El
maestro interior
Por Liliana Mizrahi
Brasil, San Pablo, Febrero de 1988. Comunidad de Nazaré.
Para
ese mes de febrero, estaba organizada una actividad donde no había más lugar
para participar. Se trataba de un curso de telar, con una maestra que había
venido a la comunidad para darlo. Yo quería participar e insistía en que me
hicieran un lugar y finalmente apareció el lugar.
En
ese momento, ya había pasado lo de la serpiente, y comencé a estar muy contenta
con todo lo que estaba con viviendo. El encuentro con cada uno de ellos y todos
los aprendizajes que me estaban permitiendo hacer con ellos, y yo que no paraba
de preguntar y preguntar y aprender, aprender, aprender.
Me
sentía querida por ellos y yo también comencé a expresar más directamente mis
afectos.
Llegó
el día de comenzar el taller de telar.
Los
que participábamos estábamos sentados en el suelo, en una pequeña sala con
canastos y lanas de colores, cintas, telas, hilos, cuerdas, sogas, restos,
tijeras...
El
cuarto tenía mucha luz, amplias ventanas y estaba rodeado por el jardín. La
maestra de telar tardaba en llegar. Descansábamos en silencio mientras
esperábamos. Llegó la maestra y nos dijo:
“No
podré estar con ustedes para dar el taller, debo cuidar a una persona enferma
que está en la comunidad, así que los dejo en manos de sus maestros interiores, (¿?????) ayúdense entre ustedes, pidan ayuda,
sean intuitivos y manténganse concentrados. Suerte a todos!!
Voy
a volver a verlos”. Y se fue.
Yo
confieso que me frustré, me enojé, me sentí abandonada, sin saber qué hacer, en
mi vida había agarrado un telar, tuve una reacción infantil pero verdadera, y
otra vez comprobé el afecto y la paciencia que mis compañeros tenían.
Me
sentía decepcionada. Mis compañeros se dieron cuenta y me dieron una enorme
cantidad de algodón recién cosechado y me dijeron que tenía que limpiarlo de
las semillas y de todo lo sucio que todavía tenía adentro.
Me
contaron que Gandhi hacía mucho esa meditación, y seguramente después de
meditar con el algodón sabría qué quería hacer con el telar.
Comencé a limpiar el algodón. Eran copos
blancos, muy suaves, como nubes pequeñas, a las que había que sacarle lo duro,
lo feo, lo sucio, lo que no servía, me acordé de la meditación del buen arroz.
¿Había
que hacer cómo en la vida? Sí! hay que separar lo duro, lo que no sirve, lo
inútil, lo que ensucia, de lo que sirve, nutre.
Estuve
un rato largo haciendo eso, tenía la cabeza en blanco como los copos.
No
sé a qué nube me había subido yo. Miraba a mis compañeros que algunos armaban
los telares para otros que no sabían y cada uno estaba en alguna tarea.
Concentrados, en silencio.
La
meditación del algodón me sumió en un profundo sueño. Nadie me despertó.
Tuve
un sueño muy profundo que recuerdo perfectamente, no sé cuanto tiempo pasó y me
desperté. Anoté el sueño en mi cabeza para no olvidarlo.
Volví y pregunté si alguien me podía enseñar
cómo armar un telar, cómo hacer la urdimbre, y enseguida alguien acudió a mi
ayuda y comencé a armar ese pequeño primer telar donde tejí una pequeña tela
que hoy conservo.
Desde
ese día, algo se me reveló y comencé a crear sin parar, hasta hoy.
Mientras
tejía, el entusiasmo y la alegría era tal que me llenaba la cabeza, el pecho,
el alma. Es como si hubiera encontrado el sentido de mi vida y creo que fue
así.
La
alegría, el despegue que significa crear fue para mí muy importante. Dejar que
las manos hagan. Verlas hacer.
Cuando
llegaba la hora de la meditación, en que todos debíamos parar, detenernos en lo
que estábamos haciendo y meditar. Yo no podía parar, no quería parar hasta que
mis compañeros de la comunidad decidieron dejarme hacer y no forcejear conmigo.
Lo agradecí sinceramente. Cumplía con el resto de los horarios.
Trabajaba
velozmente. Trabajaban las manos. Ellas se movían y yo las seguía. Me guiaban.
Ellas sabían mucho más que yo. Era una experiencia de canal, ser canal de una energía que yo intentaba recibir, expresar
y transformar. Así lo interpretaron los compañeros de la comunidad.
Trabajaba
con todo, utilizaba todo lo que caía en mis manos. Con lo que había en el
canasto de basura, en el suelo, para mí era un juego muy placentero.
Cuando
ya tenía 4 piecitas de telar tejidas por mí, las mostré, las expuse y quería
que me dijeran qué les parecía a ellos y todos me respondían que lo importante
es lo que me parecía a mí.
Otra
vez yo. ¿me gustaba o no? ¿qué sentía mirando mis 4 piecitas de telar? ¿qué me
había pasado? ¿qué había pasado con ese entusiasmo? ¿quería seguir creando?
Mis
compañeros con sus respuestas, otra vez, me obligaron a cambiar de lugar. Me
tenía que gustar a mí. Yo tenía que saber qué sentía yo frente a mi pequeñita
obra.
Todas
las respuestas de mis compañeros me remitían a mí y eso, otra vez, me cambió de
lugar. Lo importante, era si me gustaban a mí o no. Si aprendía algo de toda es
experiencia. Y una de las cosas que aprendí es que lo que hago me tiene que
gustar a mí y cuando no me gusta, debo esperar un poco.
Esta
es la historia de qué pasó cuando se despertó mi maestro interior. Mi maestro
interior existe, y recurro a él o ella, pero sé que está.
Liliana
Mizrahi. Enero 2013. Buenos Aires.