Parte I


Capítulo II



Granada, 12 de Abril de 1492.

Isaac Abravanel cabalgaba apesadumbrado por el camino que subía al Alcázar. No tenía prisa, el encuentro con el Rey Fernando era a la hora del mediodía. No escuchaba el torrente de aguas claras que cantaba entre las piedras, no sentía la frescura del bosque en la cálida mañana de primavera.

Había partido del campamento de Santa Fe, donde los pocos soldados que aún permanecían allí luego de la campaña de Granada, preparaban sus pertenencias para el ansiado regreso a sus hogares. Volverían triunfantes, con un rico botín saqueado al reino moro, fatigados después de tantos años de batallas y de lucha.

Cuando pasó por delante del Albaicín, al pié de la colina, también los moros, derrotados, disponían su partida. Muchos de ellos irían a los reinos del norte de África, a las ciudades de Marruecos y Tánger.

Miró a lo alto del cerro, donde las fortificaciones rectangulares de la Alhambra resplandecían en el sol de la mañana. Las banderas de Castilla y Aragón flameaban victoriosas sobre la torre de Comares. La vista era espléndida, majestuosa. Isaac no se cansaba de admirar esa joya de la creación humana. La belleza de esas formas de piedra rosada, imponentes, a la vez suaves y proporcionadas, que se hermanaban al paisaje de las colinas y a las lejanas cumbres blancas de Sierra Nevada, no conseguían alejar la pena de su alma.

Cuando supo la noticia de que los reyes habían firmado el Edicto de Expulsión, sintió que El Inquisidor, en su lucha contra los judíos de España, logró una victoria. No podía dar crédito a esta desgracia. No podía pensar que le pagaran así los sacrificios que había hecho para La Corona. Sentía orgullo por esas banderas que flameaban sobre las torres de la Alhambra. La victoria había sido obra del esfuerzo de tantos caballeros y soldados, y que él había contribuido en parte a ese triunfo. Durante los años que duró la campaña, junto con sus ayudantes, fueron Abastecedores Reales de los ejércitos de Castilla y Aragón. Recordó cuando, hacía diez años, había escapado de Portugal, perseguido por el Rey Juan II. Al llegar a España había sido llamado por Fernando de Aragón para ocuparse de la tarea de abastecer a los ejércitos que iniciaban la conquista del reino de Granada, último baluarte moro en la Península. Para cumplir esa misión, encomendada personalmente por el soberano, había recorrido el país en busca de alimentos y armas para las tropas. Con su amigo, Abraham Señor, Tesorero del Rey, recaudó los tributos que pagaba el pueblo judío al monarca, resultando ser la principal fuente de oro para la campaña de Granada.

Al llegar al torreón que defendía la puerta de la fortaleza de la Alhambra, escuchó el grito del centinela:

—¡Alto! ¿Quién vive?
—¡Soy Isaac Abravanel! Tengo audiencia con el Rey.
El guardia lo miró durante un tiempo, demorando el momento de franquearle el paso. Quería demostrar su poder y su condición de cristiano viejo, aunque ya tenía orden del monarca de franquear la entrada al judío Isaac Abravanel.
—¡Pasad! —concedió finalmente.

Estaba adelantado para la cita. Dejó su caballo al cuidado de los servidores del palacio y caminó por los jardines, entre flores y fuentes de agua, hasta la muralla. Contempló el panorama que se extendía a sus pies. El campamento de Santa Fe era imponente, con sus blancas construcciones, parecía una gran ciudad. Pensó en los sentimientos de Bobadil, el derrotado Rey de los Moros, cuando, tal vez, mirando desde esa altura, veía crecer ante sus ojos la amenaza del campamento cristiano, que sitiaba su orgullosa ciudad amurallada.

No podía ser cierta la noticia del Edicto de Expulsión. Conocía los intentos del Inquisidor Torquemada para expulsar a los judíos. Conocía las fabulaciones de los nobles, disgustados por el recorte de privilegios que habían logrado los Reyes. Repasó, mientras contemplaba el paisaje sin verlo, los argumentos que utilizaría con Fernando: que los Judíos vivían en la Península —la que los sabios, de bendita memoria, llamaban Sefarad—, antes del nacimiento de Cristo y por este motivo no eran culpables de su muerte; que siempre habían servido fielmente a la Corona; que con sus oficios contribuían al engrandecimiento del reino; que muchos judíos lucharon hombro a hombro con los cristianos en la conquista de Granada; que la renta que pagaban era importante para el tesoro. Además, diría que él, Isaac Abravanel, junto con Abraham Señor, habían aprovisionado personalmente a las tropas victoriosas que tomaron Granada. Pensaba que estas razones eran suficientes para hacer que el Rey desista del Edicto. Asimismo, se consoló, estos argumentos fueron usados por su pueblo durante muchos siglos, con los reyes moros y luego con los cristianos. Eran buenos argumentos, siempre convencieron a los príncipes. El Rey, Fernando, los escucharía.

Caminó por el patio de los arrayanes entre gráciles columnas de mármol, fuentes y flores. Había estado en muchos palacios de príncipes portugueses y castellanos, pero éste, edificado por los moros, era el mas bello.

Dio su nombre al centinela del salón de los embajadores donde lo aguardaba el Rey. No tuvo que esperar. Se abrió la puerta y en el fondo de la estancia, contra las ventanas de vidrios multicolores que suavizaban la luz del mediodía, estaban sentados en sus tronos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla.



Capítulo III



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