Rofo

Pablo A. Chami

        La tormenta había durado toda la noche. Al amanecer caían pequeños copos de nieve que el viento arremolinaba. Desde la ventana de la cabaña, entre los troncos húmedos del bosque, veía el paisaje cubierto de blanco y el lago gris. Paisaje sin colores, como en un viejo filme. Todo parecía irreal. Hacía frío y seguía nevando. Pronto se acabaría la leña. Tendría que cortar más. Pero unos días antes había llevado la sierra mecánica para su reparación a lo de Anselmo, un porteño como tantos, que había escapado de la gran ciudad para ejercer su oficio en la quietud del sur. Es raro, nieve en otoño, pensé, mientras preparaba mi desayuno. El artículo sobre Sartre que debía escribir para una revista avanzaba con dificultad. La primera semana la había dedicado a recopilar y ordenar la bibliografía y releer esos textos que yo tenía olvidados.

        Por la tarde dejó de nevar y pude ir al pueblo en mi viejo Jeep. Ya había pasado la máquina que despejaba la nieve y el trayecto por la carretera fue sin contratiempos. El taller de Anselmo se ve contra la montaña, antes de llegar a las primeras casas del pueblo. Detuve la marcha. Atravesé el pequeño terreno atestado de motores y partes de automóviles viejos, cubiertos por un manto blanco. Presentí algo anormal: el portón estaba abierto y no estaba la destartalada furgoneta roja de Anselmo, no salía humo de la chimenea, la puerta de entrada se veía forzada y no escuché el habitual ladrido con el que Rofo, su fiel ovejero, solía recibirme.

        Continué la marcha, crucé el puente y entré al pueblo con una sensación extraña. Compré leña, despaché un resumen del trabajo a los editores y tomé un reconfortante té con bizcochos en la posada de Eugenia. Leí el diario de la Capital que me devolvió la angustiada realidad del mundo. Me despedí de Eugenia, salí de la posada, puse en marcha el Jeep y emprendí el retorno a la cabaña.

        Al pasar frente al taller del mecánico vi el humo de su chimenea y la furgoneta roja. Detuve la marcha. Los ladridos amistosos de Rofo me recibieron. Anselmo arreglaba la puerta forzada. Pasamos al interior de su desordenada vivienda. Me entregó la sierra, ya reparada, y se demoró en explicaciones sobre el correcto uso del aparato. Me pareció que intentaba demorar mi partida. Cuando yo estaba por salir, con ánimo sombrío me dijo:

        —Le cuento esto porque usted no es de acá, y a alguien se lo tengo que contar. La nevada de anoche me sorprendió jugando al truco en el bar. Cuando terminamos la partida, había nevado tanto que era imposible salir. El camino se había vuelto intransitable. ¡Que macana! Pensé. Ahora tengo que pasar la noche en el pueblo. Eugenia improvisó unas camas con los almohadones de las sillas y nos prestó algunas mantas. Nos quedamos bebiendo, contando cuentos y tratando de dormitar mientras esperábamos que amainara la tormenta. Al mediodía pasó la máquina y limpió la ruta. Recién entonces pude llegar hasta acá. Encontré el portón abierto, la cerradura forzada. ¡Mierda, entraron ladrones! Pensé. Adentro había desorden: la lámpara, esa que está allí, estaba rota, la silla fuera de lugar, y la fruta, esa que ahora está sobre la mesa, la encontré toda tirada por el suelo, y Rofo en un rincón jadeaba. Casi no podía respirar. Busqué la lata donde guardo los pesos y algunos dólares que dejan los turistas. Por suerte estaba. Entonces me preocupé por Rofo que seguía con sus jadeos. Como no le encontraba nada, lo cargué en la furgoneta y volví al pueblo a ver al veterinario. Lo revisó, le abrió la boca y del fondo de la garganta le sacó un hueso. Pensé que sería un hueso de pollo, pero no, cuando lo miré bien me espanté, no lo podía creer, era un dedo, un dedo humano. Mi fiel Rofo había defendido la casa y ahuyentado al intruso. Pero tenía la prueba que necesitaba, haría la denuncia en la comisaría para que metan preso al ladrón. Además podría cobrar el seguro para reparar la puerta. Agarré el dedo con asco y lo puse en esta cajita de vacunas que me dio el veterinario y voy a la comisaría. Me atiende el milico de guardia, que era un pibe nuevo. Le digo que vengo a hacer una denuncia. Me dice que tengo que esperar hasta que llegue el comisario, porque el sargento que escribe las actas tuvo un problema. Durante la nevada de anoche un perro salvaje le arrancó el dedo y ahora esta con licencia médica en el hospital.





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