad. Natán había reparado la fuente y Rebeca había plantado limoneros en el patio que ya daban algunos frutos.

Natán, una vez instalado en Salónica, volvió a la práctica de la medicina. Durante la mañana visitaba a sus enfermos y por la tarde recibía una muchedumbre de pacientes en su despacho. Rebeca criaba otra vez gusanos de seda y sus telares producían hermosas telas que las jóvenes de la ciudad deseaban tener en su ajuar. Yusuf, durante la mañana, colaboraba en las tareas del almacén de la Compañía y por las tardes iba a las clases en la escuela de Joseph Passí. Eran nuevamente felices de vivir entre judíos griegos y, lentamente, aprendían el castellano que, traído por los expulsados de España, se estaba convirtiendo en la lengua común de toda la ciudad. Seguían llegando exiliados de Sefarad y ahora la población de judíos de Salónica duplicaba a la griega y a la turca. También habían llegado, atraídos por las libertades que el Sultán Bayaceto confería a sus súbditos judíos, los expulsados de los principados germanos. Eran los ashkenasis. Hablaban un dialecto alemán llamado yiddish, que sonaba bárbaro a los oídos refinados de españoles y portugueses; tenían la tez clara y, muchos de ellos, los cabellos rubios y los ojos celestes. Cuando arribaban a Salónica todavía no habían tomado apellido, usaban la antigua forma hebrea de nombrar, que consistía en agregar al nombre, hijo de, seguido del nombre del padre. En Salónica les atribuían a todos los llegados del norte el apellido Esquenací. Se aferraban a su idioma germano y a las costumbres del centro de Europa; vestían pesados abrigos negros y usaban gorros de piel a pesar del calor de la ciudad; no se juntaban con los otros judíos y creían que en realidad los expulsados de España eran herejes, poco piadosos; no se sentaban a la mesa con ellos pues decían que los españoles no cumplían con las leyes de la alimentación prescritas en los libros de Moisés. Tenían su propia sinagoga y no permitían los matrimonios más que con los de su propia congregación. Una familia ashkenasí era la que vivía en la casa contigua a la de David. Saludaban con un seco shalóm, y evitaban todo contacto con sus vecinos.

Un gallo cantó anunciando el alba. David vio los ojos azules que lo miraban en la oscuridad. Se escucharon más cantos de gallo. Despertó entonces y, mientras el alba penetraba por la ventana abierta, vio que la celosía de la casa del fondo estaba a oscuras. Se lavó las manos y el rostro. Luego recitó rápidamente la oración de la mañana. A lo lejos sonaban las campanas de una iglesia.

Bajó a la cocina. Allí ya estaban reunidos Rebeca, Natán, Yusuf y Shulamit. Sobre la mesa había una fuente con dátiles y pasas de uvas. Natán, sonriente, cortaba generosas rodajas de pan que distribuía entre todos. Rebeca servía leche de cabra en jarros de loza blanca con dibujos geométricos azules. El fuego del carbón ya estaba encendido en el hogar.

Terminaron de desayunar en silencio, cada uno pensando en los quehaceres diarios que les esperaban. David se levantó, dio las gracias a Rebeca por la deliciosa comida y le dijo a Yusuf:

—Ven, que hoy tendremos mucho trabajo en el depósito —y agregó—: pasen un muy buen día, en el nombre de Dios.

Salieron a la calle que bajaba hacia el embarcadero y se cruzaron con dos mujeres ashkenasis de la casa vecina. Estaban vertidas con oscuras túnicas que las cubrían por completo y tenían una cofia en la cabeza que dejaba asomar algunos cabellos claros. Una era alta, delgada, de unos cuarenta años, el rostro surcado por arrugas y mirada dura. La otra era joven, de apenas quince años. Serán madre e hija, pensó David. La muchacha lo miró un instante con los ojos azules que él ya había visto, los ojos que se ocultaban tras la celosía. Cuando sus miradas se cruzaron, las mejillas de la joven se tiñeron de rojo. Apartó el rostro y apuró el paso sujetando con fuerza un pesado atado de ropa que llevaba a la fuente de las lavanderas.

—Gente extraña son estos tedescos —observó Yusuf.

—Tienen distintas sus costumbres, pero son judíos perseguidos, como nosotros, Yusuf.

—¿Porqué no aprenden el castellano que estamos estudiando todos? Hasta mi madre ya entiende y habla muchas palabras del idioma.

—Quién sabe los designios del Señor.

Llegaron al puerto y caminaron a lo largo del embarcadero. David miró el mar. A la distancia distinguió una flota de galeras que se acercaba con las banderas de Venecia flameando al viento. El embarcadero estaba atestado por una multitud de estibadores, comerciantes, marinos. Carretas tiradas por bueyes transportaban pesados fardos. Gritos, discusiones y órdenes se escuchaban en muchas lenguas.

Entraron al depósito de la Compañía por el gran portón. Aarón Abulafia estaba ocupado acomodando grandes bultos de lana que unos estibadores bajaban de una carreta. David y Yusuf se sumaron para ayudar en la pesada tarea.

Al mediodía ya habían terminado el trabajo, estaban fatigados. Aarón se retiró con los cargadores al fondo del depósito donde tenía una pequeña vivienda. Los esperaba su esposa y sus dos pequeños hijos con el almuerzo preparado. David y Yusuf regresaban a la casa donde Rebeca tenía siempre listos sabrosos platos.

Volvían caminando por el embarcadero cuando se escuchó:

—¡David, David!

Reconoció la voz al instante, giró la cabeza en dirección hacia el lugar de donde provenía el grito. Miró el puente de una galera recién llegada.

—¡David, David! —gritaba una figura, empequeñecida por la distancia, que agitaba los brazos.

—¡Giovanni, Giovanni!

David corrió hacia la galera. Giovanni bajó desde el puente hasta el embarcadero por una escala de sogas. Se confundieron en un fuerte y prolongado abrazo.

Yusuf ya estaba al lado de los amigos y contemplaba la muestra de afecto que le parecía extraña en David, especialmente con un desconocido cristiano.

Giovanni miró a Yusuf y preguntó:

—¿Quién es este joven que te acompaña?

—Recuerdas a la familia que conocí en aquel viaje a la isla de Rodas. Este es Yusuf, el hijo menor de Rebeca y Natán. Comparto una casa con esa familia. Se encuentra a unos cientos de pasos de aquí. Nos esperan para comer. ¿Quieres venir?

Giovanni aceptó, gustoso por estar nuevamente con su amigo. Emprendieron el camino por la calle que subía hacia la casa de David.

—Ahora recuerdo bien a este joven —dijo Giovanni—. Estaba con su madre que criaba gusanos de seda… ¿Cómo has dicho que se llama?

—Rebeca —se apuró a decir Yusuf.

—Y con él estuviste prisionero y escapaste durante el temporal de la isla.

—Así lo quiso Dios.

—Debe ser ahora un valiente marino.

Cuando arribaron a la puerta de la casa se escuchó el llamado a la oración del mediodía que llegaba desde los altos minaretes de la mezquita del barrio turco.

 

 

 

Habían pasado tres días desde el arribo de Giovanni. David se encontraba en la toldilla de la nave al lado de su amigo que llevaba el timón. El viento salado le azotaba el rostro. La galera navegaba con las velas desplegadas. Volvió la mirada a la ciudad. Atrás quedaba Salónica. Vio los techos rojos, las murallas, la torre blanca y el Acrópolis. Ya salían de la bahía. Al frente estaba el mar abierto, inmenso. En la costa, a estribor, se erguía la cumbre nevada del monte Olimpo; por algún motivo pensó que Judah Abravanel debería ver esta montaña de los dioses griegos… El reencuentro con Giovanni había despertado en David nostalgias de Venecia y de su familia. Quería mirar nuevamente a Sara y a Salomón, a Déborah. Tal vez Muchico estuviera de visita. El viento llenó su ser del aire salado que amaba.

—Giovanni, ¿me permites el timón?

David tomó la barra entre sus manos y sintió la fuerza de las olas contra la galera. Compensó los embates con suavidad, como tantas veces lo había hecho. Miró a su amigo y dejó que el viento empujara con fuerza la nave.






Capítulo XXI



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