Juicio de J. T. Medina acerca de la Inquisición

 

El apego que siempre manifestaron al dinero, salvo contadas excepciones, jamás reconoció límites, considerándose el puesto de inquisidor tan seguro medio de enriquecerse que, como sabemos, se compraban los puestos de visitadores, como más tarde hubieron de venderse en almoneda pública hasta los destinos más ínfimos.

Su puesto lo utilizaron bajo este aspecto, ya comerciando con los dineros del Tribunal, ya partiendo con los acreedores el cobro de sus créditos, haciendo para ello valer las influencias del Santo Oficio, ya imponiendo contribuciones, ya captando herencias de los mismos reos, y, sobre todo, con el gran recurso de las multas pecuniarias y confiscaciones impuestas a los reos de fe, de las cuales ningunas tan escandalosas como las que sufrieron los portugueses apresados en 1635 y que pagaron con la hoguera el delito de haberse enriquecido con su trabajo; siendo tanta su avaricia que como ejemplo y norma de lo que después estaba llamado a suceder, recordaremos el caso de uno de los fundadores del Tribunal que, según el testimonio de su mismo secretario, se murió de pena por habérsele huido dos esclavos.

Los casamientos ventajosos realizados a la sombra del nombre inquisitorial, los remates de rentas reales verificados por interpósitas personas, todo lo utilizaban a fin de allegar caudales.

Desunidos entre sí y tan enemistados que vivían perpetuamente odiándose; altaneros con todo el mundo, comenzando por sus mismos dependientes; vengativos hasta no perdonar jamás al que cometía el atrevimiento de denunciarles o siquiera expresarse mal de ellos; ocurriendo siempre al arsenal de sus archivos para encontrar o forjar rastros hasta de los más recónditos secretos de quienes se proponían perseguir; desempeñando sus oficios con tanto descuido que difícilmente podía hallarse, según lo acreditan los expedientes de visita, una sola causa tramitada conforme a su código de enjuiciamiento; habiendo comenzado por hacerse odiosos y terribles, para concluir en el más absoluto desprestigio y burla; secundados por gente siempre a su altura, por su espíritu de venganza, ignorancia, avaricia y disolución de costumbres; crueles hasta lo increíble; muriendo, por fin, como habían vivido: tales fueron los ministros que con nombre del Santo Oficio estuvieron encargados de mantener incólume la fe en los dominios españoles de la América del Sur.

Si los pueblos sujetos a su férula no descendieron más en su nivel moral, intelectual y social, fue porque el apocamiento humano tiene ciertos límites que es imposible franquear; pero siempre el estudio de esta faz de la vida de los pueblos americanos se impondrá a todo el que quiera penetrar un tanto en el conocimiento de las causas y elementos que hoy constituyen su sociabilidad.

José Toribio Medina, La inquisición de Lima, Tomo II, Pag. 420.


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