La Máquina Rota

Pablo A. Chami

        Entré en mi casa. Esta vieja casa que fue de mis abuelos. Dejé la cartera sobre esa silla y le tiré la máquina de escribir al piso. Alguna pieza de su misterioso mecanismo, tal vez algún resorte, saltó por el aire. Se la tiré de bronca. Pero claro, después, la bronca se te pasa, aunque esta vez no se me pasó. Porque una siempre tiene la sospecha, aunque no lo sepa, aunque una no lo quiera ver. Porque en el fondo, una lo sabe, pero como no lo vio, lo intuye. Serán los años de convivencia, la costumbre, serán los años de conocer al otro. Pero, a pesar de que sospechaba, nunca lo quise ver. Ahora está confirmado. Él, que se tira de literato, de intelectual. Si alguna vez escribió dos líneas juntas contámelo. Eso de escribir era una excusa para quedarse en casa y no laburar. Para tener tiempo de andar putañeando. Bueno, no nos vayamos por las ramas, las cosas fueron así: esta mañana, cuando volvía para casa luego de hacer las compras, vi el camioncito del taller. Lo reconocí de lejos, porque es verde y blanco, no hay otro igual. Él le hace el reparto a mi viejo, todas las mañanas. El viejo lo empleó para darme una mano y justificar los mangos que me pasa, de puro bueno que es, y este degenerado se aprovecha. Reconocí al camioncito de lejos, y pensé: Qué suerte que lo encuentro a Eduardo, y viene de camino a casa, me puede llevar, pensé. La bolsa del super, llena de compras, me pesaba. Cuando se acercó vi que no estaba solo. Había una mujer a su lado, con un pañuelo rojo de lunares en la cabeza, y estaban sentados muy cerca, demasiado cerca. Frenó de golpe cuando me vio. La mujer se corrió.

        –¿Y vos qué hacés acá?–, me preguntó él.

        –¿Cómo que qué hago acá? si estoy a tres cuadras de casa– le contesté, y con bronca dije: –¿quién es esa negra? ¿qué hacés vos con una mina que no conozco?

        Y la negra estaba con ruleros, estaba. Con un pañuelo en la cabeza, y los ruleros abajo. Tenía puesto un batoncito escotado, con florcitas, y la cara lavada, blanca de susto. Parecía que quería esconderse debajo del asiento.

        –Andate para casa que después te explico.– Me contestó y arrancó con el camioncito. Mi puteada los siguió, bajando por la Avenida de Los Incas.

        Corrí a casa y dejé la cartera sobre esa silla. Con bronca tiré la máquina de escribir al piso. De adentro saltó un resorte y algo se le rompió. A mí también se me rompió algo adentro. Le hice sus valijas y se las dejé en la entrada. Cuando venga lo mando de vuelta con su negra.




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