Parte III




Capítulo I


Salónica, 10 de abril de 1522.

Las galeras estaban amarradas en el puerto, los remos rojos en descanso, las velas recogidas sobre los mástiles, el pabellón verde y blanco de la Compañía ondeaba junto con la bandera del Sultán.

David atendía, desde la toldilla de la nave capitana, la carga de los pertrechos de los jenízaros. Su misión era embarcar a los soldados de la guarnición de Salónica junto con todas las vituallas necesarias para una nueva campaña del ejército turco.

Llegó una carreta cargada con pesados cañones desde la fortaleza. Una cuadrilla de esclavos tártaros se apresuraba a descargarlos ante el ojo vigilante del capataz. Introducirlos en las bodegas de la flota demandaría la tarde entera.

Bajó por la estrecha escalerilla hasta la bodega. Contempló a Yusuf que dirigía a un grupo de estibadores que acomodaban los cañones y los aseguraban con gruesas cuerdas para que resistieran, sin moverse de su sitio, los posibles golpes de la nave en un mar embravecido. Miró el rostro de su amigo, todavía pudo ver los rasgos de aquel muchacho que había conocido en la isla de Rodas, hacía ya mucho tiempo.

David descendió de la nave capitana y caminó a lo largo del desembarcadero examinando las galeras. Aarón Abulafia gritaba a unos estibadores que subían por una tabla cargando pesados sacos de trigo.

David se acercó a su amigo y le dijo:

—Continúa tú con la estiba de las naves, yo iré a casa a comer, luego regresaré para que tú puedas descansar.

Seguirían trabajando por la tarde, cosa que no era la costumbre. Solimán urgía que la flota estuviera en el estrecho de los Dardanelos, punto de reunión de la Armada Turca, en el plazo de una semana.

Cruzó la amplia calle que separaba el puerto de los primeros edificios de la ciudad y entró al depósito de la Compañía. Recordó cuando vio por primera vez el almacén, le pareció oír nuevamente los consejos de Joseph Passí insistiendo en que lo adquiriera. Sintió el aroma de especias acumuladas, que ahora se mezclaban con el olor a pólvora. No le gustaba ese nuevo aroma, era peligroso. Por suerte pronto terminarían de cargar las naves y el depósito estaría libre de riesgos. Subió por la escalera que conducía a los cuartos. Años atrás habían agregado una vivienda en el piso superior, cuando las cosas se pusieron duras en Venecia, cuando, por orden de La Señoría, tuvieron que encerrarse en el Ghetto y usar el distintivo amarillo. Entonces sus padres habían decidido dejar Venecia y residir en Salónica.

Entró en la gran habitación que era a la vez cocina, comedor y lugar de reunión de la familia. Vio que estaba allí su madre junto con la esposa de Muchico que la ayudaba en la faena de preparar el almuerzo.

—Siéntate hijo, en el nombre de Dios —dijo Sara, y, dirigiéndose a su nuera, agregó: —Ve a llamar a tu esposo y las niñas que la comida está pronta.

Luego continuó:

—Pareces cansado David. ¿Tienes tú que emprender esta expedición? La guerra no es para los nuestros. Somos gente de paz. Por hacer la guerra a los romanos perdimos Jerusalén. La guerra no es buena, hijo.

—Yo no haré la guerra, madre —respondió David—. Solo transportaré a los soldados del Sultán en las naves de la Compañía.

—¡Así viva Dios, David! El que no quiere quemarse que no se acerque al horno. ¡Cuídate, es peligroso!

—Se cuidarme, madre, si Dios quiere volveré sano. Verás que luego nuestra vida cambiará. Solimán ansía derrotar a los cruzados y yo sé cómo hacerlo. El Sultán es muy generoso con quienes lo ayudan.

Entraron Muchico y sus hijas: Estrella y Rica. Las niñas habían crecido. Al verlos David se daba cuenta del paso del tiempo.

—Pronto habrá que buscarles novio —dijo al verlas.

Muchico se sentó en la cabecera de la mesa y recitó la plegaria. David pensó en que su hermano se parecía a su padre muerto hacía unos años. Tenía la barba encanecida y los ojos claros, a veces celestes y otras azules, como en ese momento que la luz entraba por las ventanas abiertas al mar y al cielo.

—Que Dios tenga en su gloria a nuestro padre —agregó David al terminar el rezo.

Todos respondieron con un corto "amén". Muchico repartió el pan y comieron.

David contempló a su familia reunida ante la mesa. Pensó en los que estaban: sus sobrinos que crecían lozanos, que no habían nacido en Sefarad; en los que aun vivían en otras tierras: su hermana Déborah en Venecia con su marido, quien administraba allí los negocios de la Compañía; Judah Abravanel con su hermano Salomón y Bienvenida en Ferrara; pensó en los que ya moraban en los brazos del Señor: en Salomón de Córdova que había muerto en esta casa, en paz, años después de que la familia había emigrado a Salónica; faltaba la tía Esther, que siempre lo recibía con la frase: "de novio que te veamos" que a David le traía el recuerdo de Shoshana, que tampoco estaba…

Una vez terminada la comida, las jóvenes corrieron para salir del cuarto. Muchico gritó:

—¡Rica, Estrella, saluden al tío David!

Las jóvenes se detuvieron ante la puerta con una expresión de pregunta.

—David parte de viaje —explicó Muchico.

—¿Cómo, si recién hace pocos días que llegó tío David de Estambul? —preguntó tímidamente Rica.

—Pronto estaré de regreso. Cuando vuelva, las encontraré todavía más crecidas, si Dios quiere.

David abrazó a sus sobrinas y luego dijo:

—Esta tarde embarcaremos a toda la tripulación en las naves. Partiremos mañana, antes de que salga el sol, para aprovechar los vientos frescos del alba.

Muchico hizo un gesto a las jóvenes indicando que ya era hora de que se retiraran, luego abrazó a su hermano y dijo:

—Cuídate, en el nombre del Señor, que te necesitamos.

Siguió mirando a David, queriendo decir algo más, pero sin atreverse.

Entonces Sara se acercó a su hijo menor y le dio un beso en la frente, lo miró a los ojos y le dijo:

—Cuando regreses a Estambul saluda a esa señora de mi parte y dale un beso a los hijos que ella te dio, que también son mis nietos.

Era la primera vez que mencionaba a su esposa, aunque sin nombrarla, desde que se habían casado; la abrazó y le dio un beso en la frente:—Si tu quieres, madre, la conocerás.

Y bajó corriendo las escaleras hacia la soleada tarde de Salónica.






Capítulo II



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