Parte II




Capítulo III


Mediterráneo, 9 de noviembre de 1493.

La galera, impulsada por un fuerte viento del norte, cortaba las aguas del mar levantando nubes de espuma. David miraba las olas apoyado contra el mástil de proa, pensativo. La nave se balanceaba en aguas de tormenta. Hacía frío. David cerró el cuello de su capa española y miró el mar. Había partido del puerto de Pisa dos días atrás, dejando la ciudad de Florencia con tristeza. Pronto llegaría a Nápoles. El viento fuerte y franco acortaba la duración del viaje. Judah Abravanel había quedado en la ciudad a cargo de los negocios de la familia. David añoró los días pasados en Florencia, las lecciones con Pico de la Mirándola, los consejos de Elías Delmédigo, las lecturas y comentarios de las obras de Platón y Aristóteles, la atmósfera de la ciudad, los bellos edificios, las pinturas y las esculturas que adornaban los palacios y los templos. Catalina Pacci. El amor de Catalina Pacci, las largas noches de amor en la alcoba del palacio, las caricias locas, desenfrenadas, la pasión dulce, las noches en vela. Estaba sorprendido de las costumbres de los florentinos, la libertad de costumbres tan opuesta a la rigidez de España, tan distinta a los hábitos judíos. La doble moral del conde que fingía tener un matrimonio feliz y perseguía los mancebos. Muchos pretendían mantener matrimonios fieles en publico y tenían amantes en privado. De ser ciertas las acusaciones de Savonarola, muchos eclesiásticos procedían de igual forma: aparentaban castidad y mantenían queridas. Se rumoreaba que hasta el mismo papa, Alejandro VI, tenía amantes y participaba en fiestas con mujeres.

David caminó sosteniéndose de la borda hasta el castillo de popa, subió a la toldilla y saludó al timonel que, ayudado por un grumete, mantenía con dificultad el rumbo de la galera. Contempló la estela espumosa y sintió el olor a mar. Aspiró profundamente hasta que el aire salado llenó su ser. Una bandada de gaviotas seguía a la nave haciendo acrobacia en sus vuelos. Se apoyó contra la borda y miró la costa que se extendía plana, a una milla de distancia.

Recordó las celdas monacales del convento de San Marcos, las pinturas de ángeles y santos de color azul y rojo, y tembló ante el recuerdo de los sermones de Savonarola. David sintió que esos sermones bramaban como la tempestad. Se encontró pequeño, indefenso, conmovido por las fuerzas del viento de tormenta. Su destino, el destino de su pueblo, también dependía de fuerzas misteriosas, que él no dominaba. De pequeño pensaba que los mayores sabían lo que hacían, que tenían respuesta para todo. Ahora ceía que para cada pregunta había muchas respuestas. ¿Cuál de ellas sería la correcta? Ahora sabía que los mayores como su padre, como los grandes judíos: Abraham Señor y su tío, Isaac Abravanel, eran juguete de voluntades que no podían dominar. ¿Sería esta la voluntad de Dios? Isaac Abravanel pensaba que sí, que la suerte del pueblo judío era gobernada por la voluntad divina y que si el pueblo cumplía con la Ley de Moisés, el Señor lo protegería. Pero Elías Delmédigo y Pico de la Mirándola opinaban de diferente manera: la ciencia, la política, la buena organización del estado como una república permitirían al hombre alcanzar la felicidad. ¿Quién tendría razón? ¿Tendría razón Savonarola cuando condenaba las prácticas reñidas con la moral de los florentinos? La prédica de Savonarola no era abiertamente en contra de los judíos, pero la mención de las sinagogas y del Rabí en tono de sorna no presagiaban nada bueno. El instinto, agudizado por los sufrimientos del exilio, le decía a David que debía estar en guardia.

 

 

 

Mientras el huracán impulsa, con una fuerza salvaje, incontrolable, la Galera en la que viaja David a Nápoles en busca de su destino, yo veo que fuerzas indomables como una tormenta llevan al pueblo judío expulsado de España hacia una suerte incierta. Algunos, como la familia Abravanel, recalaron en Italia, en las diversas repúblicas y reinos que conformaban la península; muchos fueron por tierra a Portugal; otros cruzaron el Mediterráneo hacia África, hacia los reinos musulmanes. En esos lugares sufrieron diversa suerte. Eligieron destinos próximos a España pues pensaban que la expulsión sería temporaria, que los reyes reconsiderarían el edicto y los judíos podrían retornar. Para ello estaban trabajando Abraham Señor y todo un grupo de conversos que lograrían cambiar la decisión de los reyes. Otros pensaban, como Isaac Abravanel, que los sufrimientos del pueblo ya anunciaban la venida del Mesías y que los dichos del profeta pronto se harían realidad: los muertos resucitarían y se instauraría la paz universal. Por ello era mejor estar cerca de los cementerios y asistir a los suyos cuando aconteciera la resurrección. Pero el temporal de la historia habría de soplar con fuerza en los años que están por venir y arrojaría a los judíos a costas cada vez más lejanas de su tierra, cada vez más lejos de la España adorada que llevan en el corazón.






Capítulo IV



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