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La cuestión de la inmigración en las representaciones de la modernidad: 1880-1910

 

 

A lo largo de todo el siglo XIX la inmigración fue considerada ¾en la Argentina más aun que en el resto de América española¾ un instrumento esencial en la creación de una sociedad y una comunidad política modernas [1]

Tulio Halperín Donghi

 

 

Intentaremos en este ensayo seguir, en los escritos de cuatro autores argentinos representativos de la elite intelectual de fines del siglo XIX y comienzos del XX, la cuestión de la inmigración. Analizaremos textos de José Ingenieros, José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge y Miguel Cané, intelectuales que formaban parte de la denominada “cultura científica”, reconocían “el prestigio de la ciencia como dadora de legitimidad a sus propias argumentaciones”, algunos de ellos se acercaban más a las teorías del positivismo desarrollado por Auguste Comte y Herbert Spencer, pero otros no llegaban al extremo de ese pensamiento.[2] Spencer construyó un sistema filosófico basado en la teoría de la evolución que abarcaba la totalidad de lo existente. Todo lo que no puede ser percibido por los sentidos quedaba fuera del conocimiento. Para ellos “el universo era representado como un gigantesco mecanismo sujeto a una causalidad inexorable que se identificaba con la marcha misma del progreso indefinido, el cual adoptaba la forma de la gran ley de la evolución.”[3]

La ideología de promover la inmigración, que acompañó la acelerada expansión argentina del medio siglo anterior a la Primera Guerra Mundial, fue pensada por la llamada generación de 1837, cuyos máximos exponentes fueron Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi.[4] El objetivo buscado por Alberdi era que la inmigración “venga a consolidar la influencia civilizadora de Europa”.[5] Luego de la batalla de Caseros, instalados en el poder los vencedores de Rosas, comienza a implementarse la política inmigratoria en la Argentina. Para tener una idea de la magnitud del fenómeno, podemos decir que en la década de 1871 a 1880 ingresaron al país 260.000 inmigrantes, en la de 1881 a 1890, 841.000, en la de 1890 a 1900 entraron 648.000 y, de 1901 a 1910, ingresó al país la cifra récord de 1.700.000 inmigrantes.[6] Además, la proporción de inmigrantes con respecto a la población nativa fue la más alta de América. En la ciudad de Buenos Aires, en el año 1869, tomando en cuenta la población adulta mayor de 20 años, los extranjeros representaban el 67%, en 1895, el 74% y en 1914 el 72%.[7] La magnitud del caudal inmigratorio con respecto a la población nativa transformó a la sociedad argentina de fines del siglo XIX de tal forma que dio lugar a una sociedad nueva, distinta, fue “una sincresis que originó —sobre esto caben muy pocas dudas— un tipo cultural nuevo, que todavía no se halla estabilizado.”[8] Veremos a continuación las repercusiones que estos fenómenos tuvieron en los intelectuales de la época.

 

José Ingenieros

Comenzamos analizando el pensamiento de Ingenieros porque en él encontramos definiciones de su filiación intelectual positivista que ilustrará al resto del trabajo. José Ingenieros nació en la ciudad de Palermo, Italia en 1877. Llegó al país muy pequeño. Su padre, Salvador Ingenieros, profesor y periodista italiano, emigró de su país por causas políticas, pues había estado vinculado con la Primera Internacional y había dirigido uno de los periódicos socialistas de Italia. José Ingenieros tomó sus conocimientos iniciales de la importante biblioteca de su padre. Cursó la carrera de medicina y la de derecho en la Universidad de Buenos Aires. Inició su actividad política en el Partido Socialista Argentino en 1895, que había sido fundado en ese año por Juan B. Justo. Escribió en el periódico La Montaña, que dirigió con Leopoldo Lugones en 1897[9] y también en el periódico socialista La Vanguardia. Estudió en la Facultad de Medicina donde tuvo como profesor a Ramos Mejía, de quien recibió las nociones de la filosofía positivista. Se interesó en las ciencias naturales y biológicas y las ciencias sociales, ingresando como profesor en la Facultad de Medicina. Hacia 1899 se separa de la militancia en el Partido Socialista. En 1900 obtiene su título de médico.  Prestó servicios como jefe de clínica en el Servicio de Observación de Alienados de la Policía de Buenos Aires y desde 1907 dirigió el Instituto de Criminología, anexo a la Penitenciaría Nacional. Tuvo una desilusión al no obtener la cátedra de medicina legal en la Facultad de Medicina, a la cual creía que tenía méritos suficientes para obtenerla. Viajó entonces por Europa donde escribió algunas de sus obras. Regresó al país al estallar la Primera Guerra Mundial y fundó la Revista de Filosofía, publicación que dirigió desde 1915 hasta su muerte. Se relacionó con la reforma universitaria en 1917-1918 y consideraba que la Argentina debía prepararse para la revolución socialista. Entre sus escritos podemos citar: El hombre mediocre, Sociología Argentina, La simulación en la lucha por la vida, y sus Obras Completas. Falleció en Buenos Aires en 1925.

Tomaremos los conceptos de Ingenieros del libro Sociología Argentina, donde fundamenta su ideología positivista y vierte su visión de la inmigración en la Argentina. Ya en el prefacio nos dice que “La ‘humanidad’ es una especie biológica que vive sobre la superficie de la tierra, luchando por la vida con infinitas especies vivientes y evolucionando según las leyes que la sociología general procura conocer.”[10] Esta concepción de la sociología se inscribe dentro del llamado darwinismo social, donde el concepto de lucha por la vida y la supervivencia del más apto es aplicada a las teorías de las sociedades. Para Ingenieros, “La sociología no puede interesarse en la crónica de los hechos particulares sino para determinar sus leyes.”[11] Para estudiar la evolución social argentina propone aplicar el criterio de “la lucha por la vida entre los grupos que componen la sociedad Argentina.”[12] Justifica su cientificismo diciendo que “la interpretación biológica de la evolución humana es más legítima que las diversas interpretaciones teológicas y literarias de la historia.”[13] Y más adelante agrega: “La Humanidad, considerada como especie biológica, no tiene misión alguna que desempeñar en el Universo, como no la tienen los peces o la mala hierba.”[14]

En el segundo capítulo titulado: La evolución sociológica argentina, comienza diciendo que “La formación de la nacionalidad argentina ¾y de todos los países americanos, primitivamente poblados por razas de color¾ es en su origen un simple episodio de la lucha de razas”.[15] De esta forma, Ingenieros suscribe a la ‘teoría de las razas’, en boga a mediados del siglo XIX y que tan trágicos acontecimientos provocará a mediados del siglo XX, cuando fuera utilizada para asesinar pueblos enteros. Más adelante justifica esta teoría, sin ninguna demostración, con las siguientes palabras: “La superioridad de la raza blanca es un hecho aceptado hasta por los que niegan la existencia de la lucha de razas.” De cualquier forma, aclara que “El antagonismo entre arios y semitas, entre dolicocéfalos y braquicéfalos, carece de pruebas.” [16]

Apoyado en estas ideas, considera que la colonización americana consistió en el desalojo o avasallamiento de razas indígenas de color por razas blancas europeas. Mientras en el hemisferio Norte la inmigración europea provenía de razas blancas nórdicas que desalojaron progresivamente a las razas autóctonas pues el medio era favorable para la adaptación de los inmigrantes. En cambio, en las regiones tropicales y subtropicales, los aborígenes de color podían adaptarse mejor que la inmigración mediterránea, “no pudiendo ésta sustituirlos sino someterlos como vencidos.”[17] Esta diferencia de las razas autóctonas y del desigual origen de los colonizadores, determinó desarrollos distintos para los países del Norte y del Sur de América, pues se formaron en ambientes sociales diferentes por sus costumbres, su cultura y su régimen económico.[18]

Distingue en la América española dos períodos de inmigración: la conquistadora, que fue la primera conquista española que duró los tres siglos posteriores al descubrimiento de América y la colonizadora, que es la proveniente de Europa, que en la Argentina comenzó con la política favorable a la inmigración de los gobiernos posteriores a Rosas. Considera que estas “Dos grandes inmigraciones ¾casi totalmente latinas¾ han sustituido en cuatro siglos a las razas indígenas. La conquistadora se resolvió en la constitución de oligarquías feudales, que lucharon medio siglo para arribar a la organización política del país. La colonizadora creó, por el trabajo, las condiciones económicas que marcan la evolución del feudalismo hacia el régimen agropecuario y capitalista.”[19] La primera inmigración española instauró un régimen económico y de propiedad de la tierra, primero en beneficio de los españoles conquistadores y que, luego de la independencia, fue continuado por “la anarquía y el caudillismo”, como consecuencias del régimen colonial.[20] Los señores feudales, en la Argentina, recibieron el nombre de “caudillos” que agrupaban facciones políticas que no estaban movidas por intereses o ideales comunes sino por “pasiones personales y necesidades de terruño”. Distingue entonces entre feudalismo y federalismo, donde “el primero es un obstáculo a todo propósito de unidad nacional, mientras que el segundo puede ser su base más segura cuando cada estado federal tiene vida autónoma y se basta a sí mismo.”[21] Una vez derrotado el caudillismo, en la figura de Rosas, se inicia un período de organización nacional que culmina con la presidencia de Nicolás Avellaneda. Ingenieros sostiene que el período tiene dos características económicas, y las describe de la siguiente forma:

 “1º, la clase terrateniente se transforma de feudal en agropecuaria, iniciándose esta evolución en las provincias del litoral, cuya situación geográfica facilita la circulación de los productos en el mercado internacional; 2º, la inmigración incorpora al país una masa enorme de europeos que aumentan la producción nacional y cuyos hijos determinan el predominio definitivo de razas blancas sobre la mestización colonial.

El caudillo se convierte en estanciero; el gaucho en peón. Junto con ellos nace una fuerza nueva: el colono, menospreciado por aquellos, sin advertir que sus hijos constituirán medio siglo más tarde la fuerza política más importante de las provincias en que se radica.” (…)

 “Luchando contra el latifundio, la nueva inmigración transforma el régimen feudal en régimen agropecuario.”[22]

Ingenieros pasa luego a encontrar trazas de un fenómeno nuevo en Argentina y en el mundo: el capitalismo. El advenimiento de la máquina realiza “una de las más grandes revoluciones que ha presenciado la historia”, señalando a continuación que se observan los primeros síntomas de la evolución hacia el capitalismo en la Argentina. Siguiendo las teorías marxistas, considera que se ha “formado una clase proletaria cuyos intereses no coinciden con los de la clase capitalista. La extensión del trabajo asalariado es ya muy grande en la Argentina y alcaza a las mujeres y a los niños.”[23] Esboza entonces su visión de la movilidad social del “proletariado inmigratorio, cuyas aptitudes para el trabajo son infinitamente mayores que las del proletariado criollo, educado sobre las huellas de la colonización española.”[24]

Vemos en estos ejemplos que Ingenieros ostenta una visión positiva del aporte inmigratorio a la Argentina augurando un futuro donde “los nuevos argentinos de sangre europea que se incorporen a la nacionalidad se inclinarán a una política liberal-radical. Desde este punto de vista la inmigración europea, después de haber contribuido con sus brazos a desenvolver las fuerzas económicas del país, contribuirá con sus hijos al saneamiento de la política nacional.”[25] Concluye entonces considerando que, con el aporte de la inmigración, “una nueva raza argentina se está formando por el conjunto de variaciones sociales y psicológicas que la Naturaleza argentina imprime a las razas europeas adaptadas a su territorio.”[26] Termina diciendo que “cada raza nueva imprime variaciones especiales al pensamiento humano de su época, por eso concebimos la argentinidad con el sentido nuevo que la raza naciente en esta parte del mundo podrá imprimir a la experiencia y a los ideales humanos.”[27]

 

José María Ramos Mejía

Nació en 1842, estudió medicina doctorándose como médico en 1979. Desarrolló una tarea científica, política y cultural. Creador de la Asistencia Pública, del Departamento de Higiene, de la cátedra de Neuropatología, y del Círculo Médico. Fue electo diputado nacional en 1888 y en 1890. Se desempeñó al frente del Consejo Nacional de Educación. Desde allí estructuró una liturgia patria con precisas instrucciones a todas las escuelas del país para instituir practicas de un culto a la patria, laico, con el objetivo de incorporar a los hijos de los inmigrantes a la sociedad argentina.[28] Entre sus principales escritos se encuentran: La locura en la historia, publicado en 1899, Las multitudes argentinas, en 1899, Rosas y su tiempo, en 1907, y Rosas y el doctor Francia, publicada póstumamente en 1920. Ramos Mejía falleció en Buenos Aires en 1914.

En su libro Las multitudes argentinas, Ramos Mejía explica en el prefacio, que está destinado a servir como introducción al libro Rosas y su tiempo, pues “para conocer a fondo la Tiranía, es menester estudiar a las muchedumbres de donde salió”.[29] Para su análisis, en el primer capítulo titulado: Biología de la multitud, sigue las teorías del sociólogo francés Le Bon.[30] Define a la multitud como un nuevo ser, como si fuera un nuevo sujeto sociológico e histórico, “constituido de elementos heterogéneos en cierto sentido, que por un instante se sueldan, como las células cuando constituyen un cuerpo vivo y forman al reunirse, un ser nuevo y distinto.”[31]

En los capítulos que siguen recorre las etapas de la historia argentina desde el virreinato, pasando por la emancipación, las tiranías, para finalizar en los últimos capítulos a la multitud en los tiempos modernos, con cuyo análisis finaliza la obra. Percibe en la historia argentina dos fuerzas e influencias poderosas, una es la del litoral, que la caracteriza como con tendencia al movimiento, con un espíritu lleno de curiosidad. La otra es la del interior, sus habitantes son más tolerantes y reposados, reflexivos y lentos en la asimilación, con mayor receptividad para las idolatrías personales. Ramos Mejía reconoce en esta última a las raíces de la patria, cuando evoca a las elites tradicionales del interior, en este admirable párrafo:

Vestales empecinadas de la patria vieja sienten terror supersticioso cuando se quieren modificar hábitos tradicionales e inveterados. Y la verdad es, que cuando de esta ciudad multicolor y cosmopolita en demasía, uno, se traslada a la tranquila ciudad del interior, siente al alma que levanta sus alas suavemente acariciada por el recuerdo de la vieja cepa; percibe algo que semeja la fresca brisa de la infancia cantando en la memoria multitud de recuerdos amables. Sí: aquella casa vieja, aquella familia sencilla y distinguidísima, en medio de su patriarcal bonhomía, es la nuestra; el corazón la adivina, porque se rejuvenece en el perfumado contacto de la arboleda, y en la ráfaga perezosa en que el genio benevolente del viejo hogar envía su saludo al hijo pródigo que vuelve...[32]

Es en este medio, donde converge el ambiente del interior, tan bellamente evocado en el párrafo anterior, y el dinamismo de la gran ciudad del litoral, donde se inserta el inmigrante. Compara entonces Ramos Mejía la evolución de ese inmigrante recién llegado a las playas del Río de la Plata con la evolución natural del modesto protozoario, pasando por el pez hasta llegar al hombre, análogamente, “ese embrión primero, el inmigrante,” debía haber revestido en el orden social algo así como la estructura de los peces, luego de los anfibios y finalmente la de un mamífero, “quiero decir que habría seguido en el orden de su perfeccionamiento intelectual y moral un transformismo semejante.”[33] Considera al inmigrante recién desembarcado como poco inteligente, “Crepuscular, pues, y larval en cierto sentido, es el estado de adelanto psíquico de ese campesino, en parte, el vigoroso protoplasma de la raza nueva, cuando apenas pisa nuestra tierra. Forzosamente tiene uno que convencerse de que el pesado palurdo no siente como nosotros.”[34] Ramos Mejía establece entonces la diferencia entre nosotros, los de vieja cepa, y los nuevos inmigrantes. Después de estas apreciaciones elitistas, redime al inmigrante por la luz de este suelo que despierta en él una secreta inclinación por el arte, y aclara: “no en el sentido grandioso, sino por alguna de sus más humildes manifestaciones (aunque no por eso menos útiles) que se traducen en las artes manuales y domésticas que dan de comer y facilitan la vida.”[35] Y esa mentalidad “se precipita en el vértigo, ora saludable, ora nocivo de esta vida febril, en que va desenvolviéndose la gran nación.”[36] Se asombra luego Ramos Mejía de la facilidad de ese inmigrante para adaptarse al nuevo país donde desembarcó. Son tantos que “todo lo inundan”, los teatros de segundo orden, los paseos, las iglesias, las calles, las plazas, los asilos, los hospitales, los circos y los mercados. Hasta reconoce que “en ciertos trabajos hasta el gaucho han desalojado.”[37]

Comienza a ver en el inmigrante, en plena actitud formativa, el sentimiento incipiente de la nacionalidad, aclarando que se refiere a la forma moderna del sentimiento nacional. Y es en el hijo del inmigrante, el pilluelo, a medias argentino, dónde se encuentra ese cariño hacia la patria. Es ese niño vagabundo y curioso que en los días de la patria acompaña a la tropa y a la bandera. Admite la superioridad que observa en estos chiquillos en su desempeño en la escuela frente a los niños bien que provienen de hogares acomodados.[38] Luego, en un párrafo que creo conveniente transcribir completo, Ramos Mejía justifica la liturgia patria, laica, que debía enseñarse en todas las escuelas, que implementó durante su gestión al frente del Consejo Nacional de Educación. Dice así:

Sistemáticamente y con obligada insistencia se les habla de la patria, de la bandera, de las glorias nacionales, y de los episodios heroicos de la historia; oyen el himno y lo cantan y lo recitan con ceño y ardores de cómica epopeya, lo comentan a su modo con hechicera ingenuidad, y en su verba accionada demuestra cómo es de propicia la edad para echar la semilla de tan noble sentimiento. Yo siempre he adorado las hordas abigarradas de niños pobres, que salen a sus horas de las escuelas públicas en alegre y copioso chorro, como el agua por la boca del caño abierto de improviso, inundando la calzada y poblando el barrio con su vocerío encantador.[39]

Luego de presentarnos esta visión esperanzada de la incorporación de los hijos de inmigrantes a la nación por el efecto socializador de la escuela pública, Ramos Mejía lanza su advertencia hacia “todos esos productos de evolución con que nos codeamos diariamente”. Aparece entonces la figura del guarango, caracterizado por ser “un invertido del arte”, necesitado de “ese color vivísimo”, de esa “música chillona”, amante de “combinaciones bizarras y sin gusto.”[40] El guarango es como un estrato de la geología especial de nuestra sociedad. “Ha recibido las bendiciones de la instrucción en la forma habitual de inyecciones universitarias pero es un mendicante de la cultura.” Y más adelante continúa: “aun cuando lo veáis medico, abogado, ingeniero o periodista, le sentiréis a la legua ese olorcillo picante al establo o al asilo.” Entonces Ramos Mejía ve la invasión en estos términos: “Le veréis insinuarse en la mejor sociedad, ser socio de los mejores centros, miembro de asociaciones selectas y resistir como un héroe al cepillo; le veréis hacer esfuerzos para reformare y se reformará, a veces; pero cuando menos lo esperéis, saltará inesperadamente la recalcitrante estructura que necesita un par de generaciones para dejar la larva que va adherida a la primera.”[41] Luego, especifica a otro tipo social, el canalla, que según Ramos Mejía “es el guarango que ha trepado por la escalera del buen vestir o del dinero, pero con el alma todavía llena de atavismos.”[42] Por último, describe un tipo de guarango que difiere del anterior por el menor exhibicionismo de su vida y de sus gustos. Representa al burgués, millonario surgido de la suerte de un billete de la lotería o de una fortuna ganada por su trabajo, pero una vez llegado a esa posición, “no tiene más programa en la vida que guardar su dinero”. No posee más ideales que aquellos del lucro. “Lo mismo es para ellos el despotismo que la libertad, siempre que le conserve su dinero.” Concluye entonces Ramos Mejía haciendo una advertencia: ese burgués aureus, en multitud, será temible si la educación nacional no lo modifica con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales que lo contengan en su ascensión precipitada hacia el Capitolio.”[43]

 

Carlos Octavio Bunge

Nació en Buenos Aires en 1875. Cursó la carrera de Derecho en la universidad de Buenos Aires graduándose en 1897. Se dedicó a la enseñanza y a la magistratura. Ejerció las cátedras de Derecho y Ciencias de la Educación en las universidades de Buenos Aires y La Plata. Publicó en 1901 La educación, en 1903, Nuestra América, en 1903 también Principios de sicología individual y social. Además escribió algunas novelas y cuentos. En cuanto a obras de derecho publicó: Casos de derecho penal en 1911 y una Historia del derecho argentino en 1813. Compiló luego sus ensayos en Estudios filosóficos y Estudios pedagógicos. Falleció en Buenos Aires en 1918.

Si bien Bunge suscribe el pensamiento positivista de su época, lo hace con ciertas reservas. En sus Estudios filosóficos se explaya con abundantes argumentos. Sostiene que se somete al “método Positivo” para exponer sus ideas aunque no para concebirlas, y agrega: “no comparto el horror a la metafísica de muchos filósofos positivistas contemporáneos.”[44] Luego de considerar que si hubiera nacido en otra época, tal vez no hubiera usado el método positivo. Sin embargo, hoy utiliza el método de Comte y Darwin, pero sospecha que: “ya estamos dejando atrás el tiempo de Comte y de Darwin.”[45] Reconoce que existe algo más que la experiencia sensible en la que se basan las teorías positivas. En un párrafo que creo que conviene transcribir completo dice lo siguiente:

La única noción nueva que parece haber fijado para siempre el positivismo en la filosofía, es lo que Spencer llamó “lo incognoscible”, o sea aquello cuya realidad podrá concebir el espíritu humano, pero nunca explicarla... Los filósofos anteriores no se habían atrevido a reconocer categórica y definitivamente que hay algo que el hombre puede imaginar y no comprender; los teólogos lo hubieran reconocido tal vez, de no haber confiado tanto en el poder de la revelación.”[46]

Bunge considera que las ciencias naturales “de Lamarck a Darwin, y de Darwin a Haeckel, habían realizado prodigiosos progresos. A la luz de este nuevo foco, filósofos de segundo orden, con ideas harto menos profundas, concretaron el principio positivista, según el cual no debe admitirse nada que no se haya demostrado inductivamente.[47] Bunge critica a continuación a los filósofos materialistas y evolucionistas que buscan la unidad de los conocimientos humanos por medio de las ciencias físico-naturales como base única. Podemos concluir entonces que si bien Bunge adhiere a los principios positivistas de su época, reconoce sus limitaciones para exponer la totalidad de la realidad.

En 1903 Bunge publicó Nuestra América. Es un estudio de sociología argentina desde un punto de vista positivista. Encontraremos en él algunas referencias a la inmigración que nos permitirán apreciar sus puntos de vista. Sus referencias al inmigrante están escritas siempre en forma de contrapunto o de oposición a las costumbres tradicionales argentinas, legado de la colonización.

En su notable prólogo encontramos párrafos de extrema sinceridad personal que desnudan su concepción de la vida: “Al iniciarme en las luchas de la comedia humana, cuando comprendí lo utópico de los ideales de la infancia y cuan imperfectos eran los hombres y las cosas, embargome el vértigo de las alturas, el desaliento de la vida.”[48] Sigue explicando más adelante: “El hogar, la historia y la religión habían grabado en mi alma de niño una noción absoluta del Bien. (...) Tres inexpugnables torreones erguíanse en mi alma de adolescente: el Bien, el Mundo, Yo. (...) comencé a vivir... Y los torreones de mi alma se derrumbaron como castillos de naipes.”[49] Cuenta seguidamente que esos tres torreones se cayeron al conocer a los hombres y al mundo. Intentó entonces “descubrir alguna luz consoladora, alguna nueva y más dichosa faz de los hombres y las cosas...[50] Comprendió entonces que la vida, “si no era un lecho de rosas, tampoco era un nido de espinas; que si la lucha es ingrata, grata es la victoria; (...) que un hombre de buena voluntad puede siempre realizar un bien relativo, un bien muy relativo...”[51] Pasa entonces a describir los nuevos conceptos que se forjó, para afrontar las “batallas de la Vida.” Veamos cuales son:

El Mundo. ¾El hombre es un animal que aspira. Su poder de aspirar a su infinito perfeccionamiento, es la aureola que ilumina, entre los obscuros cráneos de las bestias, su pálida frente.

El Bien. ¾La Felicidad y el Progreso, dos entidades que no se describen, pero que se sienten, son los objetivos del Bien.[52]

Por último le quedaba “un tercer baluarte para reconstruir... ¡mi Yo!” Para lograrlo se formó el concepto de que podría ser uno de los tantos ciudadanos útiles... Para ello, siguiendo sus inclinaciones, comenzó a interiorizarse en “especulaciones sociológicas”. De allí surgió la idea de estudiar al hombre desde “una faz simple, particular nacional... Había investigado al hombre; ahora tocábame estudiar a mis compatriotas, al argentino, al hispano-americano... Lo intento en este libro (...)”[53]

Comienza Bunge señalando que la clave para comprender la herencia psicológica de Latinoamérica, la clave primera son las razas, luego será el clima y la historia. Señala que, por la falta de mujeres europeas, los conquistadores dieron a sus soldados esposas indígenas. Esto provocó un cruzamiento de razas que duró toda la conquista y señala que además, la española ya era una raza cruzada con la árabe. Contrasta esto con lo que aconteció en América del Norte, donde los ingleses traían a sus esposas de Europa: “cuando un colono soltero quería formar un hogar, se agenciaba una esposa, comprándola por un fardo de tabaco; y rebosantes de fardos salían los buques que traían carne blanca...”[54] Cuando en América española se importaron esclavos negros africanos para trabajar en las plantaciones, la raza europea también se transformó en mulata. Entonces, los hispano-americanos tienen preponderancia de raza blanca pero mezclada con elementos indígenas y africanos. Concluye su razonamiento diciendo que “Esta triple base etnográfica ha formado la sicología de sus repúblicas.” Aquí encontramos la primera referencia de Bunge acerca de la inmigración: “Más tarde, la inmigración europea trae nuevos elementos; pero, a pesar que alguna influencia ejercerán, estos elementos nuevos, una vez arraigados al suelo, ofrecen siempre, por contagio, a la segunda, tercera o cuarta generación, los caracteres de ese primer sedimento hispano-indígeno-africano...”[55]

Determinada la composición racial, Bunge argumenta que a cada raza física le corresponde una raza psíquica, y que los caracteres psíquicos de la raza hispánica son: “arrogancia, indolencia, falta de espíritu práctico, verbosidad, uniformidad, decorum. Las indígenas de América, resignación, pasividad, venganza. La negra esclavocracia, blandura.” Estos caracteres se derivan de la herencia española, de “las imposiciones de la Inquisición, que prohibía bajo pena de muerte el “libre examen” y castigaba la originalidad individual como herejía, emerge la uniformidad, en ideas, en sentimientos, en costumbres, hasta en trajes.”[56] Determina entonces que en los rasgos comunes de las razas hispano-americana se destacan tres: “la pereza, la tristeza y la arrogancia.”[57]

Describe entonces cada uno de estos rasgos en particular. Existen dos formas de pereza, la absoluta, que es la inacción, y la relativa que es la falta de disciplina, de método y de higiene en el trabajo. Por ello, “En le comercio y en la industria, por displicencia e ignorancia de los nativos, vemos cada día a los extranjeros monopolizar más y mejor los ramos más provechosos.” Por este motivo, “Hispano-América se presenta entonces, por la pereza de sus pueblos y sus inmensas riquezas naturales, para otros más activos y más pobres, que codician, que necesitan sus valiosas producciones, que hablan ya de una ‘forzosa repartición de los trópicos’, como una tierra de Canaán...[58] El inmigrante es visto como competencia del nativo americano pues es más trabajador y obtiene mejores retribuciones en los oficios más provechosos. También América es vista como tierras de riquezas codiciadas por los extranjeros y por las potencias coloniales que desean obtener una tajada de sus riquezas.

En el mismo sentido, hace un análisis del gaucho, que no come vegetales, enganchado en trabajos irregulares, “no a la sana disciplina del trabajo continuo y moderado”. Es entonces desplazado, por analfabeto, hacia los trabajos más duros de la industria, mientras que “el inmigrante, más económico, más constante, más trabajador lo sustituye entonces.” El gaucho se burla y desprecia al gringo, pero todavía sirve a los fines políticos: “en su ocaso conmovedor, ese curioso tipo de gaucho, mezcla de godo, árabe, andaluz e indio: en las grotescas parodias políticas de democracia libre, se le arrea, ¡en mesnadas! A la urna electoral.”[59]

Sin embargo, Bunge ve en la inmigración, tal vez, una cura para los males del país. Esto diferencia a la Argentina de las demás naciones de América latina. Por su gran afluencia de inmigrantes, posee, “a lo menos en las provincias agrícolas y templadas, una población, extranjera o semi-extranjera, de modestos trabajadores que van, como los clásicos labriegos de Chipre a la vendimia, cantando a sus faenas... ¡Qué esta excepción sea alguna vez la regla!”[60]

Señala que el gaucho ha conservado el antiguo espíritu de la arrogancia castellana, por su aislamiento. Bunge da un sentido algo diferente al que le había dado Ramos Mejía a la palabra guarango: “También llaman los argentinos ‘guarango’ al plebeyo de las ciudades; y el adjetivo ‘guarango’ se le adjunta la idea de insolencia, como a sus derivados ‘guaranguear’ y ‘guarangada’...”[61]

El carácter de raza de los hispano-americanos forma un “compacto homogéneo” que se traduce en las cualidades típicas que Bunge reconoce en los criollos: pereza, tristeza y arrogancia. Sigue entonces con su contrapunto diciendo que este carácter es inverso “al europeo”, al menos al de los pueblos más ricos y fuertes cuyas tres condiciones serían: diligencia, alegría y democracia.[62]

Considera, como todos los pensadores de su generación, que el bien supremo es el progreso, y que esa idea del progreso falta en “las clases dirigentes del poder y la fortuna” y que ese progreso proviene de Europa.[63] Bunge concluye de esta forma la primera parte de Nuestra América diciendo:

No hallo, pues, sino un remedio, un solo remedio contra nuestras calamidades: europeizarnos. ¿Cómo? Por el trabajo. Trabajar la tierra, la usina, la escuela, la imprenta, la opinión, el arte: desgranar el trigo, despojar de su cálido vellón la oveja, sangrar la vena del carbón y del oro, mover usinas, provocar el estímulo en las letras, los descubrimientos de las ciencias, modelar la piedra, colorear el cuadro... Nunca nos será dado cambiar nuestras sangres ni nuestra historia ni nuestros climas, pero podemos europeizar nuestras ideas, sentimientos, pasiones. (...) ¡Europeicémonos por el trabajo![64]

 

Miguel Cané

Nació en Montevideo en el año 1851 cuando su familia estaba exiliada durante la dictadura de Rosas. Regresaron a Buenos Aires luego de la batalla de Caseros. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego siguió la carrera de abogado, recibiendo el título en 1872. Ingresó entonces en la vida pública alternando su actividad entre la política, la diplomacia y la vida universitaria. Escribió para los periódicos La Tribuna y El Nacional. Fue diputado y senador, y ocupó varios puestos diplomáticos, en calidad de ministro ante Venezuela y Colombia en 1881, Austria-Hungría en 1883, Alemania en 1884, España en 1886 y Francia en 1901. Mientras tanto, también fue director de Correos y Telégrafos en 1880, intendente municipal de Buenos Aires en 1892, y fue ministro de Interior en el gobierno de Luis Sáenz Peña desde 1892 a 1895. En 1900 fue el primer decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la ciudad de Buenos Aires. Entre sus escritos podemos citar a Ensayos, publicado en 1877, Juvenilia, en 1882, En viaje, 1884, una traducción de Enrique IV de Shakespeare en 1900 y Prosa Ligera en 1903, entre otros. Falleció en Buenos Aires en 1905.

Gladys Onega, en su libro La inmigración en la literatura argentina, considera a Miguel Cané como “el hombre más representativo de su época y de su clase. (…) conjugaba en su persona todas las pautas prestigiosas de la elite de Buenos Aires.”[65] Era un miembro de la clase dirigente cuyo linaje lo conectaba con el patriciado.[66] En sus escritos vemos reflejado el pensamiento de la elite argentina de fines del siglo XIX. Influido por el positivismo de su época, no escribió tratados sociológicos como los escritores anteriores. Sin embargo, la influencia de ese conjunto de ideas se reflejan a lo largo de sus escritos, donde constantemente hace referencias al progreso, que se refleja en la apertura de vías férreas y en la relativa comodidad y rapidez de los vapores que siempre compara con los barcos impulsados por el viento. Por ejemplo, se refiere a Auguste Comte como ilustre pensador,[67] y cita frecuentemente a Taine y a Renan. Suscribe la idea de que las leyes históricas “presiden la formación de las sociedades,” y que ellas se aplicaron en todo su rigor “en nuestras vastas comarcas.”[68]

Tampoco se refiere en su obra en forma directa a la inmigración, como tema de un estudio especial, pero la presencia del inmigrante y la influencia europea están constantemente en sus escritos. En su libro En viaje, donde describe su estadía como representante argentino en Venezuela y Colombia, compara la anarquía y el desorden que reina en muchos países americanos, producto de la herencia española y de “la teología de Felipe II, con sus aplicaciones temporales”.[69] Allí hace una descripción optimista de la situación de la argentina que ejemplifica la visión de la elite:

Para algunos países americanos, esos años sombríos son hoy un mal sueño, una pesadilla, que no volverá, porque ha desaparecido el estado enfermizo que la producía. ¿Qué extranjero podría creer, al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la Plaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vilmente insultadas al salir de las iglesias? Si el camino material que hemos hecho es enorme, nuestra marcha moral es inaudita. A mis ojos, el progreso en las ideas de la sociedad argentina es uno de los fenómenos intelectuales más curiosos de nuestro siglo. Y al hablar de las ideas argentinas, me refiero a las de toda la América, aunque el fenómeno, por causas que responden a la situación geográfica, a la naturaleza del suelo y a la poderosa corriente inmigratoria europea, no presenta en ninguna parte el grado de intensidad que en el Plata.[70]

Esta visión optimista de Cané acerca de la inmigración y su efecto beneficioso para la República Argentina, años más tarde comienza a opacarse. En el libro Prosa ligera, publicado en 1903, donde Cané reúne varios textos escritos años antes, empieza a expresar sus temores con respecto a la llegada de los extranjeros y los avances del progreso. En el texto En la tierra, donde describe la actividad de un ingenio azucarero en Tucumán: “el viejo trapiche primitivo había desaparecido ante la enorme maquinaria moderna, esa maravilla de mecánica que toma al verde tronco de caña y lanzando el jugo que le extrae a su peregrinación fantástica, lo transforma en oro.”[71] Admira luego las casas limpias y cuidadas de los ingenieros extranjeros y la escuela donde los peones, “con envidia”, miraban a sus hijos concurrir a la escuela. Mas adelante encontramos el párrafo, muy citado, pero elocuente del pensamiento de Cané y de la elite de Buenos Aires. El tópico del dónde están, con su añoranza de un pasado que, tal vez, fue mejor, pero al que el avance de los tiempos no permite regresar, que ya habíamos visto en Ramos Mejía, inspiró en Cané el siguiente párrafo:

Como Segovia, su mujer y Clara amaban la hacienda. No sólo encontraban allí una vida de paz y tranquilidad, sino también aquel secreto halago que tan profundamente han de haber sen­tido nuestros padres y que para nosotros se ha desvanecido por completo, arrastrado por la ola del cosmopolitismo democrático: la expresión de respeto constante, la veneración de los subalter­nos como a seres superiores, colocados por una ley divina e inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano. Dónde, dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmen­te?... El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste me­jor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor. Pero en las provincias del interior, sobretodo en las campañas, quedan aun rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa...[72]

El párrafo resume las inquietudes de la elite a la que pertenecía Cané: añorar un pasado de antiguos valores, la veneración y el respeto de los subalternos, los criados viejos y fieles, los esclavos emancipados, todo esto fue barrido por las nuevas ideas, la influencia de las ciudades, y el ansia de fortuna. Continúa mostrando al sirviente europeo, que roba, que viste mejor y se siente libre, situando en las provincias del interior, todavía un resto de aquella antigua bonanza donde impera un manso feudalismo.

Otro párrafo característico del pensamiento de Cané, y también muy citado, que se encuentra páginas más adelante, nos ilustra la actitud y el pensamiento de la elite argentina ante el arribo de los extranjeros y su acceso a los círculos sociales encumbrados.

(…) les pediría más sociabilidad, más solidaridad en el restringido mundo a que pertenecen, más respeto a las mu­jeres que son su ornamento, más reserva al ha­blar de ellas, para evitar que el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a echar su manito de Tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles. No tienes idea de la irritación sorda que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya ma­dre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavarse bestialmente en el cuer­po virginal que se entrega en su inocencia... Mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmo­polita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país. Quieren placeres fáciles, cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa, ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día, los argentinos disminuimos. Salvemos nuestro predominio legitimo, no sólo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuan­to es posible, sino colocando a nuestras mu­jeres, por la veneración, a una altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre é1.[73]

Cerrar el círculo, evitar que entren guarangos democráticos enriquecidos, defender nuestras mujeres ante un mundo heterogéneo y cosmopolita, producto de la inmigración, los argentinos disminuimos. Estas expresiones revelan el temor de la elite ante la invasión de los extranjeros y los nuevos ricos, enriquecidos con su industria y su comercio. La propuesta es cerrar las puertas. De cualquier forma, Cané suaviza estas expresiones aclarando más adelante sus convicciones democráticas: “Tu conoces mis ideas y sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la ley, la igualdad más absoluta es de derecho.”[74] A pesar de esta declaración de igualdad, Cané aplicó su pensamiento a la práctica, siendo, junto a Carlos Pellegini, fundadores del selecto ámbito del Jockey Club.

Años más tarde, en su libro Notas e impresiones, reunió una serie de artículos que había publicado en el diario La Prensa de Buenos Aires bajo el seudónimo “Travel” mientras era Ministro ante el gobierno de Francia, entre los años 1896 y 1897.[75] Estos artículos previenen contra las facilidades que la Argentina daba a los extranjeros, en contraste a las barreras que existían en Francia. Nos cuenta la forma que en la universidad de La Sorbona admiten al extranjero: “las puertas del templo de la ciencia se le entreabren, pero estrictamente lo necesario para hacer de él un propagandista de la gloria francesa.” Y luego aplica la ironía: “En cuanto a abrirle los brazos, a decirle: ‘esta es tu tierra, esta es la patria de todos los hombres de buena voluntad que habitan el globo, venid a mí, estudiad, formaos una carrera, vivid entre nosotros y prosperad’, eso no.”[76] Cané insiste en la idea de la exclusión, de cerrar el círculo, tomando ejemplos del extranjero. Aparece una desconfianza en las instituciones democráticas, porque daban lugar a las expresiones socialistas y anarquistas. Del Socialismo y de la abolición de la propiedad privada nos dice que: “Ellos nos suprimen por la dinamita, nosotros los suprimiremos por la ley.” Y algunas líneas más adelante, también refiriéndose al socialismo, agrega: “nos oponemos a él con todas nuestras fuerzas y nos defenderemos con todas nuestras armas.[77]

También tomó la idea de una ley promulgada en Francia 1849, luego de los sangrientos episodios de la Comuna de París que habían sucedido el año anterior, ley todavía vigente en Francia en 1897 cuando Cané escribió su artículo. Decía lo siguiente: que se “autoriza al Ministerio del Interior ­­—y en los departamentos de frontera a los prefectos— por simple medida policial a expulsar del territorio francés a todo extranjero viajando o residiendo en Francia.”[78] Esto hizo que, de regreso a la Argentina, ante las sucesivas huelgas y acciones anarquistas, generalmente promovidas por trabajadores extranjeros, propusiera en el año 1899 al Senado, una ley similar.[79] La ley fue votada tres años después, durante la segunda presidencia de Roca, siendo  ministro de Interior, Joaquín V. González. Es la conocida como Ley de Residencia, que permitía al Poder Ejecutivo la expulsión de extranjeros condenados o perseguidos por tribunales nacionales, como así también aquellos “cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social.”[80]

En sus últimos escritos, Cané comienza a manifestar el malestar que caracterizó a la cultura del fin del siglo XIX. A su llegada a París, en enero de 1902, en un artículo titulado Ocaso, expresa una visión decadente de “la Francia” que antes “dominaba a la humanidad”, y que ahora va descendiendo con una velocidad realmente vertiginosa, “su población disminuye, la cifra de su comercio baja anualmente”, observa entonces un rasgo característico: “la impresión de decadencia”.[81]

 

Conclusiones

El pensamiento de estos escritores influyó notablemente en la mentalidad de la elite gobernante argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, tanto en las ideas, en la vida y en la legislación argentina. Tres de ellos: Cané, Bunge y Ramos Mejía, provenían de la antigua aristocracia argentina o estaban emparentados con ella. En cambio, Ingenieros era inmigrante, su padre había castellanizado su apellido allegar al país. Todos estaban imbuidos en las ideas finiseculares del positivismo: la evolución de las especies, la sociología evolutiva de los pueblos y la idea de que la ciencia conduciría hacia el progreso indefinido. Ramos Mejía e Ingenieros sustentaron las ideas positivistas y darvinianas de una manera bastante rigurosa, mientras que Bunge y Cané aceptaban el pensamiento positivista pero ponían en duda su capacidad para expresar todas las facetas del pensamiento humano, especialmente la ética y la metafísica. Todos ellos vivieron en un momento de la historia argentina donde el país experimentó un crecimiento económico tal que llegó a ocupar uno de los lugares más importantes del mundo en cuanto a su comercio exterior y a su prosperidad.

La corriente positivista dominó así el pensamiento universitario argentino de manera que, cuando José Ortega y Gasset llegó al Río de la Plata por primera vez, escribió: “Lo que me cuesta algún trabajo entender es que todavía en 1916 hubiese una cátedra de la Facultad de Filosofía de Buenos Aires, donde se exponía con devota convicción la momia de Spencer.”[82] Estas palabras pusieron fin a la preponderancia del positivismo en Argentina.

La respuesta de estos intelectuales ante el aluvión de los inmigrantes que llegaban al puerto de Buenos Aires fue dispar. Ninguno puso en duda los beneficios que traerían los inmigrantes al país. Sin embargo advirtieron acerca de algunos efectos nocivos de la inmigración. Esa advertencia se tradujo en algunas leyes y acciones concretas: La acción de Ramos Mejía al frente del Consejo Nacional de Educación y la creación de una liturgia patria con el fin de nacionalizar a los hijos de extranjeros; la legislación propuesta por Miguel Cané, ante el avance del anarquismo se tradujo en la promulgación por la Ley de Residencia, que permitía la expulsión de los inmigrantes. Bunge preconizaba que la solución a los males del país estaba en europeizarse, pero temía que luego de algunas generaciones, los hijos de los inmigrantes adoptaran las costumbres del país. En cambio, José Ingenieros, como inmigrante, tuvo siempre una visión optimista de la función de la inmigración que está reflejada en las siguientes palabras:

Amar a este hogar común es dignificarse a sí mismo. Robustecer el tronco de este árbol que a todos nos da sombra es una forma de sentir el más elevado egoísmo colectivo.

Procuremos para ello ser células vigorosas del organismo en formación: pensemos que la intensidad de cada individuo, obtenida por el esfuerzo y la energía, es un elemento de la grandeza total. Seamos piedras distintas que concurran a combinar el mosaico de la nacionalidad; seamos todos diversos en tamaño, en color, en brillo, pero todos armónicos dentro de la finalidad grandiosa del conjunto.[83]



[1] Tulio Halperín Donghi, “¿Para qué la inmigración? Ideóloga y política inmigratoria en la Argentina (1810-1914)”, p. 191, en El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas hispanoamericanas, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1998.

[2] Oscar Terán, Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo, (1880-1910) Derivas de la “cultura científica”, p. 9, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.

[3] Ibidem, p. 83-84.

[4] Tulio Halperín Donghi, op. cit. p. 196.

[5] Ibidem, p. 201.

[6] Roberto Cortés Conde, “Problemas del crecimiento industrial, (1870-1914)”, p. 62, en Argentina, sociedad de masas, Torcuato S. Di Tella, Gino Germani, Jorge Graciarena, editorial Eudeba, Buenos Aires, 1966.

[7] Gino Germani, Política y sociedad en una época de transición, p. 188, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1959.

[8] Ibidem. p. 210.

[9] Oscar Terán, op. cit. p. 290.

[10] José Ingenieros, Sociología Argentina, p. 11, Obras Completas, Ediciones L. J. Rosso, Buenos Aires, 1918.

[11] Ibidem, p. 13.

[12] Ibidem, p. 14.

[13] Ibidem, p. 23.

[14] Ibidem, p. 24.

[15] Ibidem, p. 35.

[16] Ibidem, p. 40.

[17] Ibidem, p. 41.

[18] Ibidem, p. 42.

[19] Ibidem, p. 79.

[20] Ibidem, p. 56.

[21] Ibidem, p. 64.

[22] Ibidem, p. 68-69.

[23] Ibidem, p. 72-73.

[24] Ibidem, p. 74.

[25] Ibidem, p. 76.

[26] Ibidem, p. 504.

[27] Ibidem, p. 505-506

[28] Oscar Terán, op. cit. p. 97-98.

[29] José María Ramos Mejía, Las multitudes argentinas, p. XXXVII, J. Lajuane & compañía, editores, Buenos Aires, 1912.

[30] Gustave Le Bon, Psycologie de foules, 1895

[31] José María Ramos Mejía, op. cit. p. 4.

[32] Ibidem, p. 258-259.

[33] Ibidem, p. 260.

[34] Ibidem, p. 262.

[35] Ibidem, p. 262-263.

[36] Ibidem, p. 263.

[37] Ibidem, p. 265.

[38] Ibidem, p. 270.

[39] Idem, Ibidem.

[40] Ibidem, p. 273.

[41] Ibidem, p. 275.

[42] Ibidem, p. 276.

[43] Ibidem, p. 278-279.

[44] Carlos Octavio Bunge, Estudios Filosóficos, p. 28, editorial Casa Vaccaro, Buenos Aires, 1919.

[45] Idem, Ibidem.

[46] Ibidem, p. 30.

[47] Ibidem, p. 32.

[48] Carlos Octavio Bunge, Nuestra América, p. 1, Henrich y Cia. Editores, Barcelona, 1903.

[49] Ibidem, p. 2.

[50] Ibidem, p. 6.

[51] Ibidem, p. 7.

[52] Ibidem, p. 9-10.

[53] Ibidem, p. 12-14.

[54] Ibidem, p. 20-21.

[55] Ibidem, p. 21-22.

[56] Ibidem, p. 23.

[57] Ibidem, p. 34.

[58] Ibidem, p. 39-40.

[59] Ibidem, p. 55

[60] Ibidem, p. 57-58.

[61] Ibidem, p. 72.

[62] Ibidem, p. 75.

[63] Ibidem, p. 88.

[64] Ibidem, p. 98-99. (las letras destacadas son del autor)

[65] Gladys S. Onega, La inmigración en la literatura argentina (1880-1910), Cuadernos del Instituto de Letras, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe,1965.

[66] Oscar Terán, op. cit. p. 14.

[67] Miguel Cané, Prosa ligera, p. 212, A. Moen, editor, Buenos Aires, 1903.

[68] Miguel Cané, En Viaje (1881-1882), p. 35, La cultura popular, Buenos Aires, 1937.

[69] Ibidem. p. 36.

[70] Ibidem, 35-36.

[71] Miguel Cané, “En la tierra” (1884), en Prosa ligera, op. cit. p. 65.

[72] Ibidem. p. 71.

[73] Ibidem. p. 129-130.

[74] Ibidem. p. 130.

[75] Miguel Cané, Notas e impresiones, p. 33, La cultura argentina, Buenos Aires, 1918.

[76] Ibidem. p. 101.

[77] Miguel Cané, “Recordando” (1896) p. 252, en Prosa Ligera, op. cit.

[78] Miguel Cané, Notas e impresiones,  p. 143-144.

[79] Ibidem. p. 145 y nota al pie.

[80] Oscar Terán, op. cit. p. 45 y notas al pie.

[81] Miguel Cané, “Ocaso” (1902) p. 261, en Prosa Ligera, op. cit..

[82] José Ortega y Gasset, “Para dos revistas argentinas”, p. 65, en Meditación de un pueblo joven y otros ensayos sobre América, Alianza editorial, Madrid, 1995. (Publicado en La Nación de Buenos Aires el 27 de abril de 1924).

[83] José Ingenieros, op. cit. p. 80, nota al pie.



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