Parte II




Capítulo XVII


Venecia, 23 de julio de 1503.

David vio por la ventana la luminosidad violeta que precede al alba; todavía el sol no había salido y podría entonces descansar un poco más. Se hundió entre las suaves sábanas de lino que su madre perfumaba con aroma de jazmín. Había llegado a Venecia la mañana del día anterior desde Salónica; había subido corriendo las escaleras de la casa del Ghetto hasta la cocina del piso superior donde estaban su madre y la tía Esther siempre trajinando entre sartenes, ollas y cacharros, rodeadas de jóvenes criadas que estaban preparando la comida del mediodía. Sara había envejecido, tenía el cabello gris, ceñido con una cinta negra y el rostro surcado por muchas arrugas. Recibió a David con un beso en la frente que era la máxima efusión de afecto que se permitía.

—¡Qué bien que se te ve, David! —exclamó la tía Esther—. ¡Así viva el Dios! Si no pareces esclavo.

—Es que tuve tiempo de reponerme en Salónica, donde por otra parte me atendieron muy bien en la casa de Joseph Passí.

—Pues acá te atenderemos mejor, tu madre y yo. Toma, come esto, para que veas cómo te tratamos nosotras —dijo la tía Esther acercando a David una canastilla con pequeñas empanadas de arroz.

David se había sentado ante la gran mesa que ocupaba el centro de la cocina y miró por la ventana. Veía los techos de las casas del Ghetto y más allá el mar.

—¡Cuéntanos cómo escapaste de los caballeros de Rodas, David, cuéntanos de ese pirata de la barba roja, que dicen que se convirtió en el terror de los mares! —exclamó la tía Esther.

Y David había contado una vez más su aventura, como lo haría tantas veces durante esa semana.

La luz que entraba por la ventana era rojiza. Llegaban voces desde la plaza, donde algunos mercaderes madrugadores comenzaban a preparar las tiendas de la feria. Era muy agradable yacer en el lecho contemplando la alborada. Recordó que Aarón Abulafia lo había estado esperando en el puerto cuando había llegado la nave que lo regresaba de Salónica. El saludo de su amigo se había confundido con los gritos de los marinos que amarraban las galeras de la flota al desembarcadero. David sentía todavía en el cuerpo, acostado entre las crujientes sábanas de hilo, viendo como la luz de la ventana se aclaraba, el largo abrazo de su amigo.

—Tú me rescataste de la esclavitud, David —le había dicho Aarón Abulafia—. En el nombre del Altísimo, me alegro que hayas vuelto de allí, sano. ¡Déjame que te vea! ¡No sabes tú las angustias que vivieron tus padres y toda la familia preocupados por tu suerte!

Tomo de un brazo a David y continuó diciendo:

—Ven, marchemos a tu casa. Tus padres estarán ansiosos por saber de ti. En el trayecto me contarás esas aventuras con los piratas.

Habían subido a la góndola y se instalaron en los asientos centrales bajo un toldo de lona. Un criado de la compañía bogaba con el largo remo, de pie, en la popa.

—Cuando llegamos con la flota de regreso a Corfú supimos de la incursión del pirata Aroug Barbarroja. Temí por tu vida, David.

Seguían navegado por las aguas del Gran Canal. El movimiento de las góndolas y las pequeñas barcas era incesante. David miraba las fachadas de los espléndidos palacios.

—Al llegar yo a Venecia, ya había arribado Rab Nahmias para negociar el rescate de los judíos de Rodas —continuó Aarón—. Entonces supimos que tú estabas a salvo entre los prisioneros, y por la gracia de Dios, con vida. Tu padre y tu tío dispusieron de los dineros del fondo que la comunidad reserva para libertar a los cautivos y redimir los esclavos. Rab Nahmias regresó a Rodas con el rescate. Pudo cumplir a medias su misión porque retornó sólo con los ancianos que ya no podían trabajar. Los cruzados se negaron a redimir al resto. Por él nos enteramos de tu evasión. ¿Cómo supiste que no seríais liberados?

Entonces David contó nuevamente su historia, mientras la góndola se internaba por los estrechos canales que llegaban al Ghetto.

 

 

 

Cuando despertó, el sol ya estaba alto, la luz de la ventana era brillante y el cielo, azul, diáfano. Pensó que todos estarían ya levantados mientras él dormía. Saltó de la cama, se lavó el rostro con el agua del aguamanil que estaba sobre la mesa, se vistió las calzas, se ajustó la camisa, tocó la llave que llevaba colgada del cuello con una cuerda de fina piel de cordero trenzada, recitó la oración de la mañana y corrió a la cocina. La tía Esther le preparó un jarro de jugo de lima y una rodaja de pan con dulce de membrillo.

—¡De novio que te veamos, David! ¡Que apuesto que te ven estos ojos, en nombre de Dios! —dijo la tía Esther.

—¡No volveré a casarme, tía! Estuve casado con Shoshana y Dios me la quitó. No insistas, por favor. No me volveré a casar.

—Nunca digas que de esta agua no beberás —replicó la tía Esther.

—¡No te enfades! —lo reprendió Sara—. Come esto para que el día de hoy sea dulce.

Terminó el pan, agradeció el desayuno y corrió escaleras abajo hasta el depósito. Salomón revisaba, con la ayuda de Aarón, la calidad de una partida de paños que pronto debían embarcar para Oriente.

—¿Has dormido bien, David? —preguntó su padre—. Te dejamos dormir porque es tu primer día en Venecia. Mañana deberás despertarte temprano y ayudarnos con estas mercancías. Termina el trabajo tú, Aarón, que yo daré un paseo con mi hijo.

Salieron por la puerta que daba a la plaza del Ghetto. El sol estaba alto. Los mercaderes terminaban de vender sus productos y comenzaban a retirar las tablas y caballetes de sus tiendas.

—¡Cuéntame acerca de Salónica, David! dime cómo es la vida en una ciudad turca.

Y David le contó a su padre lo que había visto en Esmirna, en Salónica y en otros poblados del Sultán. Le contó que Salónica parecía una pequeña Sefarad, casi una ciudad judía, donde se hablaba el castellano, donde los exiliados vivían en paz y en libertad; le contó del incesante arribo de los expulsados, de las nuevas sinagogas y de la escuela de Joseph Passí.

Habían caminado por estrechas callejuelas y cruzado los canales por angostos puentes de madera hasta que llegaron al Gran Canal. Allí se abría una pequeña plaza. Muchas góndolas estaban amarradas a postes clavados en el lecho del mar.

Salomón de Córdova contempló el agua verde por un largo rato; luego miró a David a los ojos y dijo:

—El crédito del molino es para ti, David, en el nombre de Dios. Yo no deseo más bienes en este mundo. El Altísimo me ha bendecido con la fortuna en esta tierra. A pesar del exilio, a pesar de las penurias por las que pasamos, nos permitió conservar lo nuestro. Me ha bendecido con hermosos hijos. Él te ha puesto a prueba y te salvó.

Salomón abrazó a su hijo. Le dio un beso en cada mejilla, pasó su brazo sobre los hombros y así comenzaron el regreso al Ghetto.

 

 

 

La luz del sol de la tarde de verano entraba al gran salón del piso superior temperada por las cortinas oscuras de las ventanas que daban a la plaza. Los varones de la familia estaban sentados alrededor de la mesa: Isaac Abravanel en la cabecera; a su derecha, Salomón de Córdova; a su izquierda, Judah Abravanel; y David, en el sitio contiguo a su primo Judah.

Luego del almuerzo Sara y Esther se dirigieron a la cocina; Aarón Abulafia había bajado al depósito de la compañía junto con los demás ayudantes para acomodar una partida de tejidos de lana; una criada entró, dejó sobre la mesa una pequeña fuente con dátiles, nueces y pasas de uva, y se retiró de prisa. Todos sabían que cuando se reunían los Abravanel y los Córdova habría asuntos importantes que tratar.

David escuchaba a Judah, recién llegado de Nápoles, quien relataba los últimos acontecimientos del reino del sur. El acuerdo entre Fernando El Católico y el rey de Francia había durado muy poco. Ni bien se repartieron el reino, comenzaron las hostilidades entre los españoles y los franceses. Fernando había confiado el manejo de los ejércitos y el Virreinato de Nápoles a Gonzalo Fernández de Córdoba. Luego de muchas batallas, el Gran Capitán —así lo llamaban sus tropas— estaba ganando la guerra y pronto conquistaría para la corona de Aragón todo el reino.

Judah contaba cómo —siendo médico personal del Gran Capitán— lo había acompañado en sus campañas por Calabria y cómo había curado de sus heridas a los jefes y a los soldados. David, mientras oía la voz de su primo pensaba en los judíos de Rodas y en la forma de salvarlos. Una frase de Judah le hizo prestar más atención al relato de su primo:

—Los dominicos intentan establecer la Inquisición en Nápoles, del mismo modo que en España, pero todavía no lo han conseguido. Los barones del Reino y los catedráticos de la Universidad se oponen con ímpetu. Protestaron ante el Papa quien debió ceder. Aún no hay Inquisición en Nápoles. No consiguieron tampoco expulsarnos del reino, como era el deseo del rey Fernando y la reina Isabel. En realidad, Gonzalo de Córdoba no quiere hacerlo; estima a los judíos. Mientras él sea el virrey, estaremos seguros en Nápoles.

—Hijo, disculpa que destruya tus ilusiones —dijo Isaac Abravanel. Su voz denotaba la sabiduría y la experiencia de los años—. Si Gonzalo de Córdoba se opone a los propósitos de los reyes, y, como tú sabes, yo estuve en la corte de Fernando y creo saber como razona el Rey, entonces, una vez que derrote a los franceses no durará mucho tiempo en el virreinato…

—Pero no es solamente Gonzalo, todo el pueblo rechaza La Inquisición.

—Escucha a los mayores, Judah —agregó Salomón.

Se produjo un pesado silencio en el salón, hasta que Isaac Abravanel miró a David diciendo:

—Cuéntanos tus aventuras con los piratas, David.

Era el momento que esperaba. Relató nuevamente su huida de Rodas y al terminar planteó su angustia por los judíos de la isla:

—Les prometí que procuraría por su liberación, les di mi palabra de que intercedería por ellos.

—Pues ya lo estás haciendo —respondió su padre.

—Lo que yo he prometido es tratar de liberarlos, hablar ante el Consejo de los Diez. Debo lograr que el Consejo encomiende a los cruzados de Venecia para que persuadan al Gran Maestre de Rodas y conseguir así que el rescate de los esclavos judíos sea aceptado.

—Hoy los vientos de Venecia ya no nos son favorables, David —dijo con gravedad Isaac Abravanel—. También en esta Serenísima República los monjes dominicos están influyendo en el Consejo para imponer pesados deberes a los judíos. Si hacemos una petición como tú pretendes, lo único que lograremos es enardecer los ánimos en nuestra contra, y entonces, tal vez, nuestros enemigos consigan sus propósitos.

—¡No! ¡eso no! —dijo David.

—Intentan encerrarnos en el Ghetto, pretenden que no vivamos en otro barrio, que no salgamos del Ghetto por la noche, quieren que luzcamos un distintivo por la calle. Por ahora la mayoría en el Consejo se opone, pero alguno puede mudar de parecer en cualquier momento y entonces nosotros sufriremos.

—¿Puedo yo, por mi propia cuenta, hablar con el padre de Giovanni Corradi?

—Por ti mismo, David —asintió Isaac Abravanel—. No en nombre de los judíos de Venecia.






Capítulo XVIII



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