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Querida tía Lala

 Por Liliana Mizrahi*

Mi tía vivió sus últimos años en el Hogar Israelita de ancianos de Burzaco, un geriátrico, un asilo. Ella misma decidió su ingreso junto con su marido hemipléjico. Antes, ellos habían sido internados a la fuerza (por un familiar), en un depósito para viejos enfermos. Lugar difícil de ver. Yo los visité una tarde de horror inolvidable. Mi tía, por primera y única vez en su vida, tomó una decisión: entregó, como pago, su propia casa, lo único que tenían, y abandonó todo lo que había adentro. La entregó aliviada, en contra de la voluntad de su propio marido. Fueron aceptados. Ella se iba esperanzada en una nueva vida, llevó en su cartera algunas fotos y nada más que lo puesto. Mi tío partía, herido en su orgullo, sintiendo que todo era injusto y que él podía solo. Ella percibió enseguida la oportunidad de hacer las cosas que más le gustaban: leer, escuchar música y conocer gente. No así mi tío, que vivió ofendido, herido en su narcisismo por tener que compartir su vida con otros ancianos, que eran un espejo en el que no quería mirarse. Entonces, él decidió no salir de su habitación, ni hablar con nadie.

Mi tía se liberó de a poco de él y comenzó a recorrer los pabellones con espíritu antropológico. Hablaba con los internados e internadas y descubría lo interesante que eran sus historias de vida. Al poco tiempo, se le ocurrió que quizá podía transmitir esas historias, para que en otros pabellones las escuchen y se acercaran a contar las propias. Propuso hacer una radio. Mi tía era una enferma bipolar, había padecido muchas internaciones, muchos shocks eléctricos, chalecos de fuerza químicos y de los otros, y solía dejar la medicación cuando se sentía bien. La gente del hogar la escuchó, legitimó su proyecto y se hicieron las instalaciones del caso.

Ella sintió, por primera vez, que no era tratada como una loca, sino reconocida en su deseo. Mi tía comenzó a transmitir su programa, ponía música elegida por ella, incluía textos clásicos que leía muy bien y después seguía con las historias de vida. Los ancianos de todos los pabellones la escuchaban con interés. Empezó a hacerse famosa dentro del hogar. Mi tío seguía autoexiliado en el cuarto como un aristócrata polaco venido a menos. El creía que no tenía nada que ver con el resto de la gente que estaba ahí. Mientras tanto, para ella, la cosa no quedó en la radio, se le ocurrió que los viejos tenían que moverse, parados o sentados, y comenzó a dirigir, en su pabellón, clases de gimnasia con música y que cada uno hiciera lo que podía. Mi tía se las rebuscaba, su mundo era intenso y extraño, pero siempre estaba interesada en los otros. Lectora de los eternos: Cervantes, Dostoyevski, Borges, Kafka, Miller, Proust, Rulfo... leía para ella y, desde su programa, leía para los otros. Mi tía era generosa e inteligente, a pesar de que su enfermedad la había ubicado en el lugar de “la loca de la familia.”. En el hogar, por suerte, la medicación ya no estaba más a su cargo, ni a cargo de mi tío, la tomaba sin quejarse, se había liberado de muchas obligaciones y aprovechaba las nuevas opciones. Me decía: “No tengo que hacer las compras, no tengo que cocinar ni pensar en qué preparo para la cena, no tengo que limpiar, salvo nuestro cuarto, no tengo que ir al banco a pagar nada, ni recibo boletas. Tengo todo el día para mí, si necesito atención médica la tengo inmediatamente y mi marido también. Me parece que es la primera vez que soy tan libre a pesar de no poder salir a la calle, que tampoco me interesa. No estoy sola, estoy menos sola que cuando creía que tenía familia”. Su enfermedad de Parkinson avanzaba, perdía el control de esfínteres, pero ella, pañales mediante, no se detenía. Le sugerí que pidiera una terapia y algún taller literario. Obtuvo las dos cosas. Comenzó a escribir. Al principio se asustó, eran textos eróticos muy lanzados,“subidos de tono”, los llamaba ella y los escondía. Por suerte, me los dio a leer y le sugerí que los mostrara a alguien. Lo hizo. El hogar eligió un texto, y lo mandó a participar en un concurso en el que ganó una mención. Tenía no sólo reconocimiento adentro, sino que lograba prestigio afuera también. Era realmente feliz. Su marido, crónicamente ofendido, la castigaba con interminables reproches, la llenaba de culpa, hasta que se le fue la mano con el bastón y en el hogar decidieron separarlos. Mi tía se asustó, pero al fin reconoció que era algo que ella secretamente deseaba desde hacía tiempo. Por suerte, él, sin salir de su habitación, se puso a hacer collages también eróticos, se sentía Matisse, sus obras terminaron expuestas en una sala del hogar, con vernissage, invitados y todo. Eso lo reconcilió un poco con él mismo, se sintió elegido, mirado, y a mi tía le disminuyó la culpa.

En una oportunidad, donamos una computadora para los ancianos, para que aprendieran a usarla y pudieran comunicarse con sus hijos y nietos por ese medio. Al principio, eran muy pocos los que la usaban. Mi tía, siempre a la cabeza, tenía un instructor que le enseñaba a navegar. Al poco tiempo, tenían una lista de turnos rigurosos, que muchos ancianos cumplían con entusiasmo. Las cosas entre ella y su marido no mejoraban. Le prohibieron visitarlo. Mi tía, con mucha terapia, aceptó y comenzó a dormir sola. Me sorprendió cuando me dijo por teléfono: “¡Dejé de tomar pastillas para dormir!”. Su vida fue más linda y más libre aún; un hombre, también autointernado y de su edad, alrededor de los setenta y pico, se acercó a ella para conversar y se hicieron muy amigos. ¿Amigovios quizás? Después supe que mi tía se había enamorado, quizá por primera vez en su vida. Entonces pude entender que me pidiera ropa nueva, jabones ricos, perfumes y alguna crema para la cara. Para ese entonces, llegó al hogar una invitación de la Universidad de Lomas de Zamora, para que los ancianos participaran en un taller literario. Mi tía aceptó volando y su amigo también. Ella se excitó tanto que hubo que calmarla. Para mi tía Lala, entrar a la facultad a hacer un taller equivalía a cursar la carrera de Letras completa y recibirse. Comenzó el taller, escribía apasionadamente, y leía sus textos eróticos con libertad, escribía la novela de su vida. Los llevaban y los traían en una combi mientras comían sandwichs triples. Ella tocaba el cielo con las manos. Mi tío seguía encerrado en su habitación y en su rigidez. Mi tía tuvo permiso para salir del hogar, iban con su amigo a comer triples y tomaban té. Su bipolaridad estaba controlada, pero su Parkinson no, sin embargo (“con pañales y bien vestida, yo no falto ni muerta”), ellos estudiaban juntos. Ese amor fue un estímulo para el amor que ella había acumulado durante años. La realidad es que el amor es una cosa extraña. El programa de radio continuaba, la biblioteca en orden, las clases de gimnasia se espaciaron. Al día siguiente de terminar el curso de la facultad, iban todos los alumnos a recibir un certificado de asistencia al taller. Eso para ella era equivalente a recibir el diploma de egresada en Letras. Me contaron que estaba eufórica, entraba en todas las habitaciones para contar que se había recibido. Todos la querían mucho, las enfermeras, los médicos, las mucamas, los internados, todos. “¡Hoy es el día más feliz de mi vida!” “Hoy es el día más feliz...” dijo, y se cayó al suelo, muerta, un síncope. Fue el día más feliz de su vida, estaba enamorada y se sentía reconocida y libre. Al día siguiente, en el velatorio del hogar, su amigo la despidió con palabras muy tiernas. Yo no sabía quién era ese hombre tan bien. Mi tío lloraba sentado en su silla de ruedas. La llevamos al cementerio de Berazategui, éramos cinco personas, como a ella le habría gustado, y cuando nos acercábamos a su tumba escuché su voz nítida que me decía: “¡Sé feliz! ¡Sé feliz!” y me lo siguió repitiendo hasta que la cubrimos con tierra. Acordate que te quiero, me decía por teléfono. Querida, querida tía Lala.

* Licenciada en psicología, ensayista y poeta. Autora de, entre otros libros, Mujeres en plena revuelta.

 

 


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