Parte III




Capítulo IV


Rodas, 26 de junio de 1522.

El Gran Maestre escuchó las campanadas que llegaban desde el monte San Esteban. Los caballeros se miraron, sabían que era el aviso de alarma. Villers terminó la plegaria, se puso de pie, se arrodilló ante la imagen de la virgen, hizo la señal de la cruz y se encaminó hacia la salida de la capilla de San Juan. Subió de prisa a la torre del castillo escoltado por los caballeros de las distintas lenguas. Todavía no había salido el sol, pero, la claridad del alba iluminaba el mar. Hacia el norte, recortadas contra el horizonte azul, las incontables velas de la armada turca se acercaban, llevadas por un viento fresco.

—¡Son cientos de naves! —exclamó Andrea d’Amaral.

—¡Es la flota del infiel! ¡En pocas horas estarán frente al puerto! —dijo un caballero de la lengua de Francia.

—¡Que repiquen todas las campanas de la ciudad! —ordenó el Gran Maestre.

Dos caballeros se precipitaron escaleras abajo a cumplir el mandato. Comenzó entonces a elevarse el tañido de las campanas de la ciudad respondiendo al repique solitario de la torre del monte San Esteban.

—¡Amaral! —gritó el Gran Maestre—: reúne para dentro de media hora a todos los pilares de las lenguas y a los comandantes de los baluartes. Celebraremos un consejo de guerra. Haz que todos los pobladores entren dentro del recinto de las murallas. Que no queden víveres al alcance del invasor. Que se siegue todo el grano, que se recolecten todas las hortalizas y luego que se arrase la tierra en derredor de la ciudad. Que nada pueda servir al infiel.

 

 

 

David contemplaba, desde la toldilla de la gran galera de combate, las murallas de la ciudad iluminadas por la luz de la mañana. A su lado, el Segundo Visir, Mustafá Pachá, que comandaba la flota, le preguntó por los detalles de la fortaleza. David describió el baluarte de San Nicolás que custodiaba la entrada del puerto. Estaba muy bien artillado, un asalto desde el mar resultaría imposible.

Mustafá Pachá siguió el consejo y decidió pasar frente a la ciudad, con toda la flota, como en un desfile naval, mostrando su poder, para luego desembarcar unas millas más allá de la fortaleza. Pero antes, con las galeras de combate, dispararía algunas andanadas de advertencia.

La nave capitana, fuertemente artillada, navegó hasta colocarse a tiro de cañón de las murallas de la ciudad y disparó. El ruido fue atronador, se olía a azufre y fuego. El resto de las naves de guerra de la flota los siguieron: se acercaban, disparaban sus cañones y se alejaban veloces, favorecidas por el viento fuerte del sur, para no ser blanco de los disparos desde la ciudad. Los cañones de la fortaleza respondían sin provocar mayores daños en las galeras y galeones turcos.

Mustafá Pachá quedó satisfecho con este primer intercambio de disparos. Había mostrado a los cruzados el poder de sus cañones. Ordenó que veinte galeras bloquearan el puerto para no permitir la salida de las naves de La Orden.

La flota turca estaba nuevamente mar afuera y navegaba hacia una bahía reparada, unas cinco millas más allá de la ciudad de Rodas, sobre la costa norte de la isla. David indicó a Mustafá Pachá que allí había un monte, defendido por una pequeña fortaleza, que sería muy sencilla de tomar.

Las grandes galeras anclaron frente a la costa y las pequeñas, de fondos planos, endicaron sus proas en los guijarros de la playa. Todo era movimiento: los marinos arriaban las velas, los soldados acarreaban armas y cañones; los esclavos, con el agua hasta la cintura, bajaban toneles con pólvora, ánforas con aceite y canastas llenas de vituallas.

David, todavía en la toldilla de la nave, contemplaba la frenética actividad. El sol estaba alto en el cielo. Vio por estribor como se acercaban las galeras de la Compañía, con sus gallardetes verde y blanco flameando al viento. Aarón Abulafia se ocuparía de descargar los cañones que habían embarcado en Salónica.

Mustafá Pachá dio la orden de desembarco. Subieron a un caique de remos junto a los máximos oficiales de la expedición y descendieron a tierra. David indicó el camino hacia la fortaleza del monte Filérimos. Un destacamento de soldados precedía la marcha para despejar el terreno de enemigos. Llegaron a la cima donde se hallaba el fuerte y lo encontraron abandonado. Entraron sin luchar. Seguramente los cruzados se habían replegado hacia la ciudad de Rodas para concentrar allí sus fuerzas. El Segundo Visir decidió instalar en ese lugar el Cuartel General.

David pidió permiso para reunirse con sus marinos, deseaba volver a sus galeras, hablar con su gente, comer un plato de comida con Aarón Abulafia y Yusuf. Mustafá Pachá concedió el pedido pero debía presentarse al día siguiente al alba, comenzarían a preparar los ingenios para el sitio de la ciudad.

 

 

 

Los colores de la Compañía flameaban frente a la tienda de David, ubicada cerca de las de Mustafá Pachá, que había sido nombrado por Solimán en el cargo de Serasker, comandante de las tropas. El ejército sitiador estaba emplazado en forma de media luna rodeando la muralla de la ciudad, más allá del alcance las balas de los defensores, en un arco fortificado que terminaba con sus dos extremos en el mar. Los cañones turcos batían los muros con andanadas, intentando abrir una brecha en las defensas.

Habían pasado tres semanas desde el desembarco en la isla. Mustafá Pachá ordenó para esa noche una misión de reconocimiento, a pedido de Sinán, el ingeniero jefe del ejército. David debía participar en la expedición. Tendido en la litera, esperando, recordó la últimas semanas pasadas en el campamento turco. La actividad había sido incesante. El grueso del ejército, de unos cien mil hombres, con el propio Solimán a la cabeza, había marchado hacia el sur a lo largo de la costa de Asia y había acampado en la cuidad de Marmaris, en el continente, frente a Rodas. La flota de galeras de carga comenzó a cruzar el estrecho de mar transportando jenízaros, esclavos, capitanes, caballos, tiendas de campaña, espadas y lanzas de acero, cañones de hierro y de bronce, balas esféricas de piedra o de metal, y víveres, todos los que necesitaba el ejército. El mar se pobló de naves que iban y venían de la isla. El tiempo era bueno, con fuertes vientos del Sur que ayudaban a la navegación.

Mientras la flota de transportes se ocupaba de cruzar al ejército, David tuvo que permanecer en tierra junto con los ingenieros de Mustafá Pachá. Había ayudado a Sinán a elegir los sitios mejores para construir los fortines del campamento, mostró dónde eran más débiles las murallas y dónde emplazar la artillería. Los ingenieros preguntaban cómo eran los fosos, si existía una segunda muralla y lo fundamental era saber si había contraminas. David aprendió las técnicas militares de un sitio. Supo que la mejor manera de tomar una fortaleza era construir un túnel desde un lugar inalcanzable por los cañones enemigos y de esta manera, bajo tierra, llegar hasta la muralla, colocar grandes cargas de explosivos y, al volarlos, hacer caer las defensas. Se producía así una abertura en los muros y por allí entraban las fuerzas de asalto. Las contraminas, le había enseñado Sinan, eran túneles excavados por los defensores de la fortaleza, más allá del perímetro de la muralla, que les permitían advertir a tiempo el avance de las minas de los atacantes, antes de que llegaran a los muros.

Las tiendas del Serasker estaban frente al bastión de Inglaterra. David consideraba que el muro en ese lugar era más débil y probablemente no tenía contraminas. Mustafá Pachá había ordenado, siguiendo las indicaciones de David, que un millar de mineros armenios, esclavos, trabajaran día y noche en un túnel que se dirigía, a través de media milla de tierra y rocas, hacia el bastión inglés.

La noche era sin luna y un manto de estrellas permitía una tenue visión. Sinan entró a la tienda de David diciendo que se preparase, que ya era la hora. Diez hombres, vestidos de negro, con el rostro tiznado, avanzaron con sigilo, sin hacer ruido, hasta hallarse a pocos pasos del muro de la ciudad sitiada. Mediante señas, el ingeniero mostraba las defensas, intentaba figurarse el espesor de los muros, calculaba la profundidad del foso que David había visto, hacía mucho tiempo, sin agua. Una vez satisfecho, hizo ademán para que emprendieran el regreso. Habían caminado unos pocos pasos hacia el campamento cuando una flecha se clavó en la tierra delante de ellos. Pensaron que habían sido descubiertos. David vio la flecha que tenía una cinta blanca y otra oscura. Se tendieron todos con el cuerpo pegado a la tierra sin moverse, pero no siguió la lluvia de saetas. Tampoco se escuchaban voces de alerta en las defensas. Todo era silencio. No habían sido descubiertos. David arrancó la flecha del sitio donde estaba clavada y vio que tenía un papel arrollado.

Caminaron agazapados hacia las luces del campamento. Entraron en la tienda de Mustafá Pachá y le enseñaron la flecha. David abrió el rollo de papel y lo tendió al Visir.

—No comprendo —dijo el Visir luego de examinar la escritura detenidamente— léelo tú, David, que conoces muchas lenguas.

David tomó el papel y vio que estaba escrito en caracteres hebreos, pero intentó leer y al principio no pudo entender las palabras. Luego comprendió que, aunque el alfabeto era hebreo, el idioma parecía griego. Sí, era griego. Informaba que el ánimo de los caballeros era muy alto a pesar del cañoneo de los sitiadores. Aunque descargaban centenares de piedras y hierro contra las murallas, el daño era muy pequeño y los muertos, pocos. Decía además que los caballeros usaban la torre de San Juan como atalaya para observar los movimientos en el campamento turco. Agregaba que en pocos días mandaría otro mensaje.

Cuando llegó a la firma, David dio un grito. La carta estaba firmada: "Náufrago de Marmaris", la flecha tenía cintas verde y blanco, los colores de la Compañía.

—¡La carta es de mi amigo Amín! —gritó David ante la mirada asombrada del Serasker y de los oficiales que estaban en la tienda.






Capítulo V



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