Parte I




Capítulo XIX


Génova, 23 de agosto de 1492.

Las galeras entraban al puerto de Génova iluminadas por el sol de la mañana. David sintió alivio al pensar que llegaban a una ciudad que no era española. Tenía sus sentimientos divididos. Le dolía el exilio, dejar su tierra, la tierra donde había nacido, donde había pasado su infancia, pero llegaban a una ciudad donde los judíos no eran perseguidos, donde no serían expulsados ni obligados a convertirse por la fuerza. Recordó lo sucedido en Valencia, los comentarios hostiles dichos por los parroquianos con naturalidad en la taberna cuando no sabían que él era judío. Ahora podría bajar a tierra sin miedo.

Contempló las colinas recortadas contra un cielo azul y la ciudad edificada sobre suaves serranías que se extendían entre los montes más altos y el mar. Génova mostraba todo su esplendor. Divisó el faro que desafiaba las alturas; le había dicho Giovanni que se llamaba "La Lanterna". Vio las defensas del puerto y las casas bajas, con techos de tejas, pintadas de colores ocres o rosas. La torre de la catedral y las cúpulas de las iglesias sobresalían de la mar de tejados que descendían suavemente hacia el Mediterráneo.

Por la tarde bajarían los marineros a beber en la taberna del puerto. Giovanni le había propuesto que los acompañara. Dudaba, otra tarde como la pasada en Valencia le producía atracción, y también, rechazo.

El capitán anunció que comenzarían los trabajos de tomar amarras. Las velas fueron arriadas rápidamente y el tambor del cómitre indicó el ritmo de los remos que impulsarían las naves hacia el embarcadero.

—¡David, ven! ¡así vivas tú! —llamó su padre.

El joven se encaminó hacia popa y lo halló conversando con Isaac Abravanel.

—Aquí estoy, padre. ¿Qué deseáis de mi?

—Bajaremos a tierra. Iremos a casa de Simón Benveniste. Él está relacionado con los banqueros de la ciudad. Nos dará su ayuda con los cambios que trajimos de España. El tío Moché y su familia han de quedar en esta ciudad de Génova para establecer un comercio y manufactura de platería. Quiero que vengas con nosotros. Tal vez algún día tendrás que viajar tú en nombre de nuestra familia y debes recordar estos lugares. Ya comprendes el romance toscano y nos ayudarás a entendernos con los banqueros —informó Salomón de Córdova mirando a Isaac Abravanel, quien hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

David estaba orgulloso del lugar que le daba su familia, porque le permitía el conocimiento de los negocios.

—Iré con vosotros, padre.

 

 

 

La casa de Simón Benveniste quedaba en el barrio judío, cerca de la catedral. Era un barrio antiguo, que a David le hizo recordar las casas de la judería de su Córdoba natal. Callejas estrechas bordeadas de construcciones cuyos muros, muy próximos unos de otros, no permitían el paso de carruajes. Tapias altas de piedras y ladrillos, arcadas que sostenían las paredes entre las calles, patios secretos abiertos hacia el interior. La diferencia estaba en los materiales y en los colores: en España dominaba el blanco y la piedra, en Génova el ladrillo y el ocre.

Cerca del mediodía, el menor de los hermanos Benveniste los fue a buscar a los muelles. Caminaron por las callejuelas del puerto precedidos por el joven que les indicaba el camino. Lo seguían Isaac Abravanel y su hijo Judah, luego Salomón de Córdova y su hermano Moché; cerraba la marcha David, quien demoraba sus pasos mirando con curiosidad las calles desconocidas. Muchico no quiso bajar de la galera.

Atravesaron un portón que se abría en un muro de ladrillos rojos y penetraron a un patio, rodeado de una galería cubierta, donde crecían naranjos y limoneros.

Simón Benveniste se abrazó con Isaac Abravanel. Hacía diez años que no se veían. Sucedió que al poco tiempo del arribo de Isaac Abravanel a Castilla desde Lisboa, Benveniste tuvo que dejar Córdoba debido a la primera expulsión de judíos de Andalucía.

—¡Que vivas en mi casa como en tu casa, Isaac Abravanel! —exclamó Benveniste.

—¡El Dios que te de salud y muchos años, Simón! —dijo Abravanel.

—Pasa a la sala y cuéntanos el viaje, pero antes Preséntame a tu familia. Mi mujer preparó una comida que pronto estará lista. Podéis lavaros las manos antes de comer —dijo Simón y luego preguntó—: ¿Cuales son tus hijos, Salomón de Córdova?

—Este es David, mi hijo menor. Muchico y Déborah, que Dios los guarde, no han venido; quedaron en la galera.

Continuaron las presentaciones de las familias Benveniste, los Abravanel y los Córdova en una confusión de voces, gritos de alegría y lágrimas de las mujeres. Siguió luego una abundante comida compuesta por arroz, pepinos y berenjenas rellenas con carne de cordero, regadas por un ligero vino del país, y al final, bollos dulces, envueltos en masa de hojaldre, rellenos de nueces, azúcar, canela y bañados en agua de azahar.

Luego del almuerzo las mujeres retiraron la mesa y pasaron a la cocina para terminar los quehaceres. Los hombres permanecieron en el amplio comedor, conversando.

Isaac Abravanel relató los acontecimientos de España. Habló de la guerra de la reconquista de Andalucía, de la tarea de abastecer a las tropas, su amistad con el rabino Abraham Señor, los preparativos y los sucesos del viaje. Contó como Abraham Señor se había convertido al cristianismo.

—¡No lo creo!¡ Por mi vida! —exclamó Simón Benveniste—. Muchos años hace que yo lo conozco, que Dios lo guarde. Recuerdo mis tratos con él en Córdoba, sus conocimientos de La Ley, el gran amor que profesaba por su pueblo, su valentía personal, ¿cómo es posible que llegue a la conversión?

—Tú lo has dicho Simón. Es un hombre muy sabio. Lo que voy a decir es un secreto que quiero que juréis no revelar, pues de ello dependen las vidas de muchos judíos conversos de España —dijo en voz muy baja Isaac Abravanel, como si hubiera inquisidores ocultos del otro lado de la puerta.

Los hombres presentes: Simón Benveniste, Judah Abravanel, Moché y Salomón de Córdova y David, juraron guardar el secreto por la Torá, la Ley de Moisés. Era el primer juramento solemne de David.

—Sabéis —continuó Isaac Abravanel— que la Inquisición investiga a los judíos conversos, a los que llaman "cristianos nuevos". Con la denuncia de cualquiera que testifique contra ellos, los encierran en prisión y los juzgan en un juicio que es secreto, donde los procesados no conocen en qué consisten las acusaciones, no pueden ser visitados por sus parientes, no pueden elegir sus abogados. Sabes que todo esto está en contra de los fueros de Castilla y también los de Aragón. Usan la tortura para arrancar confesiones y luego, ya condenados, son expuestos a la mofa pública en grandes exhibiciones, presididas por los inquisidores dominicos. A veces concurren a estos actos hasta los reyes y los príncipes. Todo el populacho, ávido de muerte, va a mirar estos espectáculos, llamados "autos de fe". Terminan con una procesión hasta los "quemaderos" donde los condenados son amarrados sobre pilas de leña seca, que es encendida para quemarlos vivos, en nombre de la santa fe católica. Los bienes de los condenados se reparten en tercios para la inquisición, para la iglesia y para el reino. Hasta se hacen procesos a los muertos y se queman sus husos para apropiase de los bienes de los herederos de los difuntos.

Isaac Abravanel hizo una pausa. Se escuchó el ruido de cacharros que venían de la cocina.

David conocía estas historias porque de ellas se hablaba en secreto entre los mayores y por el relato de Esther Franco. Hasta hubo un auto de fe en la ciudad de Córdoba cuando llegaron los inquisidores hacía algunos años, pero él era pequeño y su padre no le permitió concurrir. Los judíos estaban seguros en la ciudad porque la Inquisición solo tenía fueros sobre los cristianos y los conversos, no sobre los judíos, quienes estaban bajo la protección real. En su casa no se hablaba de la Inquisición; nunca había escuchado un relato completo de los procesos, todo eran alusiones dichas en un susurro, como si fueran asuntos que concernían a otros. De eso no se hablaba. Su madre siempre decía: "en boca cerrada no entran moscas". Con esta frase se respondía a todas las preguntas.

Isaac Abravanel continuó:

—¡Abraham Señor, que Dios lo guarde, decidió convertirse al cristianismo para amparar a los nuestros! Él fingirá ser cristiano por fuera, pero por dentro cumplirá con la ley de Moisés. Al ver la desgracia de nuestro pueblo, pensó que como él ya tenía muchos años echados sobre sus espaldas, podría sacrificarse, podría arriesgarse. Ya no le quedaba mucho tiempo de vida, más desgracias no podrían sucederle. Decidió entonces quedar en España para amparar los bienes de los judíos que tuvieron que emigrar. Por eso compró para Meir Melamed tu molino, Salomón. Yo sabía de las intenciones de Abraham Señor, pero no lo podía decir. Por hablar de esto en España había mucho riesgo. También es muy peligroso hablar de ello ahora. La Inquisición tiene oídos por doquier.

—¡Se me vuelve el alma al cuerpo, Isaac! —exclamó Salomón de Córdova—. Yo he conociendo a Abraham Señor toda mi vida. No podía creer su traición a nuestro pueblo. Ahora comprendo sus penas y sus sufrimientos aquel último día que estuvo en nuestra casa de Córdoba, junto con Meir Melamed, antes de la conversión. La manera que se despidió de nosotros. Luego de la compra del molino noté en él sentimientos encontrados, de tristeza, resignación y júbilo.

—¡Qué haremos! ¿Donde hay lugar seguro? ¿Nápoles es seguro? —preguntó Judah Abravanel que había permanecido silencioso hasta ese momento.

—No hay lugar seguro, Judah —contestó Isaac Abravanel.

Se produjo otro momento de silencio. David imaginó un futuro sombrío, gris, sin esperanzas, un futuro que contrastaba con el luminoso sol del mediodía mediterráneo que se filtraba entre los postigos.

Salomón de Córdoba hizo un ademán como queriendo decir algo, pero se contuvo, no sabía como empezar. Isaac Abravanel insistió:

—Si tienes algo que decir, dilo ahora, Salomón.

Salomón se puso de pié. Comenzó con cautela, como temiendo disgustar a Isaac Abravanel. Caminó a grandes pasos por la habitación diciendo:

—Mucho medité durante este viaje por mar. Durante tantos días pasados en la galera, estuve pensando en cómo podríamos amparar a nuestro pueblo, que el Señor lo salve en esta jornada amarga del destierro. Parece que Dios nos abandonó por los pecados que cometimos. Estuve muchas noches sin dormir, y en esas noches pensaba en la costa del Mediterráneo, con tantos puertos a los que arriban las flotas de galeras venecianas. Esas naves recorren el mar en todos los rumbos y llevan correo entre los puertos. Moché, mi hermano, se establece acá en Génova, y pienso que los expulsados de España, podemos asentarnos, de la misma manera, en los distintos puertos del mar…

—¡Tú crees que eso nos ampara! —interrumpió Isaac Abravanel—. Si nos mantenemos juntos estaremos a salvo. ¡Dios nos ayudará! Estamos próximos a la venida del Mesías. Las esferas celestes así lo indican. Los sufrimientos de nuestro pueblo acabarán y se cumplirán las profecías.

Era la primera vez que David escuchaba a su padre contradecir a su tío.

—Nuestra fuerza será estar separados —continuó en voz baja Salomón—. Mientras España estuvo dividida y los reinos hicieron la guerra, pelearon cristianos contra moros, Castilla contra Portugal, Aragón contra Navarra; los nuestros vivieron a salvo por muchos años en reinos distintos. Si los moros los perseguían, encontraban refugio en las ciudades cristianas, y muchas veces escaparon de la persecución de algún rey cristiano buscando refugio en ciudades moras. Cuando Fernando e Isabel unieron sus reinos esto ya no fue posible; al cabo de poco tiempo se volvieron contra nosotros.

—Es cierto —confirmó Judah.

—Nuestro pueblo es fuerte en la Torá, en la ley de Moisés —continuó Salomón—. Somos débiles para ampararnos. Pocos de los nuestros saben usar las armas. Si permanecemos juntos puede suceder otra vez el exilio, que tengamos que malvender nuestros bienes y haciendas. Estaremos a la merced de el rey del país donde vivamos…

—¡Siempre estaremos a la merced del rey y en las manos de Dios! —interrumpió nuevamente Abravanel.

Salomón hizo un esfuerzo para no alzar el tono del diálogo. No quería contradecir a Isaac Abravanel delante de la familia, pero sentía que lo que pensaba era lo correcto, que el más sabio de los judíos de España, estaba equivocado. Tenía que convencerlo. La vida de la familia y de todo el pueblo estaba en juego. Casi en un susurro continuó:

—Seremos fuertes si permanecemos separados. Si algún rey ataca a los nuestros en alguna ciudad, siempre podremos embarcar para otro puerto donde tendremos un grupo de los nuestros que nos reciba, como hoy nos recibes tú, Simón Benveniste.

Hubo un murmullo de asentimiento entre todos, pero nadie se atrevió a levantar la voz en contra de la opinión de Isaac Abravanel. Salomón continuó:

—Estaremos comunicados por las galeras. Podremos enviar mensajes acerca de la situación de los nuestros en cada reino y avisar con tiempo ante algún peligro. Tendremos que separar parte de nuestras haciendas para poder amparar a los nuestros. ¡Esta es la manera que nos defenderemos! —Terminó casi con un grito.

Isaac Abravanel hizo un gesto ambiguo con la mano para dar por terminada la discusión. No se supo si era un gesto de asentimiento, pero todos entendieron que la idea de Salomón era buena y se oyeron murmullos de aprobación entre los más jóvenes.

David tenía una duda, había escuchado con mucho interés pero no se atrevía a hablar. Nunca había participado en una reunión de los mayores. Pero la pregunta escapó de sus labios sin que interviniera su voluntad:

—Los convertidos, ¿son de los nuestros? ¿Abraham Señor es de los nuestros?

—Sí, pues él sigue cumpliendo con la Ley. ¡Es de los nuestros! —contestó Isaac Abravanel—. Como decía Rab Moché ben Maimón, de bendita memoria: debemos distinguir entre quien no observa el sábado pues está amenazado por la espada y quien no lo guarda por su gusto.

—Entonces, ¿todos los conversos son de los nuestros?

—No, solamente los que se encuentran en peligro de sus vidas y siguen respetando la ley de Moisés. Sólo esos son judíos. ¿Por qué haces estas preguntas, David de Córdova? —dijo con curiosidad Isaac Abravanel.

—En la galera hay dos galeotes conversos que creen en la ley de Moisés. ¿Podremos rescatarlos?

 

 

 

El sol se ponía sobre los tejados de Génova haciendo brillar las cúpulas de las iglesias. En la toldilla estaban sentadas ante la mesa las mujeres de la familia preparando alimentos frescos para la cena de Shabat. Abrían las vainas de las habas que Muchico había comprado en el mercado. David distinguió desde el embarcadero a Shoshana Cohen. La joven hablaba en un extremo de la mesa con Esther Franco. El sol hacía brillar sus cabellos negros con reflejos cobrizos.

—¡David! —gritó Giovanni—. Ven, que pronto bajaremos a tierra. ¡La taberna nos espera!

David se adelantó al grupo que regresaba de la casa de Simón Benveniste y subió de prisa por la escala. Shoshana levantó la vista de la escudilla llena de habas. Se cruzaron las miradas y el rostro de la joven sonrió.

—¡Ven David, que ya es tarde! —gritó Giovanni.

Cuando David llegó al lado de su amigo volvió a mirar a Shoshana. Había tomado la decisión. No bajaría a tierra.






Capítulo XX



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