El Avión

Pablo A. Chami

        Los turistas que invaden la villa todos los veranos ya se fueron. Sólo quedamos los permanentes, los que vivimos en este pueblo todo el año.

        Por la ventana de mi cabaña veo los álamos sin hojas, el espejo gris del lago, y a lo lejos, la Cordillera de los Andes que comienza a cubrirse de nieve. Ahora, que el tiempo realizó su trabajo de cicatrizar heridas y adormecer emociones, pienso que esta temporada de pesca hubiera sido igual que todas, si no fuera por la llegada del avión, que la marcó para siempre. Desde ese día me pregunto: ¿qué es ese impulso que nos hace aferrar a la existencia? ¿qué nos lleva a la luchar por la vida en los momentos de peligro? ¿qué pasa cuándo dejamos de pelear, de hacer el ultimo esfuerzo, y somos arrastrados hacia el no ser?

        Aquella mañana de verano, cuando los álamos reflejaban en sus hojas los rayos del sol, el ruido de un motor quebró el silencio. El pequeño hidroavión se poso sobre el lago y navegó lentamente hasta la playa que está frente a la casa. Bajaron dos hombres jóvenes y se acercaron caminando sobre la arena. Reconocí a Ignacio Mendizábal, pescador aficionado y cliente de todas las temporadas.

        —Te presento a John Mc Lean —dijo—, un amigo americano. Se quedará esta semana en mi cabaña.

        Después de los saludos, agregó:

        —John quiere ir a pescar en el Lago Perdido, aquel donde vos llevaste el año pasado a esos japoneses.

        —Si —dije—, hay una pesca extraordinaria, a las truchas se las puede ver nadando desde la orilla.

        Convinimos en salir temprano el día siguiente por la mañana en el avión.

        Esa noche, Ignacio y John cenaron con nosotros. Marta, mi esposa, cocinó una trucha ahumada al curry, que es su especialidad.

        Ignacio, estaba muy deprimido, contó que todavía no podía superar la angustia que le había causado su divorcio. Dijo que le dolía estar alejado de sus hijos, extrañaba la convivencia diaria. El juez le había otorgado la custodia de los niños a su mujer. Dijo que esto no le permitía atender sus negocios, que iba poco a la oficina y que no escuchaba a sus socios en las reuniones de trabajo.

        El buen vino y la charla de Marta pareció que despejaban el humor sombrío de mi amigo.

        A las nueve de la mañana del día siguiente estábamos en el aire. Ignacio, recuperado, piloteaba con soltura. El panorama de la cordillera, con bosques de tupidas coníferas y lagos de plata, quitaba el habla. Acuatizamos suavemente y el hidroavión navegó a tierra. Descendimos en una pequeña playa y comenzamos a preparar el campamento. La soledad era total. Yo me encargaría del asado mientras Ignacio y John probarían los primeros piques.

        Pero, sin un motivo aparente, el americano quiso ver la cordillera nevada desde el aire.

        —Tú, quédate asando los bifes —dijo con su tonada mejicana—, mientras se cocinan, Ignacio me lleva a sobrevolar los Andes.

        Y partieron sin decir más. El viento soplaba fuerte hacia la orilla opuesta del lago. Ignacio debía navegar a favor del viento hasta ubicarse en el otro extremo y levantar vuelo con el viento en contra. Yo miraba la escena desde la playa mientras intentaba que el fuego se transformara en brasas. El sol del mediodía caía a pleno. Levanté mi mano sobre la frente para proteger mis ojos. Por algún raro presentimiento sentí una sombra densa como compañía. Pero el rugido del motor me distrajo, algo estaba mal, el avión ascendía a favor del viento, el motor se esforzaba, y con un ruido atronador levantó vuelo. No paso nada, pensé con alivio. Pero, otra vez esa sombra. A poca altura, una pirueta y el avión cayó al lago.

        Entonces corrí, corrí por la playa. Parecía que la distancia nunca se acortaba. Llegué exhausto y me arrojé al lago sin pensar. El agua estaba helada. Nadé. El avión se hundía y, cuando estuve cerca, desapareció como tragado por un abismo. Ignacio, buen nadador, luchaba contra el viento y las olas aferrado a un asiento que lo sostenía a flote. Yo ayudé al americano quien parecía tener mayores problemas. Nadé con él a favor del viento y aunque la distancia era mayor, resultó más fácil llegar a la orilla. Recuperando el aliento, miré hacia donde había visto a Ignacio por última vez, pero no estaba, el asiento flotaba muy cerca de la playa, pero Ignacio no estaba. Me tiré nuevamente al lago y lo busqué, pero no estaba. El agua, gris, parecía una sombra.

        Hoy, desde la ventana, cuando el invierno ya se acerca, veo aquellos álamos desnudos. Las hojas fueron cayendo una por una.




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