Parte I




Capítulo XX


Córdoba, 15 de junio de 1492.

Las campanas resonaban dentro de la Catedral ahogando el murmullo de la muchedumbre, silenciando las voces y uniendo, con su mágico son, las voluntades de los hombres. Torquemada sintió que el tañido llenaba de júbilo su pecho. Recordó aquella noche pasada en el monasterio de Ávila, cuando había escuchado por primera vez la voz que le decía: "un sólo reino, una sola religión". Sintió ser un instrumento divino. Por su intermedio El Señor alcanzaba sus fines. A pesar de que había pasado mucho tiempo desde aquella aparición, todavía seguía viendo su resplandor. Había cumplido con el mandato de Cristo. Miró a los reyes: Fernando e Isabel, los Reyes Católicos. Ellos habían unificado España. Un sueño que, para tantas generaciones pareció imposible, lo habían hecho realidad. ¡Cuántas conversaciones habían mantenido en los campamentos de los ejércitos de la reconquista! ¡Cuántas batallas¡ batallas con la espada, la palabra, con el Verbo Divino; batallas en nombre de la Santa Fe Católica. "¡Una sola religión!" Hoy se acababa de convertir Abraham Señor a la Verdadera Fe. Los judíos saldrían pronto de España. Saldrían en pocas semanas. Dios le había dado fuerza y vida para ver la profecía cumplida.

Los reyes, escoltados por los grandes del reino, obispos y cardenales, nobles y los funcionarios, cruzaron la puerta de la Catedral y se encaminaron hacia el Alcázar, donde se haría una fiesta de triunfo por la derrota de los infieles. Habría torneos de destreza y una comida para todos los invitados. El pueblo asistiría a las justas por la tarde.

Torquemada vio a Abraham Señor y a Meir Melamed marchar hacia la salida de la Catedral. Ya se habían convertido, tenían otro nombre, eran Coronel, cristianos nuevos; no podía confiar en ellos, mandaría a los Familiares del Santo Oficio para que vigilaran el comportamiento de estos conversos; cuidaría que no judaicen en secreto. Si la conversión no era sincera les esperaba el camino de las llamas que purificarían sus herejías.

 

 

 

Salomón de Córdova, Moché y los jóvenes bajaban en silencio por la colina del cementerio, mientras las campanas de la catedral seguían sonado. Desde lo alto vieron, del otro lado del Guadalquivir, a la muchedumbre que salía de la Catedral y se encaminaba hacia el Alcázar.

—Esperemos que los cristianos terminen de salir de la misa —dijo Salomón de Córdoba—, si nos ven así ataviados, volviendo desde el cementerio, podrían atacarnos.

—Tienes razón hermano; los ánimos están muy exaltados entre ellos. Venid todos —y, señalando un grupo de olivos, continuó—: Sentémonos bajo estos árboles; esperemos bajo la sombra hasta que la muchedumbre se disperse.

El grupo tomó asiento en silencio. Volvían del cementerio con el corazón oprimido.

—¿Qué acontecerá con nuestros muertos? —preguntó Muchico.

—Los muertos, ¿resucitarán el día del Mesías? Y si sucede la venida mientras estamos en Nápoles, ¿quién habrá aquí para recibirlos el día de la resurrección? —completó la pregunta David.

—Como dice en el libro de Daniel: "…una muchedumbre de dormidos en el polvo de la tierra despertará; los unos para la vida eterna, y los otros para deshonra y aborrecimiento eterno. Entonces los que sean justos brillarán como el resplandor del firmamento…" —citó Moché de Córdova.

—El sabio Rab ben Maimón, que los cristianos llaman Maimónides, bendito sea su nombre, dice que el Mesías vendrá, y que los muertos resucitarán —agregó Salomón de Córdova.

—¿Cómo resucitarán? ¿resucitarán los cuerpos? ¿Volveremos a ver a los abuelos el día del Mesías? —inquirió David.

—Dice el libro de Isaías: "¡Vivirán tus muertos: los muertos de mi pueblo se levantarán! ¡Despertad y cantad, vosotros que moráis en el polvo!" —replicó Moché de Córdova.

—Maimónides dice que resucitarán las almas, no los cuerpos. —acotó Salomón de Córdova.

—Tu piensas, tío Moché, que volveremos alguna vez a esta ciudad —preguntó David, cambiando de tema.

—Sí, creo que el exilio durará poco tiempo. Los reyes meditarán acerca del Edicto y han de considerar la expulsión. Tal vez pronto estaremos de regreso a nuestro hogar.

David sintió un tono de duda en las palabras del tío Moché. No estaba convencido, sus palabras mostraban la intención de tranquilizar a los jóvenes ante la partida. Esta visión de su querida Córdoba, que contemplaba como tantas veces lo había hecho desde la otra orilla del Guadalquivir, tal vez fuera la última. Qué frágil era la situación de los judíos, siempre a merced de los reyes y de los poderosos. Las campanas se silenciaron. Se escuchó el sonido del viento.

—¿Tendremos un lugar donde podamos vivir en paz con los otros pueblos? ¿Viviremos en paz en Nápoles? —preguntó David a sus mayores.

La respuesta afirmativa de su padre, acompañada de un gesto de asentimiento de su tío Moché, no lo tranquilizaron. David hizo un juramento silencioso. Él buscaría un lugar seguro en el mundo. Se prepararía y encontraría un sitio donde su pueblo pudiera vivir en paz. Sería luminoso y soleado como su Córdoba natal, con plantaciones de olivos y ríos caudalosos, con campos fértiles, viñas, huertas, frondosos bosques y un cielo diáfano, como el de su ciudad.

Salomón de Córdova se puso de pie. La muchedumbre se había dispersado. Quedaba poca gente en la plaza de la Catedral.

—Ahora podemos continuar —dijo.

David permaneció sentado durante un instante. Sobre el Guadalquivir volaba una bandada de garzas blancas.

Mientras se ponía de pie, antes de emprender la marcha preguntó:

—¿Quién cuidará ahora de nuestros muertos?






Capítulo XXI



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