La Cordera

Pablo A. Chami


Mario comenzó a relajarse. El suave ronroneo de las turbinas de su jet privado le producía una sensación de tranquilidad. Recordó que por la mañana se había levantado temprano, como era su costumbre. Desayunó con su esposa Claudia y se despidió de sus hijos, quienes quedarían al cuidado de los abuelos. Subieron al Mercedes que los esperaba delante de la mansión, custodiada por guardias de fiero aspecto, y partieron rumbo al Aeroparque.

Una sacudida del avión lo distrajo de estos pensamientos. No se asustaba ni se mareaba en los aviones, se sentía seguro en ellos. Miró a Claudia que estaba pálida. Tiene pánico a los vuelos, pensó, a pesar de haber viajado mucho. Los acontecimientos de la semana le preocupan: los suizos no terminaban de cerrar el trato y cada día que pasaba las acciones de la Compañía seguían bajando. En poco tiempo más, la utilidad que el grupo esperaba obtener, se convertiría  en quebranto. Para Mario, esta pérdida no sería  grande, comparada con su inmenso patrimonio, pero a él no le gusta perder ni en los pequeños tratos.

El golpe de las ruedas contra el suelo y el suave carreteo del avión le anunciaron que estaban en el aeropuerto de la ciudad de Bariloche, donde pasarían las vacaciones de Semana Santa lejos del ruido de la capital. Claudia se despertó, todavía bajo los efectos sedantes de una pastilla contra el mareo.

Un Land Rover todo terreno los esperaba al costado de la pista. Descargaron el voluminoso equipaje que a Claudia le gusta llevar.

Luego de algunos kilómetros de asfalto se internaron por un camino montañoso, de tierra y ripio, con subidas, curvas, lleno de pozos. La marcha era lenta. La escasa vegetación del primer tramo del camino se transformó, poco a poco, en bosque, y luego, en selva. A través de algún claro de la espesura se vislumbraba el espejo de un lago.

Repentinamente se abrió un claro en el bosque y surgió un espectáculo maravilloso: el inmenso lago Nahuel Huapí, con sus colores que pasan del azul y el gris, al turquesa y al verde jade. Sobre la costa, se veía un muelle con pequeños veleros anclados, más allá, unos caballos pastando cerca de un corral y una hostería pintada de azul. Un labrador negro les ladraba amistosamente en señal de bienvenida. Claudia se acercó y lo acarició sin miedo. Amaba a los animales.

–¡Pampa, Pampa! No molestes a los huéspedes–, gritó la dueña de la hostería.

Luego de la cálida bienvenida de los propietarios subieron a su habitación, cómoda y sencilla. Desde la ventana contemplaron la vista del lago al atardecer. Algunos botes con pescadores navegaban muy lentamente. El tiempo se detuvo.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, Mario sugirió un paseo. Había una cascada, a dos horas de marcha, siguiendo un sendero abierto en el bosque. Era un lugar deshabitado

Provistos de unos víveres para el almuerzo, avanzaron por el sendero que bordeaba el lago. El aire fresco y puro de la mañana patagónica golpeaba sus rostros. El camino se separó del lago y comienzó una suave pendiente en ascenso. El bosque era ahora más denso. Un ruido en la espesura les hizo volver la mirada, una sombra negra corrió a su encuentro, se escuchó un ladrido amistoso. Era el labrador de la posada.

–¡Pampa, Pampa! ¿Cómo nos seguiste? –dijo Claudia–. Volvé‚ a tu casa.

El perro corretea alrededor de la pareja con aire juguetón. Por lo visto quiere ser de la partida. Prosiguieron la marcha acompañados. Pampa por momentos corría por delante, entre los pastizales, y se perdía tras los arbustos. El único indicio de su presencia era el movimiento de las hojas, o la punta de la cola negra que sobresalía entre las ramas. Otras veces se quedaba atrás, entretenido con algún insecto o lagartija, y luego volvía corriendo. Mario estaba contento con esta compañía.

Al cabo de una hora de marcha llegaron a un claro en el bosque. Un pequeño valle, surcado por un arroyito de aguas limpias, se extendía ante la vista. Contra la montaña, a la sombra de centenarios cohigües, se veían algunas chozas de un poblado de indios mapuche, construidas con madera de la región. Una decena de niños sucios, sentados, miraban acercarse a la pareja. Un corral se divisaba mas allá del caserío. El camino, que pasaba cerca de las casas y seguía luego junto al corral, al final del pequeño claro, se internaba nuevamente en el bosque. Pampa estaba atento y avanzba junto a la pareja. Claudia se acercó a los niños y conversó con ellos. Les obsequió chocolates que ellos tomaban con recelo. Casi no hablaban. Parecía que tuvieran dificultad para comprender las palabras de Claudia.

Tras la torcida empalizada del corral surgió de improviso un carnero viejo, con un cuerno roto, que enfrentó al grupo de extraños defendiendo a la majada. Por un momento todo fue silencio.

Súbitamente, Pampa ladró y corrió hacia el carnero, la majada se dispersó. Una cordera joven, como una mancha blanca, pasó a la carra perseguida por el labrador. Los niños la siguieron corriendo y se perdieron en la espesura.

–¡Pampa, Pampa! –Gritó Claudia.– Todos corrieron hacia el bosque; los niños consiguieron detener a los corderos en estampida. Mario sujetó al perro y regresó al valle. Retornó la calma. La pareja continuó el camino hacia la cascada.

La senda se estrechaba y la cuesta se hacía empinada, comenzó una ascensión bordeando el arroyo. Se escuchaba a lo lejos un rumor de agua que, a medida que avanzaban, se hacía más fuerte. La marcha era penosa. Luego de una curva del sendero divisaron la caída de agua.

Mario propuso descansar junto a la laguna, donde caía la cascada. Prepararon la merienda compuesta por deliciosos sandwiches de fiambre y queso, un buen vino blanco enfriado en el agua, y frutillas silvestres de la región. Desde esa altura se divisaba el valle de los mapuches, el sendero que bajaba, el lago lejano, enmarcado por los picos nevados de la cordillera, donde se perdía la vista.

Emprendieron el regreso antes que se hiciera la noche; el descenso fue más fácil que la subida; Pampa se mantuvo esta vez junto a la pareja.

Ya en el valle, cerca del caserío, se cruzó el mayor de los mapuches con cara de desconsuelo.

–Se perdió la cordera– dijo con un tono de angustia en la voz, las palabras le salían con mucho esfuerzo.

–¿La buscaste?– dijo Mario.

–La busqué por todo el valle y la montaña –contestó el indio– pero se me escapó.

Mario no sabía que hacer. Miró a Claudia pidiendo ayuda. El valle, el arroyo, la montaña, los mapuches, todo le parecía fuera de la realidad. ¡Qué importaba una cordera!

–¿Qué vale una cordera?– preguntó.

–Cuatrocientos– fue la respuesta.

Sacó de su cartera un billete de quinientos y se lo entregó al muchacho.

El indio lo recibió con cara inmutable y lo guardó entre sus ropas; no mostró ninguna señal de alegría por el gesto de Mario. Tal vez, sólo pensaba en la cordera.

Continuaron la marcha sin cambiar palabra. Al llegar a la hostería, el sol se ponía cubriendo el lago de rojo. En la habitación lo esperaba un fax de la empresa: “las últimas tratativas con los suizos parecen positivas, en pocos días más las negociaciones terminarán.

Durante la cena Claudia comentó el incidente de la tarde, y la impresión que le produjo la angustia del mapuche. No podía olvidar la desolación pintada en el rostro del chico que buscaba la cordera.

El fin de semana transcurrió rápidamente entre caminatas, paseos en bote y excursiones en lancha por el lago.

El día del regreso se despidieron de los propietarios de la posada con un: ¡volveremos! El Land Rover brincó por el sinuoso camino al aeropuerto donde puntualmente los esperaba el avión. Una vez en el aire, Mario comenzó a relajarse: pero el suave ronroneo de las turbinas ya no le producían la misma sensación de tranquilidad, pensaba en la cordera.




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