Parte III




Capítulo VII


Rodas, 11 de junio de 1528.

Sentado bajo la sombra del naranjo, David leía. Desde la cocina llegaba el bullicio de las mujeres que preparaban la cena de Shabat. El aroma de los exquisitos platos se mezclaba con la fragancia de jazmines y azahares. Dejó el libro. Por primera vez, luego de haber recorrido muchos caminos, luego de vivir unos pocos años en cada ciudad, sentía que ésta era su casa, que en Rodas estaba su hogar.

Escuchaba el rumor de la fuente del patio y, por la ventana abierta, le llegaba la risa diáfana de Hanna, las preguntas susurrantes que hacía su hija Shoshana, la voz gruesa de Esther Franco comentando los chismes del mercado, los refranes y consejos de Sara, que ahora vivía en Rodas y, a pesar de sus años, había dejado la casa de Muchico, en Salónica, para pasar unos meses en la isla y convertir a Hanna, "esa extranjera" en una "verdadera esposa sefardí". Ayudaba a su nuera en las tareas domésticas y le enseñaba los secretos de la comida española.

David estaba orgulloso porque su hijo Salomón llegaba al Bar Mitzvah. Sería una noche de fiesta en la familia, habría muchos invitados, vendrían los padres de Yusuf y también Aarón Abulafia que se encontraba de paso en Rodas.

Cogió nuevamente el libro, acarició la fina encuadernación de piel y pasó sus dedos por el relieve de las letras de oro. Por fin Judah Abravanel había publicado su trabajo en la imprenta de Soncino con el nombre de León, el Hebreo. Aarón Abulafia le había entregado el libro pocos días atrás. Lo acompañaba una carta de su primo, fechada en Ferrara, donde relataba que los judíos eran protegidos allí por el duque Ercole de Este. En esa ciudad pasaría un tiempo alojado en la casa de su hermano.

Se abrió la puerta que conducía a la calle. Salomón y Yusuf entraron a la carrera, agitados, con el resplandor del sol todavía en el rostro.

—Hace tiempo que deberían estar de regreso —dijo David aparentando enojo.

—El mar estaba en calma, el viento soplaba firme —justificó Yusuf—. David, tienes que estar orgulloso de tu hijo, lleva el timón con firmeza, aprende las artes de navegar y pronto, de continuar así, superará a su padre.

—Salomón tiene cosas más importantes de que ocuparse en lugar de perder la tarde en el mar. Mañana es su Bar Mitzbah. Debe leer en el Templo ante toda la Comunidad. Será considerado uno más entre los hombres.

—Padre, tú sabes que estoy preparado, repito de memoria mi discurso y puedo leer la Torah como el mejor.

Esto era cierto. El joven tenía grandes dotes para el estudio y amaba el saber. Le gustaba más pensar difíciles abstracciones que aprender las artes mercantiles; se interesaba en la Ley, la Filosofía y la Ciencia y no en el negocio y el manejo de la Compañía. David miró con afecto los ojos celestes del muchacho que brillaban a la luz de la tarde. Finalmente dijo:

—Hay que apurarse, falta poco para que comience la oración. Preparen sus vestiduras que hoy es un Sábado de fiesta para nuestra familia.

 

 

 

Los varones, ataviados con sus mejores ropas, caminaron hasta el Templo. Salían las primeras estrellas. Sonó el cañón que anunciaba que pronto se cerrarían las puertas de la ciudad. Los mercaderes griegos debían darse prisa para salir fuera de las murallas y retornar a sus hogares.

David subió los cuatro escalones que llevaban al patio del Templo Chalóm. Le habían puesto el nombre "Chalóm", —que significa "Paz"— a su pedido, pues creía haber hallado en Rodas la tranquilidad que había buscado desde que partió de España; la isla era un lugar donde los judíos podían vivir junto con sus vecinos de otros credos.

El templo era nuevo, había sido construido sobre ruinas y escombros; toda la comunidad había contribuido a su edificación. David pisó el pavimento de piedras blancas y negras que formaban dibujos de flores, como el suelo de la sinagoga de Córdoba. Él había dirigido personalmente a los artesanos recordando el dibujo del viejo patio español. Entró con su hijo en el gran recinto cuadrado, de techos altos, sostenidos por esbeltas columnas; los últimos resplandores de la tarde entraban por las ventanas y la luz de las lámparas de aceite se reflejaba en los cristales tallados de Venecia. David se sentó en la primera fila con Yusuf y Natán. En el centro se encontraba el estrado de madera con la mesa de lectura de la Toráh. Salomón fue invitado a subir, como un honor. Terminaron de entrar los últimos fieles. El rabino Joseph Galante abrió el libro de plegarias, miró a Salomón y luego a David, mientras cesaban los rumores de la concurrencia. Comenzó entonces a recitar la oración de la tarde.

 

 

 

 

Era el mes de julio de 1992, se cumplían los quinientos años del descubrimiento de América. Para nosotros, los descendientes de judíos sefardíes, se cumplían quinientos años desde la expulsión de España.

Entonces lo vi por primera vez.

El barco había arribado al puerto de Rodas cuando salía el sol. Con mi esposa, nos habíamos despertado temprano para contemplar la isla desde el mar. Por estribor se veía la torre de San Nicolás y, sobre la escollera, los molinos de viento.

Descendimos del barco y entramos en la ciudad amurallada por la puerta de Santa Catalina junto con un grupo de turistas. Recorrimos la Calle de los Caballeros, admiramos las imponentes fachadas de los albergues, el patio central con su pavimento de cuadros de mármol blanco; vimos la sala de audiencias, la cámara del Gran Maestre y los sótanos con sus despensas y sus mazmorras; caminamos por los adarves de las murallas, bajamos unas escaleras y nos internamos en angostas callejuelas hasta una plaza, en cuyo centro había una fuente rematada por tres hipocampos de bronce. A la plaza se abrían innumerables tiendas abarrotadas con todo tipo de "souvenirs" para los turistas. La guía dijo que en este lugar terminaba la excursión y que a las dos de la tarde, desde el puerto, partiría el autobús a Lindos.

Luego del almuerzo, mientras el resto del grupo se encaminaba a Lindos, regresamos a la plaza de la fuente. Estaba casi vacía. Los negocios seguían abiertos, pero la multitud se había ido, tal vez, para disfrutar del sol en las playas. Supuse que estábamos en el lugar que mis abuelos llamaban "Calle Ancha". Realmente era una calle que se ensanchaba en el sitio de la fuente. Entramos en un negocio. Le pregunté al dependiente por el antiguo barrio judío. Mediante señas y en su pobre inglés nos hizo saber que nos hallábamos en él. Nos acompañó hasta el lugar donde había una pequeña placa, adosada a una pared, que decía en griego: "Plaza de los Mártires Judíos". Luego nos condujo a una callejuela que se abría a la plaza y señaló un cartel que decía: "Synagogue", en francés. Allí se despidió.

Caminamos por la angosta calle lateral, pavimentada con piedras, bordeada de casas de dos pisos con ventanas que se abrían en los altos. Cada tanto una puerta de madera quebraba la uniformidad de los muros. No había nadie. Dejamos de oír los ruidos de la plaza y pronto, al mirar atrás, ya no la vimos. Tuve la sensación de que el tiempo retrocedía, de que estaba en otra época dentro de una ciudad medieval.

Se abrió un portón y salió una mujer vestida de negro. —¿Sinagoga, sinagoga? —pregunté.

La mujer demoró en comprender, pero luego señaló una puerta, calle arriba.

Golpeamos.

Abrió un anciano.

—¿Sinagoga? —pregunté.

—¿Son de los muestros? —pronunció nuestros, con eme, con esa tonada sefardí que yo había oído tanto en mi niñez. No había sufrido todavía la contaminación del moderno castellano.

Me presenté y nombré a mis abuelos. Dijo que no los había conocido. Tal vez, cuando se fueron de la isla, él todavía no había llegado a este mundo.

Nos condujo calle abajo. Habíamos caminado por delante de la entrada del Templo sin darnos cuenta.

Abrió el portón de madera; pasamos a un pequeño patio con aroma a madreselvas y, de allí, al gran recinto cuadrado del Templo, alumbrado por ventanas situadas a la altura del piso superior. El anciano nos mostró con orgullo los tesoros de la sinagoga.

—Algunos de los objetos tal vez vinieron de España —nos dijo, señalando una lámpara de aceite muy antigua, con inscripciones en hebreo, que iluminaba el recinto de los rollos de la Ley.

—¿Qué sucedió a la comunidad de Rodas? —preguntó mi esposa.

—Muchos emigraron antes de la guerra, como los abuelos del señor —dijo, y sus ojos la miraron con tristeza—. ¿En verdad quieren saberlo? ¡Las cosas que me demandan! ¡Así viva Dios!

La luz de la tarde declinaba. Nos sentamos en un banco del patio. Miré el suelo. Estaba pavimentado con piedrecitas blancas y negras formando dibujos de flores.

La voz del anciano comenzó en un susurro:

—El largo dominio de los sultanes terminó cuando los italianos arrebataron la isla a los turcos en 1912. Los judíos vivían en armonía con las nuevas autoridades. Todavía recuerdo la visita del rey Vittorio Emanuele. Lo vi caminar por la Calle Ancha, cuando yo era niño. Los fascistas del Duche nos trataron bien, no tuvimos problemas hasta que en el año 1943 entraron los alemanes. En julio de 1944, los oficiales de la SS dieron la orden de que todos los judíos de la isla debían reunirse en el edificio de la Kommandantur de Rodas. Debían traer sus efectos personales, sus joyas, valores y equipaje para unos pocos días. Serían llevados a un nuevo territorio, en Polonia, donde los judíos tendrían un hogar. Debían presentarse todos: hombres, mujeres, niños y ancianos, el día 23 al alba.

Hizo una pausa, suspirando, como para tomar nuevo aliento. Permanecimos en silencio respetando los recuerdos del anciano. Luego continuó:

—Los embarcaron en cuatro navíos cargueros que por la noche partieron hacia el Pireo. En un tren de vagones de ganado los condujeron a Auschwitz. Muchos murieron en la travesía, la mayoría, en las cámaras de gas. ¡Que Dios los tenga en su gloria! Muy pocos lograron sobrevivir. Ninguno de ellos ha regresado para morar en Rodas…

Hizo una larga pausa. Las sombras de la tarde cubrían el patio. Comprendí entonces la tristeza de mis abuelos, comprendí su silencio. Supe por qué, si amaban tanto a esta ciudad, no la habían vuelto a ver.

El anciano se puso de pie y señaló una placa de mármol blanco que se encontraba a nuestras espaldas, al lado de la puerta. No la habíamos visto cuando entramos. Escrito en francés se leía:

"En memoria de los dos mil mártires de la comunidad judía de Rodas y Cos brutalmente aniquilados por los asesinos nazis en los campos de concentración en Alemania 1944-1945. Que sus almas reposen en paz."

Seguía la lista de un centenar de apellidos de las familias de las víctimas: Alhadeff, Abouaf, Abulafia,… Benveniste, Chami, Cohen, Córdoba,… Franco, Mizraji, Soncino, Soriano…

 

 

 

Había caído la noche. Caminábamos en silencio por el muelle del puerto de Rodas hacia las luces del barco; caminábamos entre la colorida multitud de turistas indiferentes, en la alegría de sus vacaciones.

Fue en ese momento que lo vi. Vi al joven David de Córdoba, de pie, sobre las colinas del puerto de Cádiz, mirando la inmensidad del mar. Era su último día en la tierra de España.






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