Parte II




Capítulo IV


Nápoles, 12 de noviembre de 1494.

David estaba de pie mirando el mar desde el embarcadero que se adentraba en la bahía de Nápoles. Escuchaba el sonido agudo de las grandes aspas triangulares de los molinos de viento, semejantes a las velas de un navío, al girar sobre sus goznes. Las olas, cuando rompían sobre las defensas del puerto, levantaba nubes de espuma blanca. Tenía la vista fija hacia el norte tratando de avistar una galera con las banderas de la Compañía. En ella vendrían Elías Delmédigo y Judah Abravanel desde Florencia.

Las noticias que llegaban eran malas: el ejército francés del rey Carlos avanzaba por la península hacia el sur, y el propósito final del monarca era la conquista de Nápoles —se consideraba heredero de ese reino y creía que el rey Alfonso, vasallo de la corona de Aragón, era un usurpador—. David sabía, por mensajes recibidos de los corresponsales de la familia, que el rey Carlos se aprestaba a entrar en Florencia, y que Piero de Médicis había huido dejando la ciudad sin defensas. Savonarola era el único que podía unir la voluntad de los florentinos. Los judíos escaparon. Algunos a Venecia, otros a Ferrara, los más, a Nápoles.

David distinguió dos naves que se acercaban rápidamente. ¿Serían las que esperaba? Todavía no podía apreciar en color de las banderas que se esfumaban en la niebla lejana. Contempló la bahía desde el embarcadero. La ciudad brillaba iluminada por el sol matinal; los techos rojos de los edificios contrastaban con las torres oscuras de las iglesias; una flota de carabelas zarpaba para aventurarse en el Mar Océano. Miró nuevamente a las galeras que navegaban hacia el puerto, ya más próximas. Trató de distinguir los pabellones. Sí, había una bandera verde y blanca, los colores de la Compañía. Corrió lleno de júbilo hacia la ciudad, pasó ante el Muelle Grande y, al llegar al Muelle Piccolo, giró hacia la izquierda internándose en las estrechas callejas que subían hacia la Piazza de Lafieri; entró agitado a la casa gritando:

—¡Llegan las galeras! ¡Llegan las galeras!

Acudieron todos al patio. Esperaban esas noticias. Sara salió de la cocina seguida por Déborah, suspendiendo por unos momentos la preparación de la comida del sábado. Salomón de Córdoba, Isaac Abravanel y Muchico dejaron la sala donde registraban las operaciones mercantiles y todos escucharon expectantes a David.

—¡Llegan las galeras y pronto atracarán en el muelle Grande! —pudo articular David, jadeando luego de la larga carrera.

—¡Ve tú, David! ve con Muchico y recibe a tu primo, que viva muchos años, y a Elías Delmédigo —exclamó Abravanel—. Los Alojaremos en nuestra casa. ¡Sara, prepara una cámara para nuestros distinguidos huéspedes!

David y Muchico corrieron en dirección al mar y entraron en el Muelle Grande. Había varias naves fondeadas y la actividad de carga y descarga era intensa: una vociferante multitud se apiñaba alrededor de los espigones acarreando toda clase de mercancías. Detuvieron la carrera al final del largo embarcadero. Las galeras, con el estandarte de la compañía flameando, entraban al puerto de Nápoles; pusieron la proa al viento; arriaron las velas latinas; por los portalones emergieron los remos rojos y, lentamente, enfilaron hacia el Muelle Grande.

 

 

 

Las naves habían arribado a media mañana. Isaac Abravanel brindó una emocionada recepción a Judah. Padre e hijo se abrazaron con contenida emoción en el reencuentro. El corazón de David estaba lleno de alegría al ver nuevamente a Elías Delmédigo. En medio del júbilo de todos llegó Sara trayendo una fuente con bollos de acelga y empanaditas de arroz y queso que había preparado para la ocasión. Después, los hombres se retiraron al salón para conversar y las mujeres quedaron en la cocina finalizando sus quehaceres y preparando un sabroso guisado para la Fiesta del Sábado.

En la gran cámara de la casa de los Abravanel estaban reunidos, ante la atenta mirada de don Isaac, los miembros de la familia que se encontraban en Nápoles. Los hombres rodeaban la mesa con gesto serio. En la cabecera estaba Isaac Abravanel que escuchaba el relato de Elías Delmédigo. David vio los rostros preocupados de su hermano Muchico y de Judah Abravanel quienes completaban la reunión.

—El rey Carlos de Francia avanza por la Toscana sin que nadie le haga frente —comenzó su relato Elías Delmédigo—. Nosotros partimos del puerto de Pisa cuando los franceses ya entraban en la ciudad y eran recibidos como liberadores por la población. Vimos como los vecinos bailaban en las calles felices de desprenderse del yugo de Florencia. Nosotros corríamos graves peligros si permanecíamos allí. Yo creo que el rey Carlos continuará su marcha hacia el sur y que si el Papa Alejandro no lo detiene pronto, las tropas francesas estarán a las puertas de Nápoles en contadas semanas.

Hizo una pausa. Todos permanecieron en silencio; entonces Isaac Abravanel dijo:

—Cuando salimos de España lo hicimos con el corazón oprimido; no sabíamos a donde nos llevarían los designios del Señor. En esos días me propuse dedicar el tiempo que tenía en este mundo a escribir mis comentarios sobre el Libro de los Reyes. Pero Ferrante, padre de Alfonso, que es hoy el Rey de Nápoles, al saber que yo había desembarcado en estas tierras, me llamó para ocupar el cargo de tesorero. Él conocía, porque así le habían hablado sus informantes, de los servicios que yo había prestado a los reyes de Castilla y Aragón. La situación de nuestra familia era difícil entonces, y yo no pude rehusar al pedido del Rey. Cuando al poco tiempo murió el rey Ferrante, que Dios lo tenga en su gloria, continué en las mismas funciones al servicio del Rey Alfonso.

David escuchaba con atención, la voz monótona de Abravanel seguía con su discurso:

—…por estas razones estoy informado de los sucesos del reino. El Rey Alfonso ha sellado una alianza con el Papa Alejandro mediante el matrimonio de su hija con el hijo del Papa. El Rey de Francia se detendrá ante las puertas de Roma y no atacará a Nápoles.

David recordó los sermones de Savonarola. Las acusaciones del monje dominico se referían a los excesos de los prelados y, según se rumoreaba en Florencia, estaban dirigidos a criticar los escasos valores morales del pontífice. De una persona de estas características no era seguro que respetase los compromisos de una alianza. Habría problemas.

—No hay que confiar en las promesas del Papa Alejandro Borgia —acotó Elías Delmédigo, como leyendo el pensamiento de David—. Debemos estar alertas. Los soldados francos pueden estar pronto a las puertas de Nápoles.

—Querido amigo Elías —Isaac Abravanel interrumpió la discusión que comenzaba a plantearse—, eres mi huésped. Estas cansado del largo viaje por mar. Os ruego y ruego a todos que paséis a las cámaras a descansar y luego nos reuniremos para la comida del Shabat en casa de Salomón Soncino. Nos espera cuando aparezca la primera estrella.

 

 

 

David salió a la calle. El aire del otoño era fresco. Encaminó sus pasos en dirección al mar. Estaba preocupado. Nuevamente debería enfrentar circunstancias adversas. Presentía que la vida de la familia tomaría nuevos rumbos. No podían encontrar un lugar donde arraigarse, un lugar en donde sentirse en su casa. Una tierra que fuera propia. Giovanni sentía suya a Venecia; para Pico de la Mirándola La Toscana era su patria. Recordó las riberas del Guadalquivir, río querido que tal vez nunca volvería a ver. ¿Cuál era la patria de su familia? ¿Cuál era la patria de los judíos? ¿Vería algún día los muros de Jerusalén? ¿Podrían vivir juntos los judíos y los cristianos? Los meses pasados en Florencia le decían que sí. Recordó las largas clases con Pico de la Mirándola, las diversiones en los palacios de los Médicis, el amor de Catalina. Sí, era posible, en ciertas circunstancias, tener buenas relaciones con los cristianos pero siempre había enemigos al acecho: Torquemada, Savonarola, el rey Fernando y la reina Isabel. Cuando parecía que era posible la vida de judíos y cristianos, juntos en la misma ciudad, en la misma aldea, llegaba alguno de estos personajes y, con su astucia y su poder, convencían al pueblo de que los judíos eran sus enemigos. ¿Por qué hacían esto? ¿Sería porque tenían diferentes costumbres? ¿porque vestían diferente? ¿porque no comían cerdo? ¿era por envidia de la prosperidad de los judíos? ¿y… si la solución fuera asemejarse a los cristianos, vestir como ellos, comer como ellos, comportarse como los cristianos? Hablaría con Isaac Abravanel sobre este asunto.

 

 

 

Toda la familia caminó la corta distancia que separaban la casa de los Abravanel de la imprenta de Salomón Soncino. Lucían sus mejores ropas para festejar el Shabat. Los reflejos del sol que se ponía sobre el Mediterráneo daban a la luz del crepúsculo una vibración especial. La primera estrella ya había salido.

La pequeña puerta de madera de la imprenta estaba abierta, era la única abertura en un largo paredón de ladrillos. Una vez adentro, se encontraron en una gran sala de altos techos, iluminada escasamente por lámparas de aceite. En la penumbra se hacían visibles los instrumentos de la imprenta. El olor a tinta llenaba la habitación. David se detuvo junto a unas hojas recién impresas. Reconoció el texto: era la traducción de la Guía de los Perplejos, del Rabí Moché ben Maimón, escrito en caracteres hebreos. Todavía la tinta estaba fresca. Se encontró solo. El resto de la comitiva había pasado al patio vecino a la imprenta donde estaban tendidas las mesas. Grandes antorchas de aceite, encendidas antes de comenzar el Shabat, iluminaban el patio. La luz entraba por las ventanas y se recortaba en los torniquetes de las prensas, proyectando extrañas sombras en las paredes blanqueadas.

David miró las cajas con los tipos de madera. Los había grandes y pequeños, de caracteres latinos y hebreos, todos invertidos, como vistos en un espejo. Tomó un tipo en sus manos, una alef mayúscula, la primera letra del alfabeto hebreo. La madera era dura; acarició el contorno de la letra y pensó en las palabras. La combinación de las letras formaba las palabras, la combinación de las palabras formaba las oraciones. Las oraciones podían ser órdenes, llamados, pedidos de auxilio, también podían ser conversaciones banales o recetas de cocina, gritos de batalla, canciones: "duerme duerme mi paloma…" y también las palabras que se dicen cuando se hace el amor a la mujer amada. Con las palabras se expresan las ideas. Entonces las palabras se convertían en cosas sublimes: las ideas de Platón en La República. Con las palabras se hacían los edictos de Expulsión, palabras nefastas para su pueblo. Con palabras se dan las órdenes de ataque en las batallas, se condena a muerte. En ellas esta lo mejor y lo peor del hombre.

Contempló las prensas y los grandes torniquetes que permitían que las hojas recibieran la tinta y pudieran multiplicar un texto muchas veces. ¡Se podían hacer mil copias de un mismo libro! Los libros impresos estaban desplazando a los antiguos códices. Los bellos códices de Florencia, copias hechas a mano por cientos de monjes que trasmitían los conocimientos escritos de generación en generación. Y las iluminaciones, esos hermosos dibujos que contemplaba por horas en la biblioteca de los Médicis. Los dibujos impresos eran toscos y no tenían color, no eran bellos…

—¡David, ven, la oración está por comenzar! —Judah Abravanel interrumpió sus pensamientos.

—¡Mira esta imprenta, Judah¡ ¡Cuantos libros se pueden hacer!

—David, ¿algún día mis poemas se imprimirán en una prensa como esta? —preguntó Judah Abravanel.

—Tus poemas son hermosos; cuando termines la obra, tal vez Salomón Soncino se interese en ella —contestó David, y agregó—: Habla con él, te aconsejará acerca de cómo preparar el libro.

—Ven, David, nos esperan para la oración.






Capítulo V



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