LA MUJER TRANSGRESORA

 

Liliana Mizrahi

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PRIMERA PARTE: ACERCA DEL CAMBIO Y LA AMBIVALENCIA

 

No importa lo que la historia ha hecho con el hombre, si no lo que el hombre hace con lo que la historia ha hecho de él.

SARTRE

 

La conciencia del cambio, en tanto abre el riesgo de la propia aventura, rompe muchas veces la certeza ilusoria de una vida axiomática que hasta entonces ha sido referente de identidad.

Cambio es transformación, metamorfosis. La evolución natural de cualquier individuo es una sucesión ininterrumpida de cambios, pequeños, grandes, cuya metabolización y asimilación es fundante del sentimiento de identidad.

Sin duda, cambiar es experimentar satisfacciones y sufrimientos. La magnitud de unos y otros depende de los niveles de compromiso con que involucren nuestro sentimiento global de identidad. El objetivo momentáneo de este trabajo exige soslayar los aspectos positivos del cambio para centrarnos en los que implican tensión, angustia y conflicto, que, de modo general, dificultan la aceptación del cambio.

Reaccionamos con angustia ante las situaciones nuevas y también con depresión, ya que todo cambio implica incertidumbre. Vivir es, también, pasar inevitablemente por una sucesión de pérdidas. El vaivén evolutivo del proceso de crecimiento significa la pérdida de vínculos, objetos, coéductas, estilos. Todos ellos, si bien son sustituidos por otros a veces más evolucionados, no dejan, con su ausencia, de crear un fuerte impacto, desencadenando duelos que no siempre son bien elaborados.

Creo que las resistencias al cambio dependen en gran medida de la calidad de la elaboración así como de las características de la integración de estos duelos.

Más adelante desarrollará el tema del dolor. Por el momento basta decir que el dolor es la verdadera reacciÓn ante la pérdida. La angustia es una señal ante el peligro que dicha pérdida involucra para el sujeto. En tanto que la tristeza nace de la confrontación con la realidad que exige darse cuenta de dicha pérdida.

Cambio ignifica incursión en lo desconocido: comprometerse con hechos futuros que no son previsibles y enfrentar sus consecuencias. Esto, sin duda, crea ansiedad, depresión y también estimula la tendencia a conservar lo conocido, lo familiar, a través de la compulsión a la repetición como mecanismo de defensa a veces patológico ante lo nuevo.

Una primera evidencia de cambio es la conciencia de las conductas repetitivas. La conciencia crítica deja de percibir las conductas repetitivas como naturales para pasar a percibirlas como históricas.

El cambio es, en primera instancia, experiencia de la imposibilidad de seguir actuando según cánones habituales; y, en segunda instancia, conciencia crítica de los contenidos conflictivos de las conductas repetitivas. La conciencia crítica aparece fundada en la evidencia de la disfuncionalidad creadora de las conductas repetitivas. Estas dejan de ser espontáneas o automáticas para convertirse en problemáticas.

En estas conductas el tiempo es un tiempo estabilizado que adquiere valor mítico. Lo que estas conductas implican no se ve comprometido por el transcurso del tiempo, sino ratificado.

Mito es anticambio, legitimación de un ciclo de transformación que garantiza la continuidad de lo mismo. Más que a un comportamiento nuevo, la conciencia de cambio aparece originariamente vinculada a la problematización de "lo viejo" que aún tiene vigencia. Es a partir de esta situación básica, inicial, que empieza a perfilarse el concepto de cambio que involucra la noción de futuro.

En el proceso de transformación, algunos elementos tienen que mantenerse estables. No se trata, sin embargo, de una mera reiteración sino de una continuidad dinámica. Ella, por un lado, es la que resulta de la preservación del conjunto a través de la particular modalidad del cambio.

Los aspectos que tienden a mantener una continuidad de sentido en el proceso de cambio, reciben lo nuevo, lo metabolizan, lo asimilan y mantienen así la coherencia estructural de la identidad.

Paradojalmente, "repetir conductas" constituye un aspecto integrador del proceso de cambio.

Cuando la referida estabilidad de los aspectos básicos no es dinámica, es decir, cuando no asegura su permanencia a través del proceso de cambio, esos aspectos tienden a convertirse en conductas que se valen de la repetición patológica para garantizar su subsistencia.

Con esto nos introducimos en el tema de la compulsión a la repetición en el proceso de cambio.

Esta compulsión a la repetición fue pensada como expresión de "inercia de la materia viva", como búsqueda de descarga de lo reprimido y también como mecanismo de control de hechos traumáticos.

En Recuerdo, Repetición y Elaboración, Freud dice que repetir es un modo de recordar: "La repetición de ciertos modelos de conducta en una parte de la personalidad permite que otra cambie".

La angustia-señal frente al cambio aparece unida al sentimiento de pérdida de la identidad. En los casos en que esto ocurre, se busca que nada se modifique. Se quiere evitar así el reconocimiento de una temporalidad discontinua, la diferencia entre pasado y futuro, y ello en virtud de la inestabilidad que se apodera del, sentido del presente.

Se explica entonces la paradoja de la frustración e intolerancia a cambios que signifiquen éxitos o progresos para el individuo. Cualquiera de estos movimientos es vivido por la sensibilidad patológica como una aproximación a la muerte. La vivencia de no-mutación impide el crecimiento y da lugar a la infertilidad afectiva, a la inercia psíquica o, dicho de otro modo, a una "muerte psicológica".

La influencia de la angustia estructura conductas repetitivas que tienden a evitar el contacto con la realidad externa.

Para que la transformación sea auténtica tiene que atravesar y asumir el proceso de identificación crítica con la propia enfermedad. O sea, el reconocimiento en nosotros mismos de aquello que rechazamos. Me refiero a la enfermedad que expresa nuestra pobreza, nuestra miseria, nuestros límites. Todo lo que de negativo involucra también nuestra condición humana. .

El proceso de cambio requiere la aceptación de las propias fisuras. Son un componente de nuestra identidad. El individuo es libre y dueño de su transformación en tanto se empeña en liberarse de su dependencia. Para ello se vale de su conciencia crítica.

La transformación, como enseña Hegel, comienza como antétesis. Uno es uno mismo en tanto se transforma en un combatiente contra su dependencia sin olvidar que uno es también esa dependencia contra la que combate. Si no se entra en contacto con las imágenes y sentimientos referidos a la propia pobreza no se puede entrar en la instancia del cambio entendido como tarea.

El verdadero cambio pasa por el reconocimiento crítico de la propia enfermedad.

El cambio perdurable, fecundo, es aquel que es transformación del ser presuntamente estético en proyecto constantemente perfectible. El sufrimiento que el cambio acarrea se podrá expresar del siguiente modo: es la experiencia de riesgo imprevisible.

Para cambiar se hace necesario un margen de tolerancia al riesgo y a la imprevisibilidad, poder tolerar un presente de perfiles no definidos, aprender a apoyarse en la confianza de llegar a conocer lo nuevo y en un sentimiento de no extravío en lo que la propia experiencia tiene de imponderable.

El dolor en la experiencia de cambio es ineludible. Pero la dimensión de significado que se le adjudica varía según la patología. Sin dolor no hay cambio; pero solamente con dolor, tampoco. Esto se altera de tono según la estructura de personalidad. Cuando no hay tolerancia al cambio, sea éste interno o externo, el sentimiento de identidad tiende a tambalear.

La tendencia o necesidad de evitar cambios puede alcanzar, en ocasiones, un alto grado de patología. Se llega, de este modo, a la compulsión a la repetición. El objetivo es conservar, a cualquier costo, los aspectos y modalidades de la realidad y de uno mismo que no se quieren exponer a transformación.

No se empieza a cambiar cuando se cambia de conducta, sino cuando cambia "la perspectiva de evaluación" de la conducta que se repite. Esto implica una ruptura en el estilo vincular del que repite con los motivos por los que repite.

Las conductas repetitivas son fundamentalmente deudoras. Su objetivo es mantener vigente la condición hipotecada de la propia vida. No se repite solamente por mantener vigente la hipoteca contraída. También para poder descubrir que se la tiene.

La conciencia del cambio es, en parte, el proceso por el cual la persona hipotecada con su pasado puede reconocer sus crisis como emergentes de su identidad y no como antítesis de la misma. En parte, también esa conciencia es conciencia del futuro, es decir, de la dimensión reparatoria del cambio.

La hipoteca se contrae con los objetos que, para nuestra percepción, cumplen el papel de productores de nuestra identidad. Si homologamos tales objetos a un personaje interno al que podemos designar como otro, cabe decir: si el otro no me nombra, no sé quién soy yo. La conciencia de mi yo se transforma en el silencio del otro.

Hay pérdidas que arrastran consigo al que las padece. Otras no comprometen la identidad total. El pasaje o transición de una situación a otra en tanto significa una desestructuración de la identidad, requiere un tiempo de reestructuración. Esta transición o "tierra de nadie" es una instancia temporal de altas ansiedades e incertidumbres.

Freud formula su punto de vista acerca de la patología de la pérdida en "Duelo y Melancolía", mediante una frase ya proverbial: "la sombra del objeto perdido oscurece al yo" y compromete su identidad global.

Las características patológicas del duelo consisten en este "estar a merced" de la personalidad global del deudo. Ello equivale a decir que el objeto perdido se enquista y resta libido. Lo que este proceso reviste de anormal es lo que tiene de estancado. El desprendimiento del objeto padecido y perdido no se produce porque el temor a su pérdida es equivalente a un sentimiento de autodestrucción, en tanto el objeto perdido es referente de identidad.

Hay una inversión de roles en la dinámica relacional. Cuando esa dinámica tiene rasgos patológicos el sujeto vive la vida desde la acechanza que el objeto perdido ejerce sobre él. Un elemento importante a tener en cuenta en un diagnóstico-pronóstico sobre la capacidad de cambio de un sujeto, es su mayor o menor capacidad de aceptar y resolver pérdidas.

Cuando hablo de esta mayor o menor tendencia me refiero al enquistarse o no en el duelo. Así como es indispensable que el sujeto no rehuya su vínculo con lo perdido, lo es, igualmente, que no se cronifique en él.

El cambio aparece como la interrupción de una especie de "fascinación" entre el objeto perdido y el sujeto que, melancólicamente, se debe a él. Si hablamos de polarización simbiótica, el cambio representa distancia, ruptura entendida como discriminación creciente, crisis asumida. Para llegar a la situación de crisis es necesario que la simbiosis sea vivida como agobiante y reversible. Sólo así el cambio se recorta como una experiencia liberadora. 

La temporalidad que está en juego en la concepción patológica del duelo es una concepción cíclica. Se tiende a negar la irreversibilidad del tiempo. Convierto la temporalidad en un espacio redundante. El tiempo no pasa. El objeto no se pierde y decreto que yo tampoco paso ni el tiempo pasa por mí.

A partir de pérdidas muy dolorosas se marca un cambio. Esta situación puede ser instrumentada en términos de inmovilidad. Se trata de una zona que se mantiene inmóvil en función de esa ausencia. Esta situación, cuyo rasgo distintivo es la inmovilidad, resulta del carácter intolerable que revisten las pérdidas sufridas. Su aceptación equivale, fatalmente, a la propia pérdida o pérdida de la propia identidad. Por ello es vivido como lo que no pasa. Y lo que sí pasa no es vivenciado como significativo.

Resulta evidente, como ya dijimos, que la identidad del sujeto que rechaza el cambio está hipotecada y enajenada en el objeto. Se está negando que se es tiempo. La alianza simbólica con el objeto decreta la atemporalidad de ambos: objeto y sujeto. Los riesgos acarreados por el transcurso del tiempo conforman el margen de profanación eventual que amenaza esa simbiosis.

El trabajo terapéutico con un paciente hipotecado en el objeto perdido será eficaz si modifica su vivencia de la temporalidad. Si logra que el paciente deje de experimentar el devenir como un hecho catastrófico. Si logra, en suma, que aprenda a reconocer que es en el devenir donde se preservan las cosas.

 

Liliana Mizrahi