por Liliana Mizrahi
El aceleramiento, la agitación, el ruido, el aturdimiento y la confusión de los tiempos históricos que vivimos, (tanto mujeres como varones), hace que muchos adolescentes no dejen la adolescencia, que no crezcan, que permanezcan inmaduros y se olviden, que deleguen, posterguen, trivialicen o racionalicen, tareas madurativas-evolutivas, tareas vinculadas a la edad, estudiar, trabajar, noviar, viajar, vivir solo, criar a los hijos, crecer profesionalmente, decidir y construir la vida que quieren.
¿Qué permiso interno tenemos para hacer lo que queremos y podemos?
¿Conocemos nuestras limitaciones? ¿Somos o no somos libres?
Ese estilo de vida: acelere y atropelle, arrastra una confusión inevitable que compromete la relación del individuo con la realidad.
Esta distorsión de la realidad, no es sino el efecto de la angustia que rige al conjunto de la sociedad. Angustia que nos atraviesa y cae sobre todos, de un modo u otro.
Angustia que pone en marcha la violencia, y revela que ya fermentó en algún proceso subterráneo, del que no hay conciencia hasta que explota y pone de manifiesto todo lo omitido, oculto.
En este escenario de apuro, casi de urgencia, la adolescencia se inicia muy temprano.
La infancia se acorta, porque empuja a la pubertad, que se adelanta cada vez más. Todo parece empezar antes y paradojalmente terminar mucho después.
Los que no salen de la adolescencia, los adolescentes tardíos, multiplican el tiempo de su estadía en esa etapa, están cómodos y la comodidad va en contra del cambio. Entonces…
La adolescencia se alarga, se estira y se demora en adultos jóvenes, inmaduros, un tiempo indeterminado. La vida entera. La inmadurez abunda, avanza, es cómoda.
La madurez
*Una tarea que exige la madurez es detenerse para ver y re-conocer la totalidad.
Comprender la totalidad y ahondar en los significados de esa totalidad vivida.
*Otra tarea de la madurez es transformar lo vivenciado-experienciado, lo vivido para convertirlo en conocimiento, aprendizaje, cambio, crecimiento.
La velocidad que se le imprime a la vida cotidiana, la urgencia en la gratificación del deseo, el aturdimiento, se confunda la realidad, se alteran las prioridades y se pasa por alto y muy rápido lo que se vive, lo que se está viviendo y así: una experiencia trascendental se reduce a la anécdota como único saber: superficial, trivial, incompleto.
No hay aprendizaje porque se saltea el significado profundo de la experiencia.
Hay un conocimiento superficial, anecdótico e inútil de lo sucedido. No trasciende en experiencia, conocimiento, porque no se ahonda el significado de la experiencia, todo queda arriba en la superficie o en la cabeza, que racionaliza y parece entender pero… no hay cambio, no hay transformación. El sujeto sigue siendo el mismo, no entendió nada. Lo que vive no lo cambia. Es idéntico a sí mismo. Pase lo que pase, el sujeto (varón-mujer) se mantienen idénticos a sí mismos.
En general, impera la superficialidad porque es fácil y cómoda, es complaciente. Se banaliza la complejidad de la condición humana. Triunfa un infantilismo maníaco y un individualismo egoísta y narcisista.
La vida es corta mejor hago lo que quiero.
En la mayoría de los casos el temor a que el bienestar no alcanzado hasta el presente, ya no tenga lugar en el futuro, hace creer que hay que vivir a mil porque “la vida es corta”, manejar a mil para llegar antes, decidir a mil para no perder nada y no pensarlo demasiado, casarse o divorciarse a mil, todo es lo mismo, rápido, atropellado. No hay prioridades claras. Todo parece tener la misma importancia. No hay anticipación de las consecuencias. No hay prevención. No hay señal de alarma. No hay introspección ni autocrítica. Hay inmadurez.
¿nos dejamos ganar por la falta de valores y el vacío?