La serpiente

 

                                                                        Por Liliana Mizrahi

 

San Pablo. Brasil. Febrero de 1988.

 

Seguíamos en la comunidad mi amiga y yo y otros tantos brasileros y argentinos, haciendo un vida muy diferente a todo. Nos levantábamos a las 5 de la mañana a meditar. Cuando terminábamos de meditar, íbamos a desayunar. Hacíamos una ronda alrededor de la mesa donde estaba el pan recién hecho, el dulce, el queso, té y agradecíamos todo lo que íbamos a comer. Esa ronda era hermosa para mí. Me hacía bien agradecer. Desayunábamos en silencio, contemplando la naturaleza, concentrados en cada bocado.

 

Todo era meditativo, masticar, lavar, barrer, trabajar la tierra, caminar, amasar el pan, lavar los baños o la cocina o los platos, bañarse, descansar. Ese fue el gran aprendizaje.

 

Después del desayuno los que querían volvían a su habitación a ordenarla, ventilarla, hacer la cama. La higiene, el orden, la limpieza tiene un carácter espiritual también, es amor a sí mismo/a, es cuidado de sí mismo y del lugar que uno habita. Todo se realizaba concentradamente, era el aquí y ahora permanente, eso permitía otra comunicación, con palabras o sin palabras, otra manera de estar y además una conciencia muy amplia del amor, depositado en pequeñas tareas.

 

Ellos, la gente de la comunidad, decían: “cómo está adentro// está afuera. El afuera muestra el adentro”.

 

Este clima meditativo y sereno, me permitía pensar en la muerte de mi madre y en su vida y en nuestras vidas juntas y separadas.

Me gustaba arreglar mi cuarto, ella me había enseñado eso de chica.

Teníamos un baño compartido que debíamos limpiar después de usarlo, para que, el que viniera después no encontrara señales de nuestro paso.

Ese fue un aprendizaje del respeto, del cuidado al otro, de su bienestar. Parecía un re aprendizaje de la responsabilidad y el respeto.

 

Mi amiga estaba tan feliz que un día me dijo: ¿no nos habremos muerto y estamos en el paraíso?

Después de esa pregunta me sucedió una de las cosas más raras e impresionantes de mi vida.

 

Era la hora de la siesta, mi amiga y yo caminábamos por los senderos del jardín que era maravilloso por la variedad de plantas y flores y pájaros en los árboles, altísimas palmeras: el paraíso.

Seguimos caminando, había pocas personas alrededor y algo frío, húmedo y duro se me enroscó en las piernas, en los tobillos y lo único que atiné a hacer fue gritar y saltar, no podía mirar qué era, mi amiga miró y gritaba más, los otros de por ahí miraban mis tobillos y gritaban también. Empezó a aparecer más gente.

 

Una serpiente se había enrollado en mis tobillos y me impedía moverme, lo único que supe hacer fue saltar y gritar, y ver las caras de los que me rodeaban. Fueron instantes, minutos, no sé, pero de tanto saltar la serpiente se soltó, me soltó y se fue. Ese salto fue un Salto con mayúscula en mi vida. comencé a crear, crear, crear como algo cotidiano que yo necesitaba hacía años.

 

La serpiente nunca me hizo daño, ni me picó, ni yo intenté agredirla. Mi amiga estaba en pánico y todo lo que se le ocurría era ir a ponerse zoquetes. Me dieron agua. Me atendieron con cariño. Nunca ví la serpiente pero la sentí, sobre todo su fuerza, su dureza.

 

Inmediatamente recordé que antes de viajar a San Pablo, fuimos a visitar a gente que llegaba de la comunidad, para saber qué llevar o no llevar, cómo era el lugar, el clima. En una de esas reuniones yo pregunté: ¿hay serpientes en la comunidad?

Mi amiga y los otros (que eran psicólogos) me dijeron que las serpientes las tenía yo en la cabeza.

La asociación con ese recuerdo y la comprensión fue inmediata, era una percepción profunda, de esas que yo tengo y nadie me cree.

 

La gente de la comunidad leyó el hecho como lo suficientemente importante para convocar a una asamblea para después de la cena. Yo estaba en estado de conmoción y, más que nunca, me quería ir, más que nunca, irme  a casa.

 

Ahí nos reunimos después de cenar, es inolvidable para mí porque dije todo lo que sentía y pensaba sin filtro. Me sorprendió mi agresividad, mi sinceridad y mi libertad de ese momento.

 

Les dije que no les creía el amor que expresaban, que me parecían falsos y boludos, que estaba muy cansada y quería estar en mi cama, en mi casa, con mis hijos, que estaba ahí porque era gratis y yo no tenía dinero. Que era insoportable el ritmo de la comunidad, que me costaba mucho levantarme a las 5…..que estaba muy triste y no me ayudaba nada de lo que hacía. Todo me parecía falso e impuesto.

Me sentía alejada de todos.

 

A cada cosa que yo decía alguien me contestaba algo amable, amoroso, con rostro serio pero con cariño. Ese cariño me empezó a ablandar. Empecé a sentir que eran amables y comprensivos, me estaban dando una gran lección. Nadie se enojó ni se ofendió con todo lo que dije. Sabían de la condición humana. Sabían del dolor. Eran empáticos.

 

Me dijeron cosas inteligentes:

que mi madre seguramente tenía mucho miedo a los animales y me había dejado esa herencia y por algo yo estaba en esta situación, para quedarme a ver qué me pasaba a mí con los animalitos. Era cierto, mi madre tenía una gran fobia a los animales y estoy segura que me la transmitió, si bien yo he podido superarla con limitaciones.

Me dijeron que tenía cosas pendientes con mi madre y era cierto.

Me dijeron que si me iba, estaba pateando el problema con los animales y otras cosas, para adelante pero no lo estaba resolviendo. El problema iba a volver. Esto se iba a repetir. Era cierto.

 

Debía quedarme para resolver ese problema y otros porque el problema iba a volver.

 

Yo los escuchaba atenta, me daba cuenta que tenían razón, no podía no escucharlos, y me sorprendía el tono afectivo sincero en el que me hablaban. Empecé a sospechar que eran seres verdaderos. Empecé a desconfiar de mi propia desconfianza y mis prejuicios.

Me convenció la certeza de que se iba a repetir y me quedé para aprender. Agradezco haberme quedado. La comunidad fue un hito en mi vida.

 

Reconozco que estaba sorprendida con todo. Sorprendida e interesada. La experiencia me empezaba a gustar. Quizás salí del aislamiento del duelo, me conecté con los otros y los aprendizajes se multiplicaron y continúan hasta hoy.

 

El encuentro con la serpiente fue un antes y un después, porque a partir de ahí comencé a crear, todos los días hasta hoy, con lo que podía, hasta que llegué al telar, pero eso es otra historia que también les voy a contar. En ese momento tuve un sueño significativo que recuerdo bien.

Todo empezó a cambiar porque yo empecé a cambiar. Algo se afirmó en mí.

 

La historia de la serpiente parece inverosímil, pero es real, tengo testigos y recuerdo mis saltos y mis gritos. No estoy inventando nada, estoy compartiendo un verdadero shock y todo lo que pasó después.

Salí de la cosa obstinada y fóbica de querer irme y meterme en la cama y pasé a querer saber y saber, aprender, aprender, aprender.

 

Otra historia muy linda es la de las acelgas, la del mono, la del sueño de otra compañera… inolvidable Nazaré.

 

Cariños Liliana Mizrahi.

Enero de 2013




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