Parte II




Capítulo V


Corfú, 14 de junio de 1495.

Isaac Abravanel estaba sentado a la sombra de una parra que trepaba por las viejas columnas de madera de la terraza. Veía, en el resplandor extraño de la tarde, las montañas bajas, onduladas, cubiertas de verdes cipreses, del otro lado del canal. Las miró pensativo. Era la costa griega. El sol de primavera hacía más vivos los diferentes tonos de verde. Estaba maravillado por esa luminosidad especial de la isla. En ninguna ciudad había visto una luz así. Distinguió una vela blanca contra el fondo de las colinas. La barca cabeceaba en el mar y lentamente se fue acercando al puerto. Pudo entonces ver las siluetas de los pescadores ocupados con las jarcias y las velas. Era la pequeña barca del griego Mitrakis, patrón de la nave, quien, cuando salía de pesca, le permitía a David acompañarlo en las singladuras entorno a la isla. La embarcación se balanceaba sobre las olas del mar agitado. Realmente el joven debía amar la navegación para tener el coraje de salir con una marejada semejante. Hizo memoria de su viaje a Nápoles en la galera cuando fueron expulsados de España; los mareos ocasionados por el movimiento de la nave durante aquella odisea aún le producía mucho temor. ¿Qué vería David en el mar? Era mejor estar en tierra.

Contemplaba los montes de olivos de la isla, que descendían en suave pendiente hacia el agua, cuando su esposa Esther salió a la terraza trayendo una bandeja con dulce de membrillo y algunas pasas de uvas.

—Isaac, ¡así vivas tú! ¡Come estos dulces! —exclamó.

Isaac Abravanel tomó las golosinas que le ofrecía y comió en silencio. Pensó en los acontecimientos de los últimos meses. Finalmente el rey Carlos de Francia había desobedecido al Papa y avanzado sobre Roma y, luego de algunas negociaciones con el Pontífice Alejandro, había ocupado Nápoles. El rey de Nápoles, Fernando, había decidido trasladar la corte a Messina antes que llegaran la tropas francesas, y desde aquel lugar, hacer un pacto con el rey Carlos. Por esos motivos tuvieron que dejar precipitadamente la casa —que luego fue saqueada por las tropas francesas— y acompañar a la corte hasta Messina. Fue allí que tomó la decisión. No se ocuparía más de los asuntos de los reinos, dedicaría el resto de sus días al Señor. En cuanto a los asuntos terrenales, de ellos se haría cargo Salomón de Córdova. Sería responsable de las cuentas del reino y de cobrar los préstamos otorgados por la Compañía al tesoro. Salomón era de extrema confianza. Largo tiempo había estado reflexionando sobre este tema sin decirlo a nadie. Ya era ocasión de compartir estos pensamientos con su esposa:

–Esther, he finalizado el comentario del libro de los Reyes y siento la voz del Señor que me indica seguir con mi trabajo de escribir para Él. He dedicado mucho de mi tiempo a los asuntos de los reinos pensando que lograría hacer el bien a nuestro pueblo. Trabajé para los reyes y, a pesar de todos mis esfuerzos, fuimos expulsados. He decidido que dedicaré los días que me quedan para estudiar y escribir para el Nombre del Señor. Los días del Mesías están cerca. Pronto compareceremos en el juicio ante Él.

—Come, Isaac, estás cansado de tanto estudiar. Pero lo que dices es muy importante. Usa tu tiempo para escribir acerca de la Torah. Además, podrías contar la historia de lo que nos aconteció. De como era nuestro hermoso pueblo en la tierra de Sefarad y lo que luego hubo de suceder.

Mientras el sol se ponía del otro lado de la isla iluminando las colinas, una galera veneciana apareció en el estrecho con sus velas desplegadas. Isaac distinguió la bandera verde y blanca de la Compañía. Seguramente traía noticias de la corte refugiada en Messina y del resto de los negocios de la familia. La nave puso la proa al viento y los marineros arriaron las velas. Luego emergieron los remos rojos y se escuchó el lejano retumbar del tambor del cómitre marcando el ritmo.

Miró las colinas de pinos que veía del otro lado del estrecho. Estaban en poder del sultán turco que gobernaba desde la vieja Constantinopla. Los turcos dominaban las tierras continentales de Grecia y avanzaban hacia Occidente por tierra mientras Venecia señoreaba en el mar. Era el dominio de los mares y la construcción de las galeras lo que permitía a Venecia mantener su dominio en el Mediterráneo y el vasallaje de muchas islas griegas.

La nave, con las banderas de la Compañía flameando, impulsada por los remos rojos, entraba al puerto de Corfú.

 

 

 

La noche había caído sobre la isla. En la terraza estaba reunida la familia ante una mesa armada con caballetes de madera y cubierta con un mantel blanco. Como invitado especial asistía el rabino y médico de Corfú, Rab Nahmias. Varias lámparas de aceite de oliva iluminaban la loza y los enseres de la mesa con brillo parpadeante. A lo lejos titilaban las luces del puerto y en la costa, del otro lado del canal, se veían los fuegos de algún campamento turco, o, tal vez, fogatas encendidas por pastores griegos para ahuyentar a los lobos. Isaac Abravanel terminó la bendición del pan y del vino y comenzó la cena. Esther había preparado niños envueltos en hojas de parra rellenos de arroz, acompañados de carne de cabrito, que hacían las delicias de los comensales y eran el plato preferido de Isaac Abravanel y también de David. Garrafas de vino blanco de la región —del cual David bebía solamente una copa— y grandes jarras de agua fresca estaban dispuestas para aliviar la sed de los recién llegados. Isaac Abravanel repartió trozos de pan blanco.

Había sido un día de emociones para David. Durante la salida de pesca, Mitrakis obtuvo una buena provisión de sardinas, bonitos, y palamidas que vendería en el mercado. Había separado varios de los peces más grandes para que David los entregara a la tía Esther. Pero lo principal de aquella jornada fue que Mitrakis le había permitido timonear la barca durante el regreso al puerto. David recordó la extraña sensación de dominar la nave, de dominar el embate de los elementos. Se sentó al timón y a su lado lo había hecho Mitrakis, atento, preparado para intervenir ante cualquier peligro. David había sentido como la pequeña barca respondía a los movimientos de la caña del timón y como orzaba o derivaba de acuerdo a las arremetidas del fuerte viento. Las primeras experiencias fueron algo bruscas, la nave se escoraba y, en varias ocasiones, la mano de Mitrakis había tomado la barra del timón, corrigiendo el rumbo en los momentos en que la barca amenazaba con tumbarse. Al cabo de algunos minutos comenzó a sentir el ritmo de las olas y del viento; podía anticipar las fuertes embestidas con un movimiento oportuno del timón. Así pudo dirigir la barca hasta el puerto. Luego, Mitrakis tomó el timón, diciendo que amarrar al desembarcadero era difícil para un aprendiz, pero, con el entusiasmo de David por dominar el arte de navegar, pronto estaría en condiciones de llevar la barca a puerto.

David vio a los hombres sentados alrededor de la mesa. Estaban serios. Comían de prisa el plato que Esther les había servido. Contempló las facciones nobles de Rab Nahmias cuya larga barba blanca le confería el aspecto de patriarca. Vio la forma del rostro de Iosef Cohen, moreno, bien proporcionado, curtido por el sol, que le recordaba a Shoshana. Había un gran parecido entre el padre y su hija. Le hubiera gustado saber más cosas acerca de ella pero no se atrevía a preguntar. Miró a su padre, Salomón, que, tal vez, adivinaba estos pensamientos. Le sonrió feliz. No lo veía desde que se separaron en Messina, hacía ya muchos meses.

Esther trajo una escudilla llena de dátiles, nueces y pasas de uva. Luego se retiró con discreción a la cocina, sabía que los hombres no hablarían de temas de negocios y de gobierno en su presencia.

Permanecieron sentados en silencio. Comenzó a soplar una brisa fresca del lado del mar.

—Traigo tristes nuevas de España —dijo finalmente Salomón de Córdova—. ¡Murió Abraham Señor —que el Nombre lo tenga en su gloria! Algunos de los nuestros, que estuvieron cerca de su lecho, dicen que murió recitando una plegaria: el Shemá. Eso dicen los que acercaron sus oídos a los labios temblorosos de Abraham Señor para escuchar sus últimas palabras. Murió afligido porque no pudo convencer a los reyes que derogaran el Edicto de expulsión. Hasta en los últimos días rogó a los influyentes del reino para hacer tornar el parecer de Fernando e Isabel. Pero fue todo inútil: tenían endurecida el alma.

—Rab Nahmias, recemos una plegaria en su nombre —propuso Isaac Abravanel.

—Sí —dijo el rabino y recitó el Kidush, el antiguo rezo para los muertos. Rezó para que Dios lo tenga en su lista el día del Mesías.

Los hombres permanecieron un largo rato silenciosos, luego Salomón de Córdova comenzó diciendo:

—La situación de los nuestros en España es grave. La Inquisición se ensaña con los judíos que adoptaron la fe de Cristo. Sospechan que judaizan en secreto. En algunos casos es cierto, pero en otros no lo es. Luego de la muerte de Abraham Señor apresaron a Meir Melamed y su esposa. Estos jóvenes se habían convertido a la nueva religión de buena fe junto con toda la familia de Abraham Señor y no judaizaban. Pero la codicia de los inquisidores no tiene límite; se han propuesto apoderar los cuantiosos bienes que Abraham Señor transmitió a sus descendientes. Entonces los encarcelaron en las celdas de la inquisición en Córdoba. No pueden ser visitados por el resto de sus parientes y amigos, tampoco tienen el favor de los reyes. No pueden nombrar abogados defensores y el proceso es secreto. A nadie es permitido ver las actas de los procesos de la Inquisición. Sabemos, por ciertos informantes, que se permiten hablar a cambio de grandes sumas de dinero, que han sido torturados, y que su mujer perdió el hijo que esperaba y que por ello se consume de pena en prisión. Además, no puede ver a sus otros hijos. Los pequeños quedaron al cuidado de los hermanos de Meir Melamed, que también se convirtieron en aquel fatídico año y adoptaron el nombre de Pérez Coronel.

A David le recorrió un escalofrío por la espalda. ¿Cómo podía asociar la belleza de la tarde pasada en el mar con este lúgubre informe acerca de los oscuros sótanos de tortura de la Inquisición.

—Lamentablemente tengo que relatar otras malas nuevas —continuó Salomón de Córdova—. Fernando exige al Rey de Portugal que expulse a los judíos de su reino. La situación de los nuestros es peligrosa. Los que llegaron allí hace pocos años, arrojados de España, deberán emprender un nuevo exilio. Fernando lo requiere como condición para el matrimonio de su hija, la Princesa Isabel de Castilla y Aragón, con el Rey Manuel de Portugal. En cualquier momento puede llegar en ese reino la expulsión de nuestros hermanos.

—Debemos estar preparados para recibirlos —declaró Isaac Abravanel—. Tenemos entonces la tarea de comunicarnos con los nuestros de Portugal y preparar su venida antes de que sea tarde.

David escuchaba en silencio. ¿Cómo era posible que cayera tanto infortunio sobre su pueblo? ¿No habría alguna tierra que los acogiera en paz?

Salomón de Córdova comenzó a relatar los acontecimientos de Messina, de como las tropas francesas ocupaban por el momento Nápoles, y que el Rey Fernando, el Católico, ambicionaba nuevamente recuperar el vasallaje de ese reino para la corona de Aragón. Se decía que estaba preparando sus tropas para desalojar al ejército francés de la ciudad de Nápoles, y que nombraría como general de los ejércitos españoles al mismo Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, el vencedor de Granada.

David dejó de escuchar. Recordó aquel día, su último día en España, cuando embarcaron en las galeras, cuando los clérigos intentaban lograr la conversión de los últimos judíos que subían a las naves rumbo al exilio. ¿Cómo era posible que aquellos hombres, que en aquel momento parecían movidos por tanta fe, procedieran ahora a condenar en las cárceles de la Inquisición a los judíos que ellos mismos habían convertido con mucho esfuerzo? ¿Cómo era posible que hicieran esas acusaciones falsas? ¿Cómo era posible que el hecho de no comer cerdo fuera considerado como delito de judaizar? Los judíos no gustaban de la carne de cerdo; el agua de la pila bautismal no cambia el paladar de las personas, ni las costumbres. Había cosas que todavía no comprendía aunque estudiara con ahínco. Aunque sus maestros fueran Isaac Abravanel, Pico de la Mirándola, Elías Delmédigo. Aunque sus lecturas fueran Platón y Aristóteles. Aunque hablara el griego —terminó de aprenderlo en sus conversaciones con Mitrakis— y también el latín. Había algo en las cosas de este mundo que se le escapaban, que no podía comprender.

La voz de Isaac Abravanel lo devolvió a la realidad:

—Ya basta por esta noche de malas nuevas. Es hora de comer algo dulce y luego retirarse. Mañana debemos continuar con nuestros trabajos. Salomón, quédate tú que tengo en mente un asunto que hemos de conversar a solas.

Las estrellas brillaban en la noche sin luna cuando David se durmió. Despertó sobresaltado en el silencio del amanecer, cuando el sol ya teñía de rojo la costa griega. Había soñado. Soñó nuevamente con las llamas de una hoguera.






Capítulo VI



Volver a Indice