Capítulo II
Estambul, 17 de abril de 1522.
El caique se deslizaba airoso por las aguas agitadas del Bósforo. David, vestido a la usanza turca, empuñaba la barra del timón. El viento soplaba desde tierra serpenteando entre las colinas y las murallas de la costa. Yusuf y algunos marineros atendían la tarea de gobernar la gran vela, que daba sacudones, se inflaba y golpeaba con cada una de las ráfagas. Por la banda de babor se veían los agudos minaretes de la mezquita Hagia Sophia y las viejas torres bizantinas de la ciudad que los turcos llamaban Estambul y los cristianos, Constantinopla.
La nave viró el Cabo del Serrallo y David puso rumbo hacia la Torre de Gálata, que destacaba su maciza silueta en lo alto de una colina.
Habían partido al amanecer desde la ciudad de Galípoli, en el estrecho de los Dardanelos, lugar donde se reuniría la Armada Turca. La flota de galeras de la Compañía había quedado en esa ciudad, al mando de Aarón Abulafia, en espera de que arribara el resto de las naves de la expedición. David había recibido una carta del Gran Visir que le ordenaba dirigirse a Estambul y le proporcionaba un salvoconducto para entrar en el palacio de la Sublime Puerta para presentarse ante él.
El sol se ponía sobre el Cuerno de Oro tiñendo de color la tarde. El incesante movimiento de las naves que cruzaban el estrecho en todas las direcciones le recordaban el Gran Canal de Venecia. Había caiques alargados, impulsados por varios remeros, que parecían góndolas; galeras que venían de puertos lejanos; grandes galeones con sus velas blancas desplegadas al viento, que, tal vez, habían cruzado el Océano.
Llegaron al desembarcadero del arsenal de la Armada Turca, amarraron el caique y caminaron hasta el depósito de la Compañía. Allí, David se despidió de Yusuf y de los marineros y luego continuó el camino a su hogar. Subió la colina por las estrechas y empinadas calles. Se oyó el llamado del muecín para la oración de la tarde. Llegó hasta la casa de madera. La cocina estaba iluminada con una lámpara de aceite, y, a través de las celosías, vio los ojos azules de su mujer.
¡Hanna! gritó, ¡Hanna, estoy de regreso! ¡Ábreme la puerta!
Hanna quitó los cerrojos y abrió. David le rodeó la cintura con sus brazos y la besó apasionadamente. Ella lo apartó diciendo:
¡David, cierra! ¡En nombre de Dios! ¡Que los vecinos pueden mirar y los niños todavía están despiertos!
David entró en la gran cocina, que era el centro de reunión de la familia, cerró la puerta y abrazó otra vez a su esposa. Esther Franco contemplaba la escena, con las manos en las caderas, junto al fogón donde humeaba una olla que desprendía un aroma exquisito. De tanto en tanto revolvía el contenido con una cuchara. Los niños bajaron del piso superior y se tomaron de las piernas de David que todavía abrazaba a su esposa.
Tanto tiraron de las babuchas que David soltó a Hanna y alzó a sus hijos en brazos. Salomón tenía ocho años, los ojos azules de su madre y el cabello oscuro y rizado de David; Shoshana era una niña de seis, cabello claro y ojos color miel, como los de su padre. Los dos hurgaban en la bolsa donde esperaban encontrar algún obsequio, tal vez traído de un país lejano.
David depositó a los niños suavemente sobre el piso y extrajo de la bolsa un caique pequeño, tallado en madera, que había comprado en Galípoli a un viejo corsario y una muñeca hecha con recortes de paño, regalo de la abuela Sara. Los niños recibieron los juguetes con gritos de alegría.
Más tarde se sentaron a la mesa y comieron el sabroso guiso de lentejas acompañado de trozos de carne con hueso y arroz blanco. David contó su viaje a Salónica y las novedades de la familia, incluyendo las palabras de su madre al despedirse. Hanna relató los últimos comadreos de las señoras de la comunidad de Estambul. Luego Esther llevó a los niños con sus juguetes a la cámara del piso superior.
Hanna y David, sentados ante la mesa, se miraron a los ojos en silencio. Por las escaleras se escuchó la voz dulce de Esther Franco que cantaba:
"Durme, durme mi angelico,
Hiyico chico de tu nación..."Luego de la cena, Hanna y David se retiraron a su cuarto abrazados. Tarde en la noche hicieron el amor.
A la mañana siguiente, David se despidió con un beso de Hanna y descendió hasta el embarcadero para cruzar el estrecho del Cuerno de Oro hacia Estambul. Regateó el precio del viaje con el remero, como era la costumbre, y pagó por adelantado. La mañana era tibia y el sol hacía brillar la cúpula de Hagia Sophia, Santa Sofía, la antigua iglesia bizantina, ahora convertida en mezquita. Cruzó la puerta de la ciudad mostrando el salvoconducto que le ordenaba presentarse ante el Visir en el palacio Topkapi. Caminó rodeando la muralla del castillo hasta el portal que estaba custodiado por una guardia de jenízaros de uniforme azul. Mostró nuevamente el documento al comandante, quien ordenó a dos soldados que lo acompañaran hasta la sala donde se reunía el Diván, el Consejo de Ministros del Gran Visir.
David contempló el inmenso patio rectangular donde se encontraba reunida una muchedumbre de funcionarios del imperio poseídos por febril agitación. Iban y venían con mensajes y órdenes. Se reunían en corros para estar al tanto de la inminente campaña militar que el Sultán estaba urdiendo.
Aunque David vivía desde hacía más de diez años en Turquía, primero en Salónica y ahora en Estambul, no podía hablar bien el idioma. En su juventud había aprendido varias lenguas que utilizó en los distintos lugares donde había vivido, pero hablar el turco le costaba, comprendía todas las palabras y las frases pero no podía pronunciarlo correctamente, siempre su voz sonaba extranjera.
Los jenízaros dejaron a David ante el oficial de la corte que atendía las audiencias. Estaba sentado con los pies cruzados a la usanza turca sobre un sofá, que consistía en una tarima, tapizada de mullidos almohadones. Leyó con detenimiento el salvoconducto y le dijo, en un tono de desprecio hacia el "raya", el extraño, que el Gran Visir estaba reunido con su Consejo de Ministros y no daría audiencias por el momento. Podría esperar hasta que termine la reunión del Diván y ver si lo recibiría; de no ser así era mejor que regresara al día siguiente.
David se alejó por uno de los senderos del jardín y se sentó sobre un banco de piedra, a la sombra de un grupo de cipreses, junto al camino que conducía a la Puerta de la felicidad, a esperar que la reunión de ministros acabara.
El sol ya estaba alto. David miró las construcciones que cerraban el amplio patio: murallas almenadas, torres octogonales, galerías de arcos circulares sostenidos por esbeltas columnas de mármol. Vio los pabellones de las cocinas y los comedores para los escribientes, las cuadras imperiales, la torre de la justicia y el palacio del Diván. Viendo a los personajes de la corte que caminaban por los senderos, experimentó una sensación directa de lo que era el poder, el poder que daba el arte de la política y las riquezas conseguidas por un pueblo conquistador. Tenía ante sí al inmenso aparato administrativo que estaba al servicio de las decisiones de el Consejo de Ministros y la poderosa maquinaria de guerra que obedecía a la voluntad del Sultán.
No le gustaba Estambul. Se sentía nuevamente extranjero en el centro del Imperio. En Salónica estaba en su casa: allí se hablaba por las calles la lengua de Castilla, los judíos eran mayoría, los turcos y los griegos les trataban con respeto; allí la Compañía había llevado sus cuarteles generales y Muchico administraba los almacenes. La Sublime Puerta había firmado acuerdos con Venecia y el movimiento de galeras entre ambas ciudades era intenso. Las caravanas de Oriente dejaban sus cargas en los depósitos de la Compañía y luego la flota las transportaba a los puertos de Italia.
Pensó que, de no concretarse la audiencia con el Gran Visir, pasaría a la tarde por la casa de Elías Mizraji, rabino de Estambul. Elías tenía siempre muy buena información acerca de lo que sucedía en la Sublime Puerta. Bregaba por la unión de los judíos perseguidos en los reinos cristianos; para él, los que venían de España y los que llegaban de los principados germanos eran todos bienvenidos. Aunque pertenecía a la sinagoga griega, consideraba que todos los ritos eran manifestaciones de la misma fe en la Ley de Moisés. Por eso Elías Mizraji había celebrado la boda, ante unos pocos testigos, en la sinagoga griega de Estambul.
David recordó el día que había ido a pedir la mano de Hanna. Fue con un intérprete, porque Isaac Esquenací hablaba el yiddish, una lengua germana, incomprensible; se negaba a aprender castellano, aunque David sospechaba que entendía muchas palabras. El encuentro había tenido lugar en la casa vecina a la de Yusuf, la casa frente a la que David había vivido durante un tiempo y donde había visto por primera vez, detrás de la celosía, los ojos de Hanna. El padre lo había recibido en forma amable, tal vez porque él era rico, pero se negaba terminantemente al matrimonio. Hanna se casaría con un joven de la sinagoga ashkenasí.
David había salido aquel día desesperado de la casa del padre de Hanna. No comprendía la importancia que le daban a los ritos, a las viejas costumbres y tradiciones, no comprendía la diferencia entre rezar ciertas oraciones en la sinagoga o rezar otras, o la diferencia acerca de cómo se sacrificaba a los animales. Además, en su casa tampoco aprobaban la boda. Salomón decía que los ashkenasíes eran arcaicos, atados a una antigua tradición, que recitaban todo el servicio del sábado en hebreo, lengua que casi nadie comprendía, mientras que ellos, los sefardíes, habían traducido el ritual para que hasta las mujeres y los niños lo comprendieran. En fin, Sara y él no estaban de acuerdo con el matrimonio. En este solo punto coincidían con Isaac Esquenasi: la boda era imposible.
Lo peor había sido que habían puesto en severa vigilancia a Hanna. No podía ausentarse sola de la casa. Salía acompañada por la madre a lavar al río o, por su hermano, cuando iba al mercado.
Mientras los notables turcos caminaban indiferentes por el gran patio del palacio del Sultán y la jornada avanzaba, David volvió a sentir la angustia de aquellos días, la impotencia de verse rechazado, aunque sabía que Hanna lo quería, pero nadie se casaba en Salónica sin el consentimiento de los padres. Fue entonces cuando había intervenido Yusuf: "¿Por qué tienes el rostro tan demudado?" le preguntó. Entonces David le contó sus desventuras a su amigo. Yusuf respondió que él podía ayudar, que David podría escribir mensajes a Hanna, él se encargaría de burlar el cerco de la familia; entregaría las cartas durante la noche, a través de la celosía de la cámara de Hanna que daba al patio de su casa.
Así había comenzado la larga serie de esquelas de amor escritas en hebreo, pues Hanna no leía el castellano, aunque lo hablaba con algún acento germánico.
Por estas cartas, David supo que el amor que sentía era correspondido. Hacía años que Hanna lo amaba secretamente, en silencio. Había rechazado varios pretendientes sin un verdadero motivo. Las apasionadas cartas terminaron fortaleciendo ese amor. Así habían pasado varias semanas. David sentía el torbellino de saber que era amado y la angustia de que la consumación de ese amor era impedido.
Las cartas iban y venían. David no encontraba solución, hasta que, como sucede muchas veces en la vida, el Destino actúa de alguna manera para precipitar los acontecimientos: David se entera por una carta desesperada de Hanna que la quieren casar con el hijo del rabino de la comunidad ashkenasí. Le escribe que su padre ya ha acordado la fecha de la boda para dentro de un mes. Hanna no sabía que hacer. David tampoco. Entonces había intervenido nuevamente Yusuf: "¿Por qué no os escapáis?" había sugerido. Pero David sabía que escaparse era romper con la familia. Significaba no ver más a sus padres, no pertenecer más a la comunidad. David no podía pedirle eso a Hanna.
Una partida de jenízaros a caballo entró en el patio al galope al son de trompetas y timbales. Detuvieron las cabalgaduras en una nube de polvo, desmontaron de prisa frente a las cuadras y se dirigieron a la sala del Diván. Muchos curiosos se acercaron al edificio para saber de qué se trataba. David permaneció sentado, soñoliento, solo con sus recuerdos. Recordó aquellos días confusos, cuando su mente no podía ver un remedio para su amor, y Yusuf había tomado nuevamente el timón de su vida: le había sugerido a Hanna la idea del rapto, una noche, a través de la celosía. La joven le había escrito una carta a David consintiendo a la huida, "lo seguiría hasta el extremo del mundo".
Luego, los hechos se confundían en la mente de David: la decisión de Hanna, la ayuda y la complicidad de Yusuf, la silenciosa caminata nocturna hasta el puerto por las callejuelas desiertas de Salónica. Lo que sí recordaba era la primera noche de amor en la cámara de la galera, mientras viajaban en la oscuridad rumbo a Estambul, una noche sin luna, tachonada de estrellas.
El sol caía implacable sobre el patio del palacio Topkapi. David pensaba que ya era hora de marcharse, cuando vio a dos guardias que venían del Diván. Le indicaron que el Gran Visir, Piri Pachá lo recibiría de inmediato.