El Baquiano

Pablo A. Chami


        Un llamado telefónico desde la Capital interrumpió mis vacaciones. Abandoné contrariado la tranquilidad del sur rumbo a la gran ciudad. Camino al aeropuerto, sentí que el aire ya era fresco, y vi el oro de los bosques que anunciaban la llegada del otoño.

        Subí al avión todavía con disgusto. Yo había dejado en la fábrica mi trabajo ordenado y esperaba que no hubiera problemas durante estos quince días de vacaciones, pero un desperfecto en una computadora requería mi intervención personal. Sabía que repararla me llevaría solamente una tarde, y que al otro día podría regresar.

        El avión no iba muy lleno, conseguí un asiento de dos para mi sólo. Estaba dispuesto a descansar durante el viaje. Las camareras de a bordo trajeron un almuerzo de plástico que dejé de lado. Abrí un libro que desde tiempo atrás deseaba leer. Una voz fuerte, con un acento provinciano, desde el asiento de atrás me distrajo:

        –No me gusta volar, –dijo–, tengo pánico. Recién me trajeron en el jet privado de mi patrón, él sigue directo de acá para Italia.

        –A mí tampoco me gusta volar, pero no le tengo mucho miedo, –contestó el otro– ¿a qué té dedicás?

        –Trabajo en Calafate, soy guía de turismo. –Dijo la voz, muy fuerte–. Llevo a los extranjeros a ver el glaciar ¿y vos?

        –Yo crío caballos en un campo de Azul.

        –Caballos, yo también crié caballos. En realidad no eran míos, trabajé seis años en el aras "Las Hortigas" de Omar Sharif.

        Al oír ese nombre comencé a prestar atención a la conversación que tenía lugar en el asiento trasero, y dejé el libro de lado.

        –¡Esos sí que eran caballos! –continuó– ¡Qué gran tipo que es Sharif! Venía dos veces por año a verlos, siempre con una hembra distinta ¡Qué yeguas! Loco por los caballos y las minas, este Sharif. La última vez trajo una negra africana, feea –dijo, arrastrando la e y pronunciándola como i, como lo hacen los correntinos del interior–, pero con un cuerpo de modelo, una hembra impresionante. Yo me tuve que ir cuando vendió el haras. Lo que pasa es que lo robaban. Los cuidadores usaban sus padrillos pura sangre para servir sus propias yeguas, y también, vendían los servicios a sus amigos, guardándose la plata. Pensá que un servicio de esos padrillos vale miles de dólares. Sharif, harto de que le robaran, terminó por vender. Él me recomendó a Benetton. Benetton compró una estancia cerca de Calafate. Tiene un pueblo con casas y todo, allí viven quinientas almas. Cría cabras y ovejas, miles de ovejas, porque él hace pulloveres. Un día, la hermana de Benetton me contó que antes eran pobres, que vivían en un pueblito de Italia. Que empezó a tejer con una máquina manual, que empezaron de la nada, tejiendo a mano. Mi vieja también teje a mano, pero nunca hizo fortuna, el rancho donde vive con mis hermanos se le viene abajo. La hermana de Benetton dice que ahora tiene negocios por todo el mundo. En la estancia, como te dije, crían ovejas y tienen un hotel donde vienen extranjeros de todas partes. Yo no sabía nada de esto de hacer de guía, pero Benetton le dijo a otro baquiano, de muchos años en Calafate, que me enseñara, y bueno, en poco tiempo aprendí. Me costó acostumbrarme al frío del sur, porque yo soy de Corrientes, De Esquina.

        –Yo conozco Esquina, porque voy a pescar el dorado con Herrera...

        –Con el Loco Herreera, –interrumpió el baquiano–. Es un tipazo. Y sabés, ahora voy para Esquina, porque allá tengo a mi madre, y somos doce hermanos, y todos ayudamos a mantenerla, y yo lo que gano se lo mando. Esta vez tuve suerte, porque a mí me dan siempre buenas propinas, como esta cámara de fotos, que me regaló un canadiense, y mire, tiene teleobjetivo y todo. Porque muchos turistas me llaman a mí, porque yo los divierto, porque en el sur son todos aburridos, y yo los llevo cerca del glaciar, y les hago un asado con cuero, y les enseño a tomar mate, y les canto chamamés y toco la acordeón, y aunque no entienden ni medio, los gringos se divierten como locos. Y ya que hablamos de la máquina de fotos, le pedimos al hombre de adelante, si nos puede sacar una foto a los dos.

        Me golpeó el hombro y me pidió que le tomara la foto. Me incorporé y el baquiano me dio la cámara, una Kónica con teleobjetivo, muy costosa. Pude examinar al hombre que escuchaba hablar desde hacía un tiempo. Vestía ropa deportiva de colores brillantes, andaría por la mitad de la treintena, de cabellos y ojos negros, su rostro estaba tostado por el sol. Tenía ese aspecto de salud de aquellos que trabajan al aire libre. Luego de sacadas las fotos y sentados otra vez en nuestros asientos, continuó:

        –Como te decía, me dan buenas propinas, pero esta vez se pasaron. la semana pasada estuvo de visita la hermana de la Reina de España, la princesa Irene, feea, pero muy buena, dicen que hace mucha obra de caridad. Bueno, salimos de excursión para ver el glaciar. Cuando faltaba media hora de caminata para llegar al punto panorámico, Irene se sintió tan cansada que no podía continuar. Los demás de la partida querían llegar al punto panorámico. Habían cruzado el Atlántico para verlo. Yo era el único que conocía el camino y tenía que continuar con el grupo. Irene se quedaría esperando en un claro del bosque, donde corría un arroyo. Nosotros continuaríamos la excursión y a nuestro regreso haríamos el asado en este lugar. En poco más de una hora volveríamos. Cuando regresamos Irene no estaba, la buscamos, la llamamos con gritos, caminamos las picadas que podría haber tomado. La angustia se apoderó de todos nosotros. Al rato la encontramos, se había cansado de esperar y quiso volver al pueblo, pero equivocó el sendero y siguió hacia el lago. Estaba, temblando de susto. Para no caminar más decidimos hacer el asado allí mismo. La comida y un oportuno trago de vino nos devolvió el alma al cuerpo. Yo alegré el momento con el acordeón que siempre llevo. Al día siguiente, cuando se despidió de nosotros, Irene me llamó aparte, me dio un beso, y puso en mis manos un rollo de billetes verdes. Yo no los quise. Ella insistió, y Benetton dijo que si no aceptaba, la princesa Irene se ofendería, dijo que era una mujer muy sensible. No tuve mas remedio que aceptar, puse los billetes en el bolsillo sin mirarlos, y le agradecí. Ya en mi cuarto, tomé el rollito de dólares para colocarlo en la lata donde guardo mis ahorros, y mirando los billetes vi que eran seis billetes de mil dólares, yo nunca había visto esos billetes. Después preguntando me dijeron que son verdaderos, que hay muy pocos en el mundo y solo los aceptan los bancos. Por eso voy a La Capital a cambiarlos, y vuelvo a Esquina, para arreglarle el rancho a mi vieja.

        Por los parlantes anunciaron el descenso del avión. Ajusté mi cinturón de seguridad y dejé el libro en el bolso de mano. Atrás era silencio. A los pocos minutos nos recibió el calor de Buenos Aires.




Ver el Libro de Visitantes

Firmar el Libro de Visitantes

Enviar Correo



Volver a Cuentos del Sur

Volver a La página de Chami