La Ventana

Pablo A. Chami



Había escrito algunos cuentos, notas periodísticas, y ensayos sobre temas diversos, pero intentaba sin éxito escribir mi primera novela. La ciudad, los ruidos, las noticias y las preocupaciones no me permitían avanzar. Pensé que la única manera de concentrarme era escribir en un lugar alejado y solitario. Inmediatamente recordé la cabaña. La había encontrado el año anterior cuando navegaba con Ricardo por el lago. Era accesible por agua, a una hora de lancha desde el pueblo. También se llegaba, a paso de mula por una huella abierta a machete en la tupida vegetación de la cordillera patagónica tras varias horas de camino. La pequeña cabaña estaba edificada sobre una roca que se elevaba unos diez metros del agua. Por un gran ventanal se veía el lago, los bosques de coihués y la cordillera nevada. No había electricidad y una estufa a leña alejaba el frío de las noches.

La alquilé por toda la temporada. Llevé a Clara, mi fiel ovejera, una vieja Olivetti portátil, un cajón con los libros que no había tenido tiempo para leer y mis antiguos apuntes con material para la novela.

Un mediodía de sol, los ladridos de Clara anunciaron algún visitante poco frecuente. Una pequeña lancha se agrandaba sobre el lago. Bajé al muelle y vi a Ricardo, que estaba acompañado por una morocha despampanante. Los ayudé a bajar.

–Me escapé de la fábrica para pescar por una semana, –dijo Ricardo, y volviéndose a la mujer, continuó–. Te presento a mi amiga Sonia.

Caminaron abrazados hasta la casa. "Muy abrazados", pensé. Trajeron empanadas y vino, que, para mí, eran como un banquete luego de la dieta de ermitaño de las últimas semanas. Preparé una mesa y almorzamos bajo los álamos.

En un momento que estuvimos solos, Ricardo me contó que la conoció en una exposición de pintura, entre champagne y bocaditos, hacía un mes. Esa misma noche del champagne pasaron a la cama sin muchos preámbulos. Estaba loco por ella y la adoraba. Era muy liberada y no quería ninguna relación fija con un hombre. Tenía un programa feminista, algo subido de tono, que se emitía por una radio de frecuencia modulada, tarde por la noche.

Se fueron, como dos novios, antes que cayera el sol. No supe más de ellos hasta que un día de principios del otoño, cuando las hojas se teñían de rojo y la novela ya estaba escrita, desde el ventanal divisé una embarcación grande con numerosas personas a bordo. Turistas y pescadores. Bajó Sonia, rutilante, y pidió al capitán que volviera a buscarla por la tarde.

Subimos a la terraza y, antes que yo pudiera abrir la boca, me preguntó por Ricardo, el hijo de puta. Lo estaba buscando por todos lados. En Buenos Aires no estaba. Le dijeron que estaba en el sur, pero en el pueblo no estaba, y en su cabaña tampoco, por eso pensó que el guacho estaría escondido acá, o que por lo menos yo sabría donde. "Me tengo que casar con él", dijo, "porque este hijo que llevo en mis entrañas es de él", explicó, "y el cretino de Ricardo se me escapa, no quiere reconocer su responsabilidad. ¡Machista!" La tarde trascurrió con Sonia contando sus penas.

Cuando el sol se ponía, por la ventana vi acercarse otra lancha. Era la lancha de Oscar Fuentes, quien solía visitarme cada quince días para "tener una charla entre escritores", como él decía. Demasiadas visitas para un solo día, pensé, y bajé a recibir a Oscar.

Ante humeantes tazas de café y galletas, Sonia y Oscar intimaron. Él le contó que vivía en El Bolsón, le contó su actividad periodística en un diario del sur y su comercio de exportación de frutas a Europa; ella habló de su programa radial y sus ideas feministas. Se miraban intensamente a los ojos y se olvidaron pronto de mí.

Él la invitó a cenar en el pueblo y luego, a su cabaña para mostrarle los escritos. Se fueron tomados de la mano. Desde el ventanal, la lancha se perdió en el crepúsculo.

A Oscar fuentes lo veo durante las temporadas de pesca. Me dijo que no sabía del presunto embarazo de Sonia, que ella se había vuelto a la ciudad luego de tres inolvidables noches de amor. Cuando apareció mi novela, Oscar hizo un buen comentario en su diario.
Sonia nunca más volvió al sur. Tampoco supe si tuvo el hijo. A veces, luego de la medianoche, la escucho en su programa de radio.




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