Parte II




Capítulo VI


Venecia, 3 de octubre de 1495.

—¡Mira qué vista, David! —gritó Giovanni desde lo alto de la cubierta de una galera en construcción.

David subió por una escalerilla que encontró apoyada al costado de la nave. Sintió en el rostro, al subir, una brisa salada, impregnada de olor a madera de cedro y brea, que venía del mar. Vio un grupo de carpinteros dedicados a clavar las últimas tablas de la cubierta. Saltó la borda y caminó sobre las maderas recién colocadas, esquivando astillas, herramientas, guías, poleas y cuidando de no pisar algunos clavos sueltos que sobresalían del entablonado. Llegó a la proa donde se encontraba su amigo y permaneció en silencio. Desde allí tenía una visión completa del Arsenal de Venecia, el gran astillero donde se construían las naves de La República.

—¡Qué te parece, David! —dijo Giovanni, mientras señalaba con un amplio ademán el vasto recinto donde se construían las galeras.

—No tengo palabras. Sólo puedo decir que ahora comprendo en donde reside vuestro poder, el poder de la República de Venecia —articuló David.

Desde el lugar en el que se encontraba, podía ver toda la extensión del Arsenal. Había más de cincuenta cobertizos de madera, con techos de tejas rojas, dispuestos a lo largo de tres de los lados del rectángulo; en el cuarto había una gran compuerta que contenía el agua de los canales y podía llenar un pequeño lago interior cuando alguna galera estuviera lista para ser botada. Todo estaba rodeado de muros de ladrillos con torres dispuestas en cada una de sus esquinas, como una pequeña ciudad amurallada. Los cobertizos tenían abierto el frente que daba al centro del rectángulo lo que permitía ver las naves que se construían en su interior. Algunas eran solamente esqueletos que parecían las costillas de un animal gigante, otras, estaban casi terminadas. El ruido de los martillos, escoplos y sierras, y los gritos de los operarios producían un estrépito sordo y continuo que acompañaba la tarea incesante del Arsenal.

—Esta galera estará terminada en dos meses —aclaró Giovanni—. Será la mayor y más nueva de nuestra flota. Iremos juntos en su primer viaje hasta Chipre. En ella principiarás tu conocimiento como marino; yo seré el segundo piloto y tú me ayudarás con el timón.

Los dos amigos bajaron de la galera, salieron del cobertizo y recorrieron el lugar. Giovanni, orgulloso, le enseñaba todos los secretos de la construcción de las naves. David escuchaba las explicaciones asombrado. Giovanni conocía personalmente a los maestros de cada uno de los oficios y a los jefes de las cuadrillas que se especializaban en los diferentes pasos de la construcción. Los conocía por su nombre y los presentaba a David con aire presumido. Cada uno de ellos explicaba los secretos de su arte.

Entraron en un cobertizo espacioso.

—Aquí construyeron mi góndola —acotó Giovanni, y luego continuó—: el regalo más preciado para nosotros, los venecianos es una góndola. Navegar por los canales remando en ellas es un signo de nuestra libertad. Las mejores barcas las construye mi amigo Juseppe Bautista —y señaló a un carpintero que asomó la cabeza desde el interior de un casco a medio terminar cuando escuchó su nombre.

Una vez fuera del cobertizo de las góndolas, el Maestre del Arsenal dijo a Giovanni que por la tarde, durante la marea alta, se iba a botar una carraca de mediano porte: "aquella que se ve frente a la compuerta", dijo, señalando un barco que parecía terminado.

—David, podríamos comer en la taberna del puerto y luego regresar para presenciar la botadura —sugirió Giovanni.

Los amigos emprendieron la marcha hacia la taberna, pasaron frente a la fábrica de remos y luego por los depósitos de cuerdas y pertrechos. Llegaron al embarcadero donde atracaban las grandes naves que se internaban en el Mar Océano, que se aventuraban en las misteriosas comarcas del norte, donde las aguas eran frías y los vientos borrascosos.

David contempló la intensa labor del puerto: los hombres cargaban y descargaban las mercancías que llegaban de todas partes del mundo. Admiró la majestuosa presencia de las carracas, galeones y carabelas, con sus altísimos mástiles y las banderas flameando con el viento. Sintió el olor de la brisa salada —que amaba— y recordó a Venecia cuando la vio por primera vez, bañada en la luz matinal, el día de su llegada. Había venido para aprender el arte de navegar. Isaac Abravanel y su padre tomaron la determinación aquella noche en Corfú. Por la mañana le habían comunicado el acuerdo: "Deberás ir a Venecia para aprender la conducción de los navíos y las artes del comercio de especias", había dicho su tío. "Aprende todas estas artes porque, tal vez, si Dios quiere, algún día estarás al frente de la Compañía y de la familia y tendrás que tomar las determinaciones por tu cuenta, como en este momento lo hacemos nosotros por ti". Su padre se había acercado emocionado, lo abrazó y le dio la bendición. Luego le dijo: "partirás con la próxima galera hacia Venecia donde te recibirá Iosef Sarfatti. El te indicará los pasos a seguir. Hijo, se digno de ser uno de los nuestros".

 

 

 

El sol del atardecer iluminaba las piedras de los palacios de la ciudad y devolvía sus imágenes reflejadas en el agua quieta del Gran Canal. David, de pie sobre la proa de la góndola, remaba, como le enseñara Giovanni días atrás, con la cadencia que caracteriza a los gondoleros; su amigo, también de pie en la popa, remaba a su vez, dirigiendo, con hábiles golpes del largo remo rojo, la nave. Regresaban al Palacio Corradi luego de la botadura de la galera. David escuchaba a Giovanni que a los gritos le impartía órdenes acerca del rumbo, hacía comentarios picarescos sobre los habitantes de los palacios que bordeaban el canal y saludaba, con graciosas ocurrencias, a los conocidos que navegaban en otras barcas.

David miraba la belleza de los edificios venecianos que parecían alzarse sobre el agua. Pensó que los canales eran como las calles de una gran ciudad, por los que circulaban balandros y góndolas en lugar de caballos y carros.

—Mira el palacio —gritó Giovanni.

La góndola enfiló hacia el Palacio Corradi cuya imponente fachada emergía luego de la primera curva del Gran Canal. Edificado en piedra y ladrillo, sus ventanas y balcones estaban ornamentados en mármol blanco. La embarcación se detuvo frente al portal. David amarró la góndola a un palo de madera pintado en espirales de color blanco, oro y azul, los colores de la familia Corradi, colores que se repetían en un escudo de armas, tallado en una placa de piedra, en el segundo piso de la fachada.

Los jóvenes entraron en el vestíbulo del palacio donde funcionaban los depósitos de la Compañía Marítima Corradi. Las puertas de las diferentes salas estaban cerradas. Los pasos resonaron en el salón desierto a esa hora de la tarde. David recordó la intensa actividad que reinaba en esa enorme sala la mañana que había entrado por primera vez en el palacio, acompañado por Iosef Sacerdotti; recordó el grito que lo llamaba: "¡David!" y la alegría que experimentó por el reencuentro de su amigo —no esperaba ver a Giovanni en esos momentos—; recordó el abrazo frente a las miradas de asombro de los empleados y los mercaderes que atestaban el salón. Luego vinieron las preguntas por la familia Abravanel y los exiliados de la galera. Giovanni había resultado ser el hijo menor de Lucas Corradi, poderoso armador de Venecia, perteneciente a una de las familias fundadoras de La República y miembro del Consejo de los Diez.

David le había contado a su amigo sus intenciones de aprender navegación y el cometido que lo traía a Venecia. Giovanni lo había invitado a hospedarse en su casa y le había dicho que hablaría con su padre sobre las intenciones de David. La dificultad era que La República no permitía a los extranjeros estudiar en su marina. De alguna manera deberían burlar esta disposición de La Serenísima. Hablarían acerca de ello más tarde.

Ensimismado en sus recuerdos, David subió la escalera de mármol que daba a los salones del primer piso, precedido por Giovanni. Pasaron rápidamente por las lujosas salas vacías y subieron por una escalera más pequeña que conducía a las cámaras privadas, donde se alojaba la familia.

—Prepárate para el baile de esta noche —dijo Giovanni con gesto pícaro y luego entró en su cuarto.

David continuó por el pasillo hasta la última puerta y entró en su habitación. Abrió la ventana que daba a una plaza situada en el centro de la isla desde la que se veían las fachadas posteriores de los palacios. Aflojó sus ropas y se recostó en la cama de alto dosel, entre sábanas de hilo. Preocupado acerca de su suerte, del exilio de España, pensaba en las lecciones de Pico de la Mirándola, los días de navegación con Mitrakis en Corfú, la vida en Venecia, las fiestas, los bailes de máscaras, la amable acogida de la familia Corradi, la posibilidad de vivir una vida de lujos que, sin el fortuito reencuentro con Giovanni, jamás hubiera experimentado.

Por la ventana entraban los últimos resplandores de la tarde. Debía prepararse para una noche que le prometía nuevos placeres.

 

 

 

Vemos a David de Córdova mientras descansa en la gran cama de dosel blanco, en el cuarto de visitas del Palacio Corradi. No duerme, pero tampoco está despierto. Es uno de esos raros momentos en que el alma queda suspendida entre la vigilia y el sueño. Todavía tiene conciencia de los sonidos que vienen de la plaza vecina. Se ve a sí mismo en su ensoñación, remando en la góndola junto a Giovanni, como se vio esa misma tarde en el trayecto de regreso del Arsenal, vestido con la ropa, a la usanza veneciana, que le obsequiara su amigo. Las calzas rojas ajustadas, camisa parda de mangas largas, el sayo corto de color negro. El cabello, tocado con una gorra también negra, le llegaba hasta los hombros. Se veía igual a un veneciano. Cualquiera que lo mirara pasar navegando en la góndola creería que era un amigo veneciano de Giovanni. Jamás pensarían que se trataba de un judío. Es placentero pasar desapercibido, medita en su inconsciencia.

David no se permitiría tener estos pensamientos si estuviera totalmente despierto. Si le pudiéramos preguntar por ellos durante la vigilia, los negaría. Y los negaría sin mentir, porque estos pensamientos nunca fueron conscientes. Pero se da cuenta, en lo más profundo de su ser, de que pasar por cristiano en una ciudad cristiana es tranquilizante. No existe el miedo, no se es objeto de miradas recelosas y tampoco blanco predilecto de las pullas de los pilluelos de la calle, como sucedía en Nápoles. No lo distinguen como judío. David tiene un pensamiento oculto, inconsciente, sepultado en lo más profundo de su mente. En la nebulosa de su ensueño, recuerda los sermones de Savonarola; recuerda las procesiones en la plaza de San Marcos; el largo desfile precedido por el Dogo y el Obispo, seguidos del clero y de la nobleza veneciana y para terminar, los representantes de las artes mayores y de las menores. Ve la plaza engalanada de banderas donde el pueblo está aclamando el paso de los cortesanos y él, junto a su amigo Giovanni, desfila confundido entre los cristianos. Y entonces se siente feliz, feliz en su ensoñación, feliz de no ser diferente, de ser igual a los demás; pero sabe, aunque no lo admite conscientemente, que para ser un verdadero cristiano debe pasar por el agua del bautismo.






Capítulo VII



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