Pate I


Capítulo VII



En el mar, 3 de agosto de 1492.

David de Córdova pasó su primera tarde a bordo recorriendo la galera. De niño lo habían obligado a dormir la siesta, pero ya había cumplido los trece años, era mayor y podría ver el barco a su antojo. Todos se habían retirado a las pequeñas cámaras del castillo de popa para pasar el calor de esa tarde de verano. Los cuartos, limpios, provistos de camas de tres pisos, tenían pequeñas ventanas por donde se veía el mar y estaban atestados con los arcones y las pertenencias de la familia en un desorden que las mujeres trataban en vano de acomodar.

David bajó a la oscura sentina. Allí estaban estibadas las provisiones para el viaje y los bienes que pudieron llevar de España. Algunos marineros, en el turno de descanso, dormitaban tendidos sobre fardos de velas y cajones con cuerdas. Vio a los galeotes, amodorrados, engrillados a los bancos con una larga cadena. Triste era el destino de estos presos condenados a trabajos forzados, pensó. Algunos yacían en silencio, otros conversaban en idiomas que no comprendía. ¿Cuántos idiomas habría en el mundo? Sabía el romance castellano y el hebreo, la lengua sagrada. Los idiomas eran fascinantes: latín, árabe, italiano; aprovecharía este viaje para entender algo de ellos. Caminando entre los bancos de galeotes le pareció escuchar voces que hablaban castellano. ¿Serían prisioneros españoles? Subió rápidamente la escalerilla y se alegró de estar nuevamente en cubierta, donde aún lo perseguía el hedor del hacinamiento. Aspiró profundamente, otra vez, el aire fresco, salado.





El sol se ocultaba en el Atlántico tiñendo de rojo la tarde. Las galeras navegaban con buen viento, separadas entre sí por unas cien brazas de mar, conservando la formación. David contemplaba la roca de Gibraltar que se erguía a babor, como gigantesca custodia de la entrada al Mediterráneo. Las olas del Mar Océano, grandes y acompasadas, parecían cambiar de ritmo al penetrar en el estrecho. La costa del África se veía a lo lejos, por estribor, envuelta en niebla. Una fuerte brisa refrescaba el calor del atardecer. Los marineros tiraban de gruesas cuerdas para acomodar las velas ante los frecuentes cambios del viento en las aguas del estrecho. David contemplaba maravillado el espectáculo. A su lado, Judah, su primo, miraba el mar con ojos tristes.

—¿Por qué nos echaron, Judah? —preguntó David—. ¿Qué hicimos para merecer esto?

—Nos olvidamos de Dios. Muchos corrimos en pos de las riquezas y los honores de los reinos, de los señores. Nos olvidándonos de La Ley. Mi padre dice que este castigo anuncia la próxima venida del Mesías. Ayer fue el nueve de Ab. Día de la destrucción del templo. También fue nuestro último día en España. ¡Es una señal de Dios!

David tenía admiración por su primo Judah. Representaba lo que él aspiraba a ser en la vida. Lo veía apoyado contra la borda de babor, con sus treinta y dos años cumplidos, llevaba el cabello y la barba bien recortados, tenía los ojos azules, la mirada profunda, la nariz recta, su rostro denotaba una madura serenidad. Formaba parte de la escuela de medicina judía, había aprendido junto a los más importantes médicos de Portugal. Isaac Abravanel le había enseñado los conocimientos de los profetas, de los grandes filósofos árabes y judíos y de los pensadores griegos: Platón y Aristóteles. Poseía muchos libros que guardaba en pesados arcones.

—Mira el mundo, David —continuó Judah con un ademán que abarcaba la majestuosa presencia del Peñón, la vastedad del océano y la pequeñez de la nave—. Piensa que es obra del amor. Dios ama a sus criaturas, ama a todos y a todas las cosas: al mar y al viento, a las montañas y a las piedras, a las nubes y a ese cielo rojo; también ama a este barco, a todos sus tripulantes, a ti y a mí. En ese amor nos abarca a todos. Pero el hombre se olvidó de ese amor. Por eso llega el castigo en los tiempos que anuncian la venida del Mesías: pronto Él vendrá.

David siempre se hacía estas preguntas: ¿Por qué si Dios nos ama, entonces nos castiga? Si somos el pueblo elegido, ¿por qué el exilio? No creía en que el Mesías llegaría pronto. La respuesta de su primo no lo satisfacía. ¿Encontraría, tal vez, las respuestas en los libros? No siguió preguntando. Leería, y las encontraría por sí mismo.

—¿Judah, podrías enseñarme las obras de autores antiguos, las que cuentan cosas importantes? —estaba decidido a estudiar.

—Tienes mucho que aprender, David. Están escritas en latín y en árabe. Pediremos permiso a tu padre y, si está de acuerdo, yo podría darte las primeras lecciones.

Por el este salía la primera estrella. Había comenzado el Shabat. Pero este no era un sábado como los otros: era el primero del exilio. No sería una noche de alegría como los otros sábados.

La familia comenzó a reunirse para la cena en el castillo de popa, bajo la toldilla. Los marineros encendían las linternas de la nave. La noche caía sobre España, ya sin judíos.





Ahora, la imaginación nos permite remontar vuelo como un pájaro y mirar la escena desde cierta altura en el espacio y además, con la perspectiva del tiempo ya pasado. Y entonces, con este artificio, vemos caer la noche lentamente sobre España. Es el tres de agosto de 1492. En el calendario hebreo también es el diez de ab de 5252. La luz roja del ocaso ilumina, como los reflectores de un teatro, las cuatro galeras que penetran en el Mediterráneo. Pero, si volvemos la vista hacia donde se está poniendo el sol, vemos otras naves: son las tres carabelas del Almirante de la Mar Océano, que partieron ese mismo día —día de buena suerte para iniciar viajes según la tradición— y se encaminan a descubrir, para esa España de amor y de odio, este continente americano, al cual vinieron mis mayores en la promesa de un futuro mejor.

De España sale un pueblo desterrado, que se dispersó por el viejo mundo y luego por esta América a punto de ser descubierta por Europa. Muchos judíos salieron hacia Portugal, donde no había llegado todavía la Inquisición. Otros fueron al norte de África. Algunos, como la familia Abravanel se dirigieron a Italia, la tolerante, la Italia del Renacimiento.

Cuando comenzamos a estudiar la historia de nuestros antepasados, nos encontramos que los hechos reales difieren de la historia oficial. Descubrimos que se ocultan los posibles orígenes judíos de Colón; que muchos españoles justifican la Inquisición y la tortura que infligieron a sus víctimas en nombre de la fe; justifican la unificación religiosa de España a costa del sufrimiento de muchos; ocultan las persecuciones de la Inquisición en América. En los libros argentinos de historia no se habla de la Inquisición que funcionó en el Río de la Plata —dependiendo del Inquisidor de Lima— hasta que la abolió la asamblea del año 1813. Se escamotean los orígenes conversos de los primitivos pobladores del Río de la Plata y se disimula la matanza y la esclavitud del indio, que ya había descubierto América muchos siglos antes que los europeos. Todo eso y mucho más oculta la historia oficial de España y de América. En las escuelas nos enseñan una historia de mármol y de bronce, no una historia de hombres reales, de carne, alma y sangre, con sus virtudes y defectos.

Dejemos entonces que la noche cubra a España con su manto de sombras y disimulo; velemos el sueño de estas familias que viajan hacia oriente desterradas, y los sueños de todas las familias que sufrieron y sufren hasta el día de hoy, el odio de los pueblos.





Capítulo VIII



Volver a Indice