El Terraplén del Bajo

Pablo A. Chami


La casa estaba en San Isidro, en el bajo de San Isidro. Cuando el viento soplaba fuerte desde el río, Guillermo sabía que era el anuncio de una crecida. Oía el lúgubre aullar de la sirena de la Prefectura Naval avisando de la inundación. Primero se anegaba la calle y luego el jardín. Las olas golpeaban los pilotes de concreto que elevaban la casa sobre el terreno para defenderla del agua. El frente, que alguna vez había sido blanqueado con cal, estaba lavado por muchos años de lluvia. Un cerco de ligustro mal podado ocultaba de las miradas de la calle al pequeño jardín. Allí, arbustos y flores, plantados por Clara hacía tiempo, crecían descuidados junto a una palangana de fierro oxidada, una escoba vieja y un descolorido enano de jardín. Por una estrecha escalera de ladrillos se subía a la galería donde había una mesa, tres sillones deslucidos. Contra la pared estaba apoyado un bote de remos que servía para llegar, los días de inundación, hasta el terraplén del viejo ferrocarril del bajo donde comenzaban las tierras altas. Desde la galería se entraba a la casa por una puerta de madera protegida con una reja. En la sala se amontonaban sin orden un sillón descolorido, un televisor de modelo antiguo, una mesa redonda con cinco sillas, y al costado, una mesita baja, sobre la que estaban: el teléfono, una pila de correspondencia y las facturas sin pagar.

Guillermo, sentado en su sillón preferido, escribía un artículo que le había encargado el director del semanario. Clara entró agitada, diciendo:

—Me asaltaron en el supermercado. Cuando estaba comprando las verduras, aparecieron dos tipos con revolver, amenazaron al gerente y a la empleada, tomaron el dinero de la caja. El más joven gritó: "¡Quédense en el piso boca abajo!" Y me miró con ojos grises, fríos como el acero. "¡Cara al suelo! Si levantan la nariz del piso les aujeréo el bocho". Nunca olvidaré esa mirada.

—¿Y…? ¿Qué pasó?

—Estaba muerta de susto, y lo veía medio de reojo. El joven se me acercó y me puso el caño de la pistola en la cabeza y me pidió "la guita". Yo abrí la billetera y le di los pesos que tenía para las compras. Por suerte, el billete de cien que vos me dejaste, lo tenía escondido en el corpiño y no lo vio. Al final, los tipos le sacaron la llave del auto al gerente de supermercado y se fueron a la disparada.

—¿Y después?

—El gerente se portó bárbaro, nos cobró la compra que habíamos hecho a mitad de precio. La policía vino al poco rato y nos preguntó si reconoceríamos a los delincuentes. Al viejo no lo vi muy bien pero al joven sí. ¡No puedo olvidar esa mirada de hielo! Seguro que algún día de estos me llega la citación de la comisaría para declarar.

—Tené cuidado con lo que hables, podés meterte en un lío, es mejor que digas que no los conocés.

—¿Cómo voy a decir eso? Esta clase de tipos deberían estar presos. Son un peligro. —Dudó unos segundos—. Mirá, ¿qué hubiera pasado si se le escapaba un tiro al rubio ese cuando me puso la pistola en la cabeza?

Guillermo, incómodo, quiso cambiar de tema:

—¿Qué te parece si preparás la ensalada y comemos? Abrí el vinito que guardamos para las visitas, un buen trago te va a tranquilizar.

—Sí, me viene bien, porque a la tarde tengo que corregir todas esas pruebas, el lunes hay que entregar las notas a la directora.




A los pocos días llegó un policía con la citación. Clara debía presentarse por la mañana para declarar.

—Sabés, Clara, estaba pensando que ese personaje del joven asaltante y el robo al supermercado pueden ser el comienzo de un cuento, —dijo Guillermo durante el almuerzo—. Lo que me contaste me sigue dando vueltas en la cabeza.

—Esperá que yo declare mañana y te cuento como sigue, —bromeó Clara—. Puede ser que tengas suerte y la revista te lo publique.





La comisaría era un pequeño chalet de tejas rojas. Una calle de tierra la separaba del terraplén de la vieja vía, que habían construido los ingleses en su época de esplendor y que estaba en el límite entre las tierras inundables y los terrenos altos. La estación en desuso, que esperaba inútilmente los trenes que ya no vendrían, ocultaba el río. Soplaba un fuerte viento sudeste y el ruido de las olas que golpeaban contra el paredón y ese aire de humedad, anticipaban a Clara la posibilidad de una inundación. En un pequeño cuarto mal iluminado, detrás de un viejo escritorio, la recibió el oficial de la policía.

—¿Clara Morales?

—Sí señor.

—¿Estado civil?

—Soltera.

—¿Domicilio?

—Vivo en el bajo de San Isidro con mi hermano Guillermo.

—¿Ocupación?

—Profesora de historia en el Nacional.

El oficial colocó papel con carbónico en una antigua Olivetti y, con voz acostumbrada a mandar, ordenó:

—Cuénteme los hechos.

Clara revivió el asalto. Sintió otra vez la pistola del joven en su sien, el terror y la angustia de esos minutos boca abajo, esa mirada gris, helada.

El oficial le mostró algunas fotos de delincuentes, todas de frente y de perfil, con un número debajo. No reconocía a nadie. Por último una foto en color, una instantánea. Vio una casa de chapas, policías, dos hombres esposados, invierno. Reconoció al joven, mucho más joven, y al viejo, y en el fondo, mirando a la cámara, el oficial que hoy le tomaba la declaración.

—Es ese, —dijo Clara— creo que el otro también. Y el oficial que mira a la cámara, ¿no es usted?

—Sí, y ellos son padre e hijo, Manzana y Manzanita Gómez; y este es un procedimiento de hace algunos años, cuando yo recién empezaba. Al padre lo metimos adentro, pero ya cumplió su condena: tres años. El joven fue a un reformatorio porque era menor, pero salió al poco tiempo. Si usted los reconoce podemos atraparlos. Clara, creo que usted debería declarar delante del Juez.

Clara regresó a su casa pensando que tal vez el agua ya llegaría al jardín. Para caminar los últimos metros se sacó los zapatos y pisó por los lugares seguros que conocía tan bien. El enano asomaba su cabeza sobre el agua. Telefoneó a Guillermo a la revista para avisarle de la crecida, y que a las siete lo esperaba con el bote en el terraplén. El sol de la tarde aparecía entre las nubes negras dejando ver jirones de cielo azul y turquesa. Clara remaba despacio, y le dijo a Guillermo:

—Ya tenés la continuación del cuento—, y narró lo dicho por el oficial.

—Puede ser bueno, veremos...

Guillermo ató el bote a la escalera que hacía las veces de muelle, y subieron. Se escuchaba el golpeteo de las olas contra el terraplén.





El jueves siguiente, Clara recibió una citación como testigo, debía declarar en los tribunales de San Isidro. Llegó temprano al moderno edificio que se destacaba entre las casas coloniales del centro de la ciudad. El juzgado estaba en el séptimo piso. Delante de la puerta de madera oscura había un banco largo donde esperaban el gerente del supermercado y la cajera. Un empleado del juzgado se asomó a la puerta les dijo que en pocos minutos les tomarían declaración. Al tiempo se abrió otra puerta lateral y salieron dos policías de uniforme escoltando a un joven. Clara reconoció a Manzanita Gómez. Se detuvo junto a ella, la miró, y Clara sintió nuevamente, durante unos pocos segundos, esa mirada helada. Los policías lo obligaron a seguir caminando con un fuerte empujón.

—Clara Morales, pase a declarar—, gritó una voz desde el juzgado.

El secretario mecanografió el Testimonio de Clara en su antigua máquina de escribir. Al terminar dijo:

—Con estas evidencias seguro que dormirán un buen tiempo a la sombra. Quedarán con prisión preventiva durante el proceso que puede durar todavía varios meses. Señorita Morales, puede irse tranquila.

Durante la cena, Clara le contó a Guillermo lo sucedido en el juzgado, y terminó diciendo:

—Ahora ya tenés suficiente material para el cuento.

Después, mientras Clara lavaba los platos, Guillermo colocó una flamante hoja de papel en la máquina de escribir. Se frotó las manos varias veces, como hacía cada vez que comenzaba un texto y tecleó: "La casa quedaba en San Isidro, en el bajo de San Isidro..." Pasada la media noche había escrito varias carillas y estaba cansado. Clara ya dormía en la habitación contigua. Se acostó y durmió profundamente.

Despertó al amanecer, una hora antes que de costumbre, inquieto, pensando en el final del cuento. Durante el desayuno le dijo a Clara:

—No le encuentro un buen final, a veces, lo que puede ser interesante en la vida real no sirve para un cuento, lo voy a dejar.

Se levantó y le dio un beso Clara y salió para la redacción, cerrando tras de sí la puerta.





Pasaron algunas semanas y Guillermo se olvidó del cuento. Esa mañana soplaba otra vez el viento, en realidad lo escuchó toda la noche entre sueños. Seguro que tendremos crecida, pensó. Salió a la galería y vio que el agua llegaba al jardín y seguía creciendo. Llamó a la revista y avisó que se quedaría todo el día en casa, por precaución. Al mediodía, el agua tapó al enano y seguía subiendo. Guillermo le pidió a Clara que fuera en el bote al almacén a comprar comida y algunas velas porque seguro que cortarían la luz. Pensó: esta sí que va a ser brava, será una gran crecida. Se sentó en la galería, descansó la cabeza en el respaldo del sillón. Comenzó a llover despacio. El ruido del oleaje contra el terraplén le recordó el cuento que estaba sin terminar. Si escribimos un cuento basado en hechos de la realidad, y si el autor cambia estos hechos, ¿cambiará la realidad? Pasó su mano por la frente intentando disipar estos pensamientos. Esa tarde concibió un final. Buscó la máquina de escribir y la colocó sobre la mesa de la galería.

Escribió: "Manzanita Gómez llegó hasta la vía, escuchó el ruido de las olas que golpeaban contra el terraplén. El río estaba creciendo. Caminó por la calle inundada hasta la casa que vigilaba desde hacía un mes. Porque hacía ya un mes desde que lo habían soltado por falta de mérito. Qué bueno que las cárceles estén repletas y que los juzgados no puedan manejar todos los expedientes. Vio la cabeza del enano asomando sobre el agua oscura. Subió las escaleras dejando charcos tras de sí. Empujó la puerta que se resistió. Con una barra de hierro la abrió de un golpe. Caminó en la penumbra y tiró al piso la mesa del teléfono. Enfrentó a la mujer de ojos desorbitados. Alba vio por última vez esa mirada helada. Dos golpes de la barra bastaron para derribarla. Un hilo de sangre brotó de la cabeza y manchó los papeles desparramados. Manzanita corrió hasta la puerta, tropezó con el teléfono y cayó al suelo, la barra rodó lejos de su alcance; no la encontró. Bajó con tres saltos las escaleras y se perdió, por la calle inundada, detrás del terraplén. El ocaso manchaba de rojo las nubes”.

Guillermo sacó el papel de la máquina. Le gustó el texto, lo presentaría a la redacción. Cuando Clara regreso del almacén se lo leyó.

—Me da miedo.

—¿Por qué?

—No sé, puede ser intuición femenina, —respondió Clara—, o un presagio.

La revista publicó el cuento a la pocas semanas. Guillermo le dijo al director que se basó en un hecho real que protagonizó su hermana Clara, aunque, por supuesto, el final no era cierto, manzanita Gómez estaba preso.







Unos meses mas tarde, Guillermo recibió un llamado telefónico de Clara:

—Vení temprano esta noche, el agua está subiendo. A las siete te espero en el terraplén.

Antes de dejar la redacción el director se acercó al escritorio de Guillermo.

—¿Te acordás del personaje que usaste para tu cuento? ¿Cómo se llamaba?

—Manzanita Gómez.

—Sabés que el juez lo dejó en libertad por falta de méritos. ¡Es terrible la impunidad que hay! Aunque pensándolo bien, podríamos hacer una nota sobre el tema.

A las siete, Guillermo esperaba en el terraplén, el bote de Clara no estaba. Esperó otra media hora y comenzó a preocuparse. El atardecer enrojecía el cielo. Se descalzó y caminó por la calle inundada. El agua ya tapaba al enano del jardín. Al subir la escalera, todo era silencio. Vio charcos de agua sobre el piso de la galería, la puerta estaba abierta y el teléfono caído, los papeles desparramados, vio una barra de hierro caída en el pasillo...




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