Parte I


Capítulo I



Cádiz, 2 de agosto de 1492.

Lo veo, de pie sobre el acantilado, mirando el mar; si levantamos la vista hacia donde brilla el sol, el horizonte brumoso se confunde con el cielo, que pasa del gris al celeste. David de Córdova ve por primera vez el mar. Nunca imaginó la existencia de ese azul inmenso, vasto. ¡Esto es el mar! Por algún oscuro motivo que no pudo explicar, pensó en Dios.

En su ciudad natal, Córdoba, no hay mar; solamente el río, caudaloso en primavera, seco al fin del verano. David recuerda el Guadalquivir y el viejo puente romano que lo atraviesa. Recuerda los bajos donde se bañaba con sus amigos; los pajonales a los que llevaba a pastar las vacas y cabras de la familia; la rueda del molino de sus padres, que vendieron con urgencia, por menos de la mitad de su valor, a Meir Melamed, que se había convertido al cristianismo al conocer el Edicto de Expulsión.

Trata de familiarizarse con el mar. Le dijeron que Nápoles está sobre el mar. Mañana parten para Nápoles, donde lo esperan parientes que no conoce.

Lo veo, joven, con sus trece años recién cumplidos, preguntándose por su destino. ¿Cuál será su suerte? ¿Qué será de su pueblo amenazado con el peor desafío desde el destierro a Babilonia? La opción que plantearon los Reyes es clara: conversión o exilio.

Siente el viento del mar en el rostro, y ese aroma salado. Aspira hondo. El olor, nuevo, de sal y espuma, inunda su cuerpo con un soplo de vida. Permanece inmóvil. El sol, que cae sobre el horizonte, molesta a sus ojos. Protege su vista con una mano. Se detiene el tiempo…

Esta imagen es la que me impulsa a escribir. ¿Qué siente David de Córdova cuando mira el mar? ¿Qué siente cuando sabe que debe abandonar España con toda su familia? ¿Qué siente el último día sobre esa tierra amada, donde creció, y a la que, tal vez, nunca más podrá regresar?

Y lo veo hoy, quinientos años después. Y ese recuerdo me llega a mí, porque me lo legaron mis abuelos, que vinieron del Mediterráneo, de una isla rodeada de mar. De ese Mediterráneo, cuyo aire cálido sintieron en sus rostros, con olor a sal.

Sentían orgullo de su origen español, sentían amor por la lengua que hablaban. No guardaban rencor. Me llegan a través del tiempo esas voces sacadas de la historia, fosilizadas en el destierro. Voces dulces, con entonaciones y modismos de un idioma que llevaron por el mundo en sus pobres arcones, que conservaron durante quinientos años como valioso tesoro, que ya no se habla y que ellos amaban.





David, con un gran esfuerzo, apartó sus ojos del mar y lentamente comenzó a descender del acantilado hacia el puerto. Desde la distancia distinguió los sonidos del intenso movimiento. Las galeras, amarradas a los embarcaderos, recibían sus pesadas cargas. Se elevaban las voces de los marineros en un idioma musical que no comprendía.

—¿Dónde estabas, David? ¡Así vivas tú! Tu padre te espera para que lo ayudes con la estiba.
—Sí madre, es que miraba el mar. ¡Ya voy!
—¡David, que me haces mucha mala sangre! ¡Apúrate! Hay que ordenar nuestras cosas. Partimos mañana al alba.

David caminó por el desembarcadero. Vio cuatro galeras venecianas, con los remos recogidos y las velas plegadas. Se abrió paso entre la muchedumbre que preparaba sus enseres antes de abordar las naves. Llevaban todo lo que podían: arcones repletos de ropas, pequeños muebles, cacharros de cocina, cabritos y polluelos. Las familias se agrupaban junto a sus pertenencias. Hacía calor. Esta noche dormirían al sereno.

Llegó junto a su padre, Salomón, atareado en la estiba de los bienes de la familia. Lo ayudaban Muchico, hermano mayor de David, y dos sirvientes. Levantaron el pesado arcón que guardaba los libros, el mas grande tesoro de los Córdova.

El sol se ocultaba tiñendo de rojo el horizonte. La familia se reunió para comer luego de un día lleno de angustias. Era el último día en España, el último día en esa tierra querida. Salían las primeras estrellas. David comió junto a sus padres y hermanos. Antes de dormir recitaron la oración de la noche. El silencio ganaba el puerto de Cádiz. Cerca, una mujer cantaba:


                "Dame la mano, paloma,
                para subir a tu nido,
                maldicha que duerme sola
                y no viene a dormir conmigo...




Capítulo II



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