El amante, el marido y la mujer

Pablo A. Chami

        Estoy esperando. Las mañanas de los miércoles son interminables, hasta que la veo. Parece que el tiempo no pasara. No puedo trabajar. Recién se fue mi secretaria, me preguntó por un cliente nuevo y creo que le contesté un disparate. Tengo la cabeza en otra cosa. Ahora no estoy para pensar en los clientes. Porque hoy me encuentro con Marta, como todas las tardes de los miércoles, a la siesta. Robamos esas horas para nosotros, para nuestro amor. Marta hace el amor con desesperación. A veces, cuando está cerca del orgasmo, siento en su furia, sumisión y venganza. Nos vemos los miércoles mientras Manuel está en las carreras y Alicia va al hospital. Manuel levanta apuestas en el hipódromo de San Isidro los días de "reunión", y, para redondear sus ingresos, les presta plata a los burreros. A mí me prestó, porque todo esto comenzó con un préstamo, aunque yo no apuesto en las carreras. Manuel me sacó de un apuro. Con la inflación, o, ¿qué digo? con la hiperinflación, no me pagaron los clientes, la verdad que para trabajar en este país hay que ser Mandrake el Mago, y yo tenía que seguir con las obligaciones de la empresa: pagar las quincenas al personal, cumplir con los proveedores, los impuestos, los créditos en los bancos, los inspectores coimeros que nunca faltan, la luz, los colegios de los chicos. Necesitaba dinero, pero en aquel momento los bancos no prestaban a nadie, en realidad los bancos nunca prestan a nadie que realmente lo necesita, y además, las tasas de interés eran usurarias. Don Pedro, el farmacéutico de la esquina, me dijo que hablara con Manuel, que prestaba plata, que vivía a la otra cuadra de mi casa, acá en San Martín. Y me prestó nomás, y me salvó de un problema. Fue así como la conocí a Marta: el día de pago de la primera cuota y los intereses, altísimos, pero que con la inflación que tenemos se diluyen, se licuan, Manuel me presentó a Marta. Cuando trajo el café se acercó a su marido con un gesto de obediencia. Me impactó esa resignación. Sumisión al macho, porque Manuel era el prototipo del macho porteño, aunque era hijo de sicilianos. Ese modo dominante de comportarse con las minas, aprendido de los guapos del barrio. La trataba así, como mina, aunque fuera su esposa, y ese trato establecía, siempre, en todo momento, quién mandaba en la familia. Autoritario con los hijos, cosa que me contó Marta después, les hablaba de usted. La semana siguiente, cuando vencía otro documento, porque las deudas con Manuel se documentaban, y se pagaban religiosamente todas las semanas, me atrasé un día y fui el miércoles –así funciona el destino–. Marta abrió la puerta. Manuel no estaba. Me dijo que pasara mas tarde, cuando su marido volvía del hipódromo. Pero me ofreció café, y me contó su vida, la rutina de su vida al servicio del marido y los hijos, que en ese momento estaban en la escuela, su trabajo en la casa, sus inquietudes de pintora, Manuel no la dejaba ir al taller por que había modelos masculinos. Se dedicaba al hogar donde volcaba su arte frustrado en la decoración: abarrotaba la casa con objetos, baratos pero de buen gusto. Comencé a enamorarme. Otra vez las preguntas, las dudas. ¿Qué es el amor? ¿Sabemos algo de su misterio? ¿El amor se desgasta con el tiempo? Mi matrimonio, mi amor por Alicia se desgasta. ¿Qué digo? Ya se desgastó. Estamos pasando por un período de indiferencia. Once años de casados es mucho tiempo. Alicia está muy metida en su trabajo y no se dedica como antes a la familia. Al principio, en los primeros años de casados, era otra cosa, pero ahora no sé, no sé, creo que estoy enamorado de Marta.


        Me agarraron, me metieron en cana. Pero si te las rebuscás, no se la pasa tan mal acá, en Caseros. Estoy en gayola por ese cretino de Tomás, el zapatero. Bueno, no es un zapatero, es el dueño de una fábrica de zapatillas, pero es lo mismo. Vino con esa cara de gil que tiene a pedirme guita, que lo recomendaba el farmacéutico, que necesitaba la guita urgente para pagar una quincena. Y yo lo recibí en mi casa, le presenté a Marta, lo traté como un amigo, y así me pagó. La verdad es que la deuda siempre me la pagó bien. Pero abusaron de mi confianza. Aunque, si soy sincero, yo santo, nunca fui. En este trabajo siempre tenés que estar preparado. Cuando el deudor no te paga hay que darle un escarmiento, y en alguno de esos escarmientos, tal vez, se me fue la mano. Los deudores de juego nunca hablan, se la bancan todas, como si fueran culpables de algún delito. ¿Se sentirán culpables de tirar la guita en los burros? De cualquier modo, si pierden, a mi me conviene. La cana siempre estuvo cerca, y yo puntualmente les di la comisión, por eso me dejaban trabajar tranquilo, y cuando tuve problemas por alguno que mandé al hospital, me blanquearon el prontuario. Por eso no tengo antecedentes. Mi abogado dice que la voy a sacar liviana. ¡Nunca pensé que Marta me haría esto! Yo siempre la quise: es la madre de mis hijos. No le fui fiel, pero la quiero. Mujeres siempre tuve, antes y después del matrimonio. Eran fatos sin consecuencias, aventuras pasajeras. Duraban pocas semanas. ¿Qué le podrían importar a Marta esas escapadas? Con la Negra fue mas largo. Estuve encamotado tres años. Todavía nos vemos cada tanto para un polvito rápido y para recordar otros tiempos, pero ahora es sólo una amiga. A Marta todavía la quiero. No lo podía creer cuando me contaron de los cuernos que me metía con Tomás, el zapatero, el marido es el último que se entera. Ahora lo puedo decir. ¡Cuernos! pero en ese momento pensé: ¿cuernos a mí? No lo podía creer. ¡Cuernos a mí! Y me contaron que se encontraban en mi casa los miércoles, los días de reunión. Y pensé: "el miércoles que viene los agarro in fraganti y los mato a los dos". Y claro, así fue como los encontré juntos en la cama. Marta me miró y se tapó con la sábana, como si nunca la hubiera visto así, desnuda. No pude más y le pegué unos tiros. Uno le dio en la cara, y vi a Marta bañada en sangre, perdí un instante mirándola, todavía la amaba, y entonces, el macho se salvó por un pelo que lo cosiera a balazos. Saltó por la ventana. ¡Cobarde! Se aprovechó de mi duda, y escapó en su coche. Yo me quedé abrazando a Marta hasta que cayó la cana. No murió, me contaron que perdió un ojo, y que la otra bala le atravesó el pulmón, que pasó un mes en el hospital, en terapia intensiva, pero se salvó. Nunca me vino a visitar a la cárcel.

        Lo estoy esperando, le preparé la cena. Esta noche estaremos juntos. Puse el mantel nuevo, el blanco, que me dio mamá, y que era del ajuar de la abuela, ese de lino que trajo de Italia. Y velas, porque hoy cenaremos con velas: es el aniversario. Pasaron cinco años desde esa tarde, cuando vi a Manuel entrar en el cuarto con la pistola veintidós en la mano. De vergüenza me tapé el cuerpo, escuché el ruido del disparo y sentí el dolor, antes del desmayo. Todavía me duele cuando me acuerdo. Me dijeron que estuve inconsciente muchos días. Me desperté con el dolor en la cara y veía con un solo ojo. Y entonces lo odié. Lo odié por lo que me hizo, porque me desfiguró, porque no me mató. Y lo odié mucho tiempo, y no lo visité en la cárcel. Y también odié a Tomás, porque se escapó. No que se escapó de Manuel, porque se escapó de mí. Porque no me vino a ver al hospital, porque desapareció y no lo vi más. Y entonces comprendí. Comprendí porque Manuel no me mató, comprendí que me quería, comprendí su amor y sus celos. Lo busqué cuando salió de la cárcel, hace justo un año. Hoy, que es miércoles después de la reunión, lo espero.




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