Viernes, 17 de enero de 2003

ANTICIPO

Madres en desuso

En su casa recientemente convertida en un nido vacío –sus hijos, ya crecidos, se mudaron y la dejaron sola–, la psicóloga y ensayista Liliana Mizrahi comenzó a darle forma a un libro, “Madres en desuso” (Altamira), en el que reflexiona con humor sobre los sentidos ocultos de la maternidad

Final del formulario

Por Liliana Mizrahi

Tengo 59 años y 35 de maternidad. Como tantas mujeres he sentido que mi destino, más allá del propio deseo, era ser madre. Probablemente se trate del mandato más poderoso que cae sobre nosotras.
Escribo este libro para desentrañar el misterio de una experiencia que ingenuamente creí que era natural, fácil y obligatoria. Natural es porque la anatomía ayuda, pero me llevó tiempo darme cuenta de que no es obligatorio ser madre, ni es fácil amar a los hijos adultos con la misma candidez con la que se ama a los niños.
Escribo este libro desde un cuerpo teórico y desde un cuerpo de mujer con estrías y apisiotomías. He gestado, abortado, parido, amamantado y criado.
Escribo este libro, también, para curarme del escándalo que la maternidad desató en mi corazón cuando mis hijos criados y maduros se fueron a hacer su vida y me dejaron a solas con la mía.
El asombro me tuvo desconcertada un tiempo. La ordenada, el silencio, el teléfono que sonaba sólo para mí, la ausencia de zapatillas embarradas, de ropa sucia y de toallas tiradas, los gastos que disminuían sensiblemente, la comida sin tocar en la heladera, la música y el volumen a mi gusto, la liberación (por fin) del fútbol por TV...
Comencé a sentirme deprimida.
Mis amigas me felicitaban por la autonomía que yo misma les había enseñado a mis hijos desde chicos, pero nunca imaginé que se la iban a tomar en serio. Hasta ese momento yo había sido Rita Hayworth en la vida de ellos y ahora no figuraba en el casting de sus historias ni como extra. Me sentí súbitamente desempleada, con un oficio que ahora nadie necesitaba. Estaba jubilada de prepo de un rol que me había dado identidad y me había llenado la vida de sentido, objetivos y proyectos. Un rol para el cual me había preparado con esmero, desde que al nacer me pusieron en brazos la primera muñeca.
¿Qué hacer?, me repetía desconsolada. Tenía mi profesión, mi placer por la literatura, la música, podía viajar, contaba con amigos, un gato, plantas, una tortuguita, una vida llena de estímulos, pero el rol estaba colgado en el ropero y yo sin saber de qué disfrazarme.
Una noche, sumergida en la bañadera, grité: ¡Maldita maternidad!
Y mi mamá, desde el cielo, me retó:
–¡No digas eso! ¡Son buenos chicos!
Sin pensar en que eran las tres de la mañana, telefonée a una amiga y le conté la reaparición de mi mamá y lo mal que me sentía. Ella me aconsejó:
–Lo que tenés que hacer es escribir un libro de humor, pero ésa es la única manera de hablar de la maternidad. –Y cortó... para siempre.
¡Debía escribir! Por lo tanto comencé a garabatear algunos conceptos:
h La maternidad es un rol y una identidad que absorbe la personalidad hasta neutralizarnos y a través del cual también nosotras absorbemos a nuestros hijos/as, en muchos casos hasta neutralizarlos.
h Existe una contradicción básica entre los mandatos y sanciones creadas para mantener a las mujeres impotentes y las atribuciones sobrehumanas que se dan a las madres.
h La maternidad y la paternidad, ¿no deberían ser materias obligatorias en las escuelas primarias y secundarias? ¿No merecería este tema una reflexión en los adolescentes, impulsada por profesores críticos, con información adecuada, que integre la interrogación acerca de su propia condición de hijos?
Aunque todo esto fuera cierto, y lo es, ninguno de estos conceptos me aliviaba, así que continué con mis apuntes:
h ¿Acaso las madres somos conscientes de nuestro aporte a las tasas de natalidad, a los relevos generacionales, a las guerras y los malditos ejércitos? ¿Nos damos cuenta de que creamos y entregamos materia gris,sangre joven, carne de cañón o de diván, mano de obra, fuerza de trabajo, esperanza, futuro...?
h No tenemos capacidad de decisión sobre el porvenir de la población que generamos. La ley religiosa y civil pretende convencernos de que no podemos elegir.
h ¿Qué nos hacen las leyes? ¿Por qué no podemos decidir sobre nuestros cuerpos? ¿Por qué el aborto todavía está penalizado? ¿Por qué hay tantos padres ausentes?
h Las leyes no dan a las madres más que un poder vacío de sustancia. Es la ley del padre la que se impone en lo social y en lo político. ¿Y si el padre no fuera más que un amo? ¿Un amo que no ama? ¿Amo a mi amo?
Las preguntas surgían a borbotones.
¡Maldita maternidad!, volví a gritar creyendo que nadie me escuchaba. Y otra vez mi mamá, desde el cielo, me retó:
–¡Basta con esas ideas raras que se te meten en la cabeza! ¡Ni en el cielo me dejás descansar!
Le contesté:
–¡Mami, descansá en paz! Yo no te llamé, vos te metiste sola.
Y me encerré en el baño. Es clarísimo que no se puede ambivaler con los hijos, me dije a mí misma frente al espejo, porque enseguida todo el mundo se asusta y nos morimos de culpa. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar?
El espejo me contestó:
–Este libro tendrá que nacer de algo más profundo y cierto, como el amor que sentís por tus hijos.
–¡No es tan fácil! –protesté–. Porque los hijos crecen o no crecen, pueden gustarnos o no como personas, pueden ser nuestros amigos o bien no los elegiríamos como tales, podemos convertirlos en nuestros padres o creer que son nuestros hermanos, dejar que nos tengan de hija, o permitirles seguir siendo hijos ad infinítum, pueden convertirse en lo que soñamos para ellos o bien nunca serán lo que hubiésemos querido que fueran. ¡Es un enredo infernal!
El espejo, con infinita paciencia, me explicó:
–Es que el amor no es inalterable, es orgánico. Se transforma con el tiempo. No es lo mismo amar y ser amada por un bebé recién nacido, por un niño de cuatro años, por un púber de 13, un joven de 25 o un adulto de 37.
Comenzó a gustarme este diálogo con el espejo.
Decidí investigar, crear... No me detendría ni ante mi mamá que me gritaba desde el cielo, ni ante la mirada atenta de mi abuelo rabino que es uno de los consejeros de Dios en el paraíso, ni ante todos los venerables coros milenarios que me conducirían al infierno de las malas mujeres, junto con las madrastras, las suegras, las consuegras, las cuñadas y otras brujas.
El espejo me alentó:
–¡La maternidad es lo que es! Al tener hijos, hay partes tuyas que se despliegan para bien y para mal y que de otra forma no conocerías. Ser madre es el compromiso de ayudar a crecer y cuidar a otro. No se trata de parir, sino de criar y sostener.
Se me ocurrió consultarle algo que me pesaba desde hacía tiempo:
–¿Por qué nos hacen creer que somos vacas sagradas y nos tratan como ganado?
El espejo sonrió y cerrando sus ojos me dijo:
–Yo creo que la maternidad está idealizada y envuelta en un halo de misterio y sacralidad, al mismo tiempo que directa o sutilmente se la ataca. Esa es la mistificación de la maternidad y ahí está larvada (o no) la agresión. La idealización del rol, hablar de la Madre con mayúscula, es el caballo de Troya donde estás encerrados los mandatos y las sanciones, más toda la culpa que mata a las madres. Y este libro será tu intento por aportar algo a la comprensión de esas vivencias...
Luego de una pausa en que pareció meditar, el espejo agregó: –Una cosa es ser la mamá de un hijo en concreto y otra cosa es pensar la maternidad como institución política, atravesada por ideologías e intereses económicos, valores religiosos y culturales.
Le contesté que muchas mujeres pensarán que hablar de estas cuestiones no sirve para nada.
El espejo se indignó:
–¿Cómo que no sirve para nada? ¡Sirve para sufrir menos! Sirve para darse cuenta de que lo personal es político y entonces salir del aislamiento de lo que tantas mujeres creen que es privado, dándose cuenta de que muchas cosas que sienten y les pasan son sociales, políticas; vos no sos la única que no puede alcanzar el ideal de amor incondicional y la perfección que se pretende de las madres, vos no sos la única que se siente cansada, frustrada, ambivalente o confusa.
Pensé en voz alta: ¿Será por eso que cada vez que cuestiono la maternidad me dicen que soy una madre frustrada y resentida que no ama a sus hijos? ¿Será por eso que mi madre me reta y mi amiga me corta el teléfono? ¿Soy una madre sospechosa?
El espejo me tranquilizó:
–A mí me parece que no. La maternidad es una de las grandes tareas existenciales de las mujeres y solamente ustedes pueden decir, desde adentro, de qué se trata.
¿Y de qué se trata la maternidad, al fin de cuentas?
De la maraña emocional más complicada que puede llegar a conocer una mujer. Un enredo amoroso gratificante-frustrante y reparador. Somos madres con un sello que traemos como hijas... y también con lo que somos capaces de hacer con ese sello y esa historia. Ser madre nos da la oportunidad de reparar la propia infancia en la infancia de los hijos, transformando las malas experiencias. Requiere coraje, porque el otro siempre es un riesgo. Y la otra que somos nosotras, también.

 

 


Puede enviar correo a: lmizrahi@pachami.com

Volver a Periodismo

Volver a la Pagina de Liliana Mizrahi