Parte II




Capítulo XIV


Rodas, 10 de Diciembre de 1502.

El albergue de piedra parda estaba fuera de la muralla de Rodas, próximo a una fortaleza en construcción. Los tenues rayos de sol templaban el amanecer de otoño, penetraban por las pequeñas ventanas enrejadas, y jugaban con su luz en los rostros de los esclavos, sacándolos de su fatigado sueño. Un capataz griego entró al cobertizo y despertó a los perezosos con sus gritos. Todos salieron apurados al patio exterior bajo la mirada vigilante de los guardias españoles, para la comida de la mañana. Una olla grande, tiznada de muchos fuegos, colgada de una cadena de hierro, se calentaba en un hogar de piedra. Los esclavos formaban fila esperando que les sirvieran la comida, con sus escudillas en la mano. Un prisionero cuidaba que el fuego se mantuviera, agregando de tanto en tanto trozos de leña seca.

David contempló al cocinero, Amín, mientras llenaba las escudillas con el líquido humeante. Era un esclavo judío capturado en Egipto, de tez muy oscura, tenía el cabello negro, hablaba el griego y también el árabe.

David sintió como el caldo, que el cocinero había vertido lentamente en la escudilla, le calentaba las manos agarrotadas por el frío. Caminó de regreso al albergue cuidando de no derramar el líquido, se sentó en su jergón, se tocó la cabeza donde estaba la cicatriz: ya no le dolía. Tomó la cuchara que guardaba en una bolsa y comió lentamente el guisado. Amín, usando las sobras del día anterior de la mesa de los señores, lo cocía en un caldo oscuro, donde nadaban trozos de papas, alguna verdura y, tal vez, en los días de suerte, un resto de carne.

El sol penetraba por las pequeñas ventanas, que se abrían altas en el muro de piedra, dibujando en la pared opuesta, la sombra cuadrada de las rejas. David recordó su anterior visita a la isla de Rodas. Aquella vez había llegado como un señor veneciano. Ahora era esclavo. Los piratas habían vendido el cargamento de judíos a los cruzados para trabajar en las murallas. Estaban construyendo un nuevo bastión que defendería las partes débiles de la fortaleza ante un posible ataque turco.

El Gran Maestre de Rodas había designado, entre los cautivos, a Rab Nahmias para negociar el rescate de los prisioneros. Lo había enviado a Venecia para tratar con Isaac Abravanel la suma pedida por los cruzados. Pronto llegaría la libertad. Mientras tanto había que continuar con el penoso trabajo.

David dejó su escudilla con el resto del puchero sobre el piso de tierra del albergue. No tenía deseos de comer.

—¿Me permites terminar tu plato? —pidió Yusuf, que estaba sentado frente a David.

Asintió con un movimiento de cabeza a la solicitud del muchacho. Yusuf siempre tenía hambre. Ninguna comida era mucha para él. Entonces recordó cuando lo había visto por primera vez en la casa de Rebeca y Natán. El pequeño lo había interrogado con mucho interés acerca de la vida en Italia.

Yusuf le había relatado a David, hacía algunos días, cuando se reconocieron en el albergue de los esclavos, la suerte corrida por los judíos de Rodas. El Gran Maestre, Pierre D’Aubuisson, había expulsado, a comienzos del año, de la isla y de todos los dominios de la Orden a los judíos mayores de edad. Pero retuvo a los niños para bautizarlos, para que abrazaran la Verdadera Fe, la Fe de Cristo, apartándolos de sus familias. Yusuf, que tenía entonces doce años, le había contado la pena que había sentido cuando fue arrancado de su hogar. Los cruzados consideraban a los judíos como esclavos que no tenían derecho a disponer de sus hijos. Rebeca y Natán fueron llevados, junto con los demás adultos que no habían aceptado la conversión, a la ciudad de Niza, porque el duque Filiberto de Saboya, que gobernaba la ciudad, necesitaba repoblarla luego de una epidemia de cólera. Entre tanto, en Rodas, Yusuf se había negado repetidas veces al bautismo, hasta que finalmente había sido conducido a el albergue de los judíos esclavos, por rebelde.

—¡Al trabajo, al trabajo, holgazanes! —gritó el capataz, que era un griego robusto, armado con un látigo que podía hacer caer súbitamente sobre las espaldas de cualquier haragán.

David buscó los ojos del muchacho, quien le devolvió una mirada de resignación. Se pusieron de pie y se unieron a los demás cautivos formando un grupo apretado que marchó al lugar de trabajo distante a pocos minutos de camino desde el albergue. La partida de guardias españoles los escoltaban.

 

 

 

David descargaba las pesadas piedras que otros esclavos traían en un carro desde una cantera cercana. Yusuf lo ayudaba. Construían los muros, piedra sobre piedra, unidos con argamasa. Entre las hileras se colocaban barras de hierro para tornar a los muros aún más resistentes. Esta trabazón de hierros, roca y argamasa hacían inexpugnables a las nuevas fortificaciones de Rodas.

Al mediodía, durante el descanso para comer, Yusuf y David se recostaron contra el muro en construcción.

—Es un trabajo agotador —comentó David suspirando.

—Me lo dices a mi que llevo acarreando piedras casi un año —respondió Yusuf—. Tu estás aquí hace sólo un mes.

—Es un mes que a mi me parece un año.

David miró el cielo plomizo: habría lluvia.

—Sí, tal vez haya tormenta, si Dios quiere —informó Yusuf, adivinando el pensamiento de su amigo, y, orgulloso de poder enseñarle algún conocimiento a David, que lo sabía todo, agregó: —los días de temporal no se hace ninguna tarea. Permanecemos toda la jornada encerrados en el albergue.

El egipcio Amín se acercó para entregarles un pedazo de pan duro y una escudilla de agua, que era todo lo que comerían hasta la noche.

David, mientras alcanzaba el pan que le entregaba el cocinero, continuó hablando:

—Falta mucho tiempo para que llegue el rescate. Las galeras donde viaja Rab Nahmias todavía deben estar en camino hacia Venecia. Con suerte regresarán con el oro en la primavera.

—Mientras tanto seguiremos con estas piedras —concluyó Yusuf.

 

 

 

El día siguiente amaneció con un aguacero. Yusuf le contó a David que, durante la estación de las lluvias, llovía de tal manera que era imposible trabajar; por las laderas de las colinas se formaban caudalosos torrentes que arrastraban todo a su paso; los campesinos no salían de sus chozas; todos los trabajos se suspendían hasta que escampara. El temido capataz no se presentaría para llevarlos a las murallas y tendrían, tal vez, si Dios hacía que continuara el diluvio por algunos días, un descanso.

Llovía. Los esclavos dejaban por turno el refugio del albergue y se dirigían hasta la improvisada tienda que trataba de proteger a la gran olla humeante del agua que se filtraba por los muchos remiendos de la tela. Amín, con sus dos ayudantes, racionaban la comida de la mañana bajo el pobre refugio. David se acercó al cocinero extendiendo la escudilla. Amín miró en derredor como para asegurarse de que nadie estuviera tan cerca como para escuchar sus palabras y, mientras vertía con intencional lentitud el puchero, seleccionando deliberadamente los mejores trozos de carne con el cucharón, dijo con voz muy baja:

—Vosotros no seréis liberados.

David se sobresaltó, y miró con un gesto de interrogación a Amín, instándole a que continuara.

—Sólo aceptarán el rescate de los ancianos, de los que no sirven para trabajar. Los hombres fuertes y los jóvenes no seremos liberados. Los cruzados temen que si somos libres, nos pongamos a las órdenes del turco y luchemos en contra de ellos. Estamos condenados a trabajar en estas construcciones para siempre.

—¿Cómo sabéis todo esto?

—En las cocinas se sabe todo: los esclavos que me dan las sobras escuchan lo que hablan los caballeros, porque los mozos que los sirven tienen los oídos atentos, especialmente a todo lo que se refiere a nuestra suerte.

Amín colocó el cucharón en la gran olla del puchero, hizo una seña imperceptible a David indicándole que había terminado de hablar. Por un instante permaneció petrificado, tuvo un sobresalto y se alejó de prisa, mientras la lluvia caía, interminable.






Capítulo XV



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