Jazmines de Belgrano

Pablo A. Chami


        El aroma de los jazmines en primavera me trae recuerdos de mi infancia. Caminaba de la mano de María, la niñera cuando me llevaba, a escondidas de mi madre, a oír misa en la iglesia redonda de Belgrano. Al volver por las calles tranquilas, miraba las viejas casonas de fachadas grises y techos de pizarra, rodeadas de altas verjas que cerraban patios perfumados de jazmín.

         Mi casa, la casa de mi familia, daba a la plaza de las barrancas que se extendían en pendiente hasta las vías del ferrocarril. La había hecho construir mi abuelo entre las dos guerras. Era moderna, producto de la arquitectura del Bauhaus y el art decó. La sala y el salón de música, con su piano de cola, daban a la calle Zavalía. Arriba estaban los dormitorios. Una escalera llevaba al último piso, donde había un bar, que los niños usábamos como salón de juegos, y una terraza desde la que se veía el parque y más allá, el río. Abajo, al nivel del suelo, las dependencias de servicio, el departamento de los caseros, el lavadero, el cuarto de plancha y una despensa. Los cuatro pisos se comunicaban por misteriosas escaleras y un ascensor prohibido para los niños.

        Cuando tenía ocho años, mis padres vendieron la casa. Nos mudamos a Palermo, sobre la Avenida del Libertador, barrio de edificios altos sin verjas y sin flores.

        Luego de muchos años, casado y con hijos, pasé frente a la casa de Belgrano. Todo había cambiado, altas torres se levantaban donde antes había casas. La casona de mi infancia estaba oprimida entre dos inmensos edificios. Un cartel en el frente decía: Banco Galicia.

        Dudé antes de entrar, pero subí las escaleras de mármol junto con otros clientes del banco que las subían para realizar trámites bancarios. Las cajas estaban colocadas en la antigua sala de música y el tesoro, detrás de las escaleras que yo subía corriendo cuando jugaba a las escondidas con mi hermano. Creí entonces oír nuevamente la música que mi abuela escuchaba por las mañanas, cuando le cebaban mates. Y vi el rincón debajo de la escalera, que era mi escondite del juego de piratas. Y el cuarto de mis padres, y la sala de juegos, y mi dormitorio con los cajones de la cómoda que usábamos como si fueran barcos. Y yo, corriendo por esa escalera el día que le dije puta a mi abuela y ella me persiguió con el frasco de pimienta en la mano, para ponérmela en la boca. Y las bajé con un nudo en la garganta, mientras los clientes, indiferentes, seguían subiendo.

        Por mucho tiempo evité pasar por esa calle, pero un día volví. En el lugar donde había estado mi casa de Belgrano, me miraban los balcones de un edificio alto, sin jazmines.




Ver el Libro de Visitantes

Firmar el Libro de Visitantes

Enviar Correo



Volver a Cuentos del Sur

Volver a La página de Chami